También con Ilsebill

Se podría ir a cualquier parte. Embarazadísima y, entretanto, en su séptimo mes, quiere probártelo, aunque tú no quieras ir a ninguna parte: «Yo soy tu mejor amiga, en quien puedes confiar cuando te vengan mal dadas».

Añora las situaciones difíciles. Provoca las situaciones difíciles. Una esposa de pionero que, en pantalla panorámica, sueña con la Gran Senda —Go West!—, con la peligrosa colonización. Su vestido siempre contra el viento. El cabello agitado. Sus ojos toman posesión y no parpadean.

Sin embargo, no somos pioneros. Ni los indios ni los bandidos amenazan la casa. Ni siquiera tenemos una hipoteca. Es verdad, hace poco, la crecida, cuando se cerraron las compuertas de los diques y se paralizó el transbordador. Pero las aguas bajaron. Los daños de la tormenta —en casa, un par de ventanas rotas— los pagó el seguro.

Pero mi Ilsebill no puede vivir sin peligro que arrostrar, evitar o inventar. Desde que la crisis del petróleo lo ha encarecido todo, dice ya a la hora del desayuno: «No me asusta. Tendremos que mantenernos unidos, más unidos aún que antes».

Siempre quiere atravesar montes y valles, venga lo que venga, con alguien, conmigo o contigo. Aparta de ti a la indeseable parentela, pero también a tus mejores amigos, que califica escuetamente de «malas compañías», y espanta de ti la vida con sus moscones: «¡Esos gorrones, esos parásitos! Sólo quieren tu dinero o sacarte algo».

Ilsebill se mantiene vigilante en el umbral de la puerta, ahuyentando con sus ladridos todas las tentaciones. Si empiezas a sudar, proyecta sobre ti una amplia sombra. Vigila en cuanto te subes a abstracciones de siete pisos. Silba para avisarte cuando se te acercan por detrás dudas de colores chillones y salvajemente tatuadas. Para salvarte, deja colgar su cabellera de oro en calabozos profundos como pozos. Se calla cuando su curiosidad es torturada. No traiciona que hace tiempo la has traicionado. Se mantiene impenetrable, impenetrable: no se te permite ni una ojeada a lo casual.

No es que me queje. Mi heroína sufre en silencio y la pintan también heroica contra un cielo pálido (con niños a izquierda-derecha). La mujer en medio de las ruinas. La espigadora. La eternamente embarazada. La madre sacrificada. Robando carbón. Cambiando la última plata de la familia por jugo de remolacha. Criando musgo en puestos perdidos. Su voluntad fuerza a vivir a los enfermos: sin rechistar. Te pone enfermo para cuidarte abnegadamente. Si estás enfermo, te reanima. Si quisieras morirte, se prostituiría con la Muerte para conseguir un aplazamiento, un aplazamiento más. Nada puede detenerla. Si es necesario, tirará tu dinero para probarte que la pobreza aumenta sus virtudes. Te dejará caer hasta el fondo para enseñarte otra vez cuidadosamente a andar (con muletas), paso a paso. Sólo cuando sufras —ella te ayudará a hacerlo— podrás apreciar plenamente su amor compasivo. («¿Puedo hacer algo por ti? ¿Alguna cosa? Estoy segura de que un día me necesitarás aún. Y desesperadamente. Quizá entonces sea demasiado tarde.») Después de haberte dejado ciego, puedes confiar en su guía (aun en pleno tráfico).

En una palabra: en Ilsebill se puede confiar. Por mí ha jurado en falso. Ha pagado mis deudas cuando me han sorprendido sin fondos. Ha transfigurado mis desperdicios, muchos montoncitos de mierda. Siempre se preocupó de que mi retrato colgase sin polvo y derecho sobre el sofá. Gracias a Ilsebill se me recuerda: «Era un buen tío, ese Otto». Así me llamaba yo entonces. Y mi Ilsebill, que me protegía de todo, se llamaba Lena.

Lena Stubbe me tuvo dos veces por marido. Y de cada matrimonio sólo pudo librarla la acción enemiga: en la guerra del 70-71, una granada francesa acabó con mis fanfarronerías después de veintiocho años de heroísmo de boquilla, y cuando en el invierno de 1914 se llamó a la reserva territorial contra el ruso invasor, morí en Tannenberg, después de cincuenta y cinco años de ininterrumpida existencia alcohólica, mi segunda muerte de soldado. Lena me soportó durante un matrimonio y el otro, y me hubiera sobrevivido por tercera vez.

El faro, el baluarte, el puerto, la mujer fuerte. Cómo soportaba mis malos tratos, muda y comprensiva, como torpes caricias. Cómo me ayudaba con buenas palabras, a mí, siempre un fracaso en la cama, para que obtuviera pequeños éxitos los fines de semana. Cómo, cuando robé el fondo de huelgas, pagó mi latrocinio trabajando por las noches, como encargada de los lavabos, en el Hotel Kaiserhof. Cómo traducía en trabajo mis peroratas socialistas de los domingos. Cómo, cuando iban a expulsarme del Partido, habló ante los camaradas y no permitió que le pasase nada a «su Otto». Cómo fue por mí al puesto de policía. Y siempre limpiaba mis vomitonas del entarimado. Y me separó de un tajo del clavo del que yo colgaba. Siempre se podía confiar en Lena. Con Lena se podía ir a cualquier parte. También con Ilsebill.

Pero yo no quiero ir a ninguna parte. No quiero que me salven. Me gusta caer en las tentaciones. Me gusta aún más extraviarme. No compensa sacrificarse por mí. Todo lo más, para agradar a Ilsebill, podría estar mañana un poco enfermo, débil, decrépito, ser digno de lástima, un caso típico, posible de salvar in extremis. Sería bueno y no enredaría y llamaría «¡mamá!» en mis sueños. Sin embargo, si Lena no me hubiese mimado tan despiadadamente ni me hubiese mantenido con su farfulleo —«Pobrecito. Pronto te sentirás mejor»— como a un niño de pecho, jamás hubiera sido soldado ni (de puro miedo) héroe.

El rodaballo
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