El Tío Fritz

Patatas, patatas, tubérculos, papas… Se dice que Raleigh o Drake los trajeron a Europa. Sin embargo, como venían del Perú, fueron los españoles en tiempos de la abadesa Margareta Rusch. Shakespeare debió de conocerlas como objeto de invocación exaltada, cuando hace decir a Falstaff: «¡Que lluevan patatas del cielo!»… A lo que hay que hacer una puntualización: Shakespeare se refería a la patata dulce, un manjar exquisito que, a alto precio, estaba ya en el mercado cuando nuestra patata común, como todas las solanáceas exóticas (tomates, berenjenas), se consideraba aún sospechosa, era puesta en tela de juicio y sentenciada por la Inquisición, condenada a la hoguera y hasta despreciada como alimento para las vacas.

Los que primero cultivaron las patatas fueron los famélicos irlandeses. Parmentier se las dio a Francia y la reina María Antonieta se adornó, al parecer, con flores de patata. El conde Rumford las introdujo en Baviera. ¿Y quién nos ayudó a los prusianos?

Hoy las comemos: harinosas patatas cocidas, patatas crudas ralladas, cocidas en hirviente caldo de huesos, patatas con perejil o patatas con piel y nata agria. Conocemos las patatas al vapor con cebolla o salsa de mostaza, las patatas con mantequilla, gratinadas con queso, en puré, cocidas en leche, asadas en papel de plata, las patatas invernalmente almacenadas, las patatas nuevas de primavera. O las patatas en salsa verde. O el puré de patatas con huevos escalfados. O albóndigas de patata de Turingia, de Vogtland, de Henneberg, en salsa blanca con migas de pan. O, en copa de Jena, con queso o, como las hacían los hermanos Nostiz, al horno con mantequilla de cangrejos. O bien (en tiempo de guerra), mazapán de patata, torta de patata, budín de patata. O aguardiente de patata. O el cordero con patatas de mi Amanda cuando (los días de fiesta) echaba a la falda de cordero rehogada en grasa de riñones las papas partidas en cuatro, las cubría de agua y las dejaba cocer hasta reducir el caldo. Sólo entonces rociaba de cerveza negra las patatas con cordero. O su sopa de patatas que se comía la servidumbre del dominio público de la Corona prusiana en Zuckau, cuando el cielo derramaba su tinta y los bosques se iban acercando cada vez más.


Esto fue después de la segunda partición de Polonia. Todo debía ser de otra forma, más ordenado, más productivo, prusiano. Los subexplotados bienes del monasterio (fundado en 1217 por Damroka, la hija de Mestuina) habían sido secularizados y declarados dominio público. Lo llamaban progreso. El progreso debía ser inspeccionado, controlado: por Él en persona.

Cuando Él llegó a Zuckau, llovía. Llovía ya desde hacía días, de forma que había que sacar los tubérculos. La servidumbre del dominio real removía la tierra, escarbaba, recogía en cestos, cargaba sobre sus espaldas los cestos chorreantes hasta los lindes del campo: enormes cornejas tristes entre las que las cornejas comunes buscaban su parte, mientras la carroza embarrada del Rey, con sus cuatro caballos, sin suspensión, en las últimas, ya legendaria, seguía rodando. Esta vez la calesa llegó desde Karthaus por la carretera nacional, llena de baches, y torció a la derecha, traqueteó por el camino vecinal de Zuckau, donde la servidumbre enderezó la espalda en los campos inundados por la lluvia, mientras el vehículo real aparecía entre los abedules, desaparecía en una hondonada, reaparecía de mayor tamaño —un acontecimiento— y se quedaba luego inmóvil sobre los charcos de lluvia; detrás de los humeantes caballos negros, se abrió desde dentro la portezuela derecha y, con el sombrero por delante que todos conocían, temían y reverenciaban, descendió el viejo rey, Federico II, Fredericus Rex, Su Majestad, el Tío Fritz, con el bastón colgado del jubón —tal como, luego, fue pintado al óleo—, y se puso a dar grandes zancadas por los campos de patata: su ayudante y yo, August Romeike, su veterano y, por ello, inspector, dimos zancadas tras él.

Lo mismo que a todas partes, llegó a Zuckau sin anunciarse. Quería sorprender y evitarse memoriales, guirnaldas, doncellas de honor y representantes de los Estados provinciales. Una cosa no le gustaba: las alharacas. Su leyenda podía más que él. Así pues, dio grandes zancadas a través de los campos, curvado por la gota, bajo su sombrero y con el bastón, exhortó a la servidumbre con breves ladridos a no quedarse boquiabierta y seguir doblando el espinazo, y sólo se detuvo junto a los cestos llenos de papas.

Primeras observaciones sobre la calidad del arenoso suelo cachubo en comparación con los suelos de la Pomerania ulterior. Cosas instructivas leídas en tratados de vulgarización que habían traducido (para él) al francés del inglés y el holandés: sobre la rotación de las cosechas y el cultivo del trébol. El ayudante tomaba notas bajo la lluvia. Yo, su inspector, tuve que recitar rendimientos por hectárea. Él quería escuchar cifras exactas, que demostrasen el comercio creciente de la patata de siembra. Cuando no supe cuántos pfennigs de florín más caras resultaban en el mercado de Hannover las variedades holandesas (entre ellas, la bisabuela de la actual bintje), me dio un palo con su bastón. También eso se convirtió luego en anécdota, aunque se dio otro motivo para el bastonazo real.

Entonces, reluciente bajo la pertinaz lluvia cachuba, preguntó por la buena mujer que había sido la primera en preconizar el cultivo de la patata, dando ejemplo a las nuevas provincias prusianas y que, de esa forma, había demostrado no sólo su capacidad para aplacar el hambre, sino también el buen sabor del nuevo tubérculo.

Lo llevé ante Amanda. Ella, como siempre, estaba sentada en la cocina de la servidumbre, en un banco junto al fogón, y pelaba patatas para la sopa cotidiana. Sin sorprenderse en absoluto, dijo: «Vaya, ha yegao el Tío Frich».

En aquella época había inventado ya las patatas fritas. Tortitas de patata: otro invento de Amanda. Al parecer, con pepino, cebolla, levística finamente picada y aceite de girasol, preparó la primera ensaladilla de patatas: un plato para los días de fiesta. También acostumbró a la patata cotidiana a la variación, al darle siempre nuevos gustos con comino, eneldo, granos de mostaza, mejorana y perejil. Sin embargo, la sopa de patata de Amanda, hecha con corteza de tocino, permaneció fiel a sí misma en su gusto fundamental, porque cada día se pelaban para ella nuevas patatas: no se acababan jamás.


Debía, categóricamente, seguir pelando, ordenó el Rey sentándose en un taburete junto al cesto de tubérculos. Como estaba chorreando, se formó un charco a sus pies. La hija de Amanda, Ernestine, encendió velas de sebo, porque en la cocina de la servidumbre empezaba a oscurecer. Amanda utilizaba sus antiparras para pelar patatas. Al principio, el Tío Fritz comprobó el espesor de las mondas, pero sin duda encontró la pérdida insignificante, y luego escuchó, inclinando su cabeza de anciano, mientras seguía chorreando y las hijas de Amanda —Lisbeth, Anna, Martha y Ernestine— le miraban boquiabiertas, porque Amanda, mientras manejaba el cuchillo, comenzó a hablar de antaño, cuando sólo había mijo y alforfón, siempre demasiado escasos, y lo hizo, por cierto, tan largamente como le crecían las cáscaras sobre el cuchillo.

Primero las viejas historias del hambre. Se lamentó de la muerte por inanición de sus lombricillas Stine-Trude-Lovise. Luego enumeró los remedios contra el escarabajo de la patata (enterrar ámbar en los campos), luego afirmó que la fécula de patata, en fricciones, era buena contra el cólera, y luego, dirigiéndose al Rey directamente: era una suerte que hubiera llegado por fin, la lluvia había que tomarla como venía, que si quería un par de calcetines secos. Luego entró en materia. Dijo que había sido un acierto hacer un dominio público en regla del arruinado monasterio —de moza había bordado aún casullas con tulipanes— en el que sólo quedaban cuatro o cinco monjas sobrantes, que no servían para nada y pronto habrían muerto; sin embargo, no podía comprender que el Tío Fritz hubiera permitido que el inspector, ese botarate, les quitase a los campesinos su último pedazo de tierra propia y, además, los campos arrendados al monasterio. Las tierras habían quedado en baldío y se habían llenado de ortigas. Y, por eso también, los campesinos, que no querían trabajar por nada, se habían largado a Elbing y Danzig, hasta que la administración del dominio y el superzoquete ése que se llamaba a sí mismo inspector habían tenido algo así como una iluminación. Únicamente entonces se había parcelado la tierra en torno a las chozas de los colonos, siguiendo el plan de ella —porque ella, Amanda, sabía lo que hacía falta—, y se la habían arrendado a los siervos por un precio bajo y a cambio de su promesa escrita de cultivar en esas parcelas sólo patatas, lo mismo que en los latifundios del Estado, que se cultivaban por nada con prestaciones personales y en donde, desde hacía tres años, sólo había algunos tubérculos verdes y un poco de avena y cebada para sémola. Sin embargo, por desgracia, el tipo ese, que tenía la desfachatez de llamarse a sí mismo inspector —Amanda me apuntó con su cuchillo de pelar patatas— había imaginado algo infecto. Eso tenía que oírlo el Tío Fritz. Todo se hacía y planificaba en nombre del Tío Fritz. El inspector y toda aquella patulea que se llamaba a sí misma administración del dominio —a saber, el viejo coronel en su sillón, que no tenía calor ni en agosto— querían reunir otra vez todas las parcelas, porque así sería posible administrarlas más estrictamente. Por eso les habían prohibido cultivarlas por cuenta propia y, por cierto, categóricamente. Y por eso en Zuckau no quedaban ya campesinos independientes, sino sólo siervos de la gleba. Como si no bastase con ser siervo. Y, además, de forma hereditaria. Ésa no podía ser la intención del Tío Fritz… Sí, ella cocinaba para todos. No sólo para los jornaleros y los ladrilleros polacos. También para los niñitos y los viejecitos y para el viejo coronel en su sillón. Setenta y ocho bocas. Lo que tenía también sus ventajas, porque con una cocina tan grande, como debía de saber el Tío Fritz, se ahorraba combustible: si quería, podía calcularle los metros de turba y los estéreos de leña.

El Rey escuchaba todo aquello y dio instrucciones a su ayudante, lanzándole su característica mirada, para que anotase algunos detalles sobre las ventajas, desde el punto de vista ahorrativo, de las cocinas de la servidumbre y sobre el porvenir de las grandes cocinas en general. De la misma forma, se tomó nota del método de Amanda para obtener la fécula de patata. También escribió el ayudante cuando Amanda me tomó el pelo (y todavía más al Rey), al decir que la «armaúra korporal del señó inspektó» era un libro ilustrado, en el que estaban inscritas, en forma de cicatrices, todas las batallas que el Rey había librado para su propia gloria. En efecto, el señor inspector, además de un ojo en Kolin, había ingresado en la cuenta de la Historia de Prusia algunos dedos a derecha-izquierda en Hochkirch, de forma que ya no podía hurgarse pensativamente en la nariz y, como consecuencia, se volvía cada día más tonto, por lo que incordiaba a los pobres y pronunciaba discursos imbéciles. Lo único que sabía hacer era destilar aguardiente de patata para sus compinches.

Luego habló Amanda aún de los años de pedrisco y de ratones y dijo, una vez más, que, de siete, se le habían muerto de hambre tres hijitas —todas ellas se las había hecho el Romeike, a toda velocidad, cuando ella era todavía una moza bobalicona, entre batalla y batalla gloriosa—, sin que el Señor se hubiera compadecido de ella. En aquella época no había papas, sino sólo un poco de mijo y un alforfón siempre demasiado escaso.

Por último, cuando el cesto estaba casi vacío y las mondas de patata yacían, enredadas como mi cerebelo, en un montón; cuando Lisbeth, la hija de Amanda (engendrada después de la batalla de Burkersdorf), había cortado las patatas lavadas en el gran puchero, suavemente borboteante, sobre el hogar; cuando Annchen (engendrada después de la batalla de Leuthen), ahora embarazada por un traficante de aguardiente transeúnte de la que luego fue Sophie Rotzoll, había empezado a rehogar cristalinamente en sebo de buey la cebolla cortada, y Marthchen (engendrada después de Hochkirch) desmenuzaba en la sopa la mejorana de los tallos; mientras Ernestine (engendrada entre la capitulación de los sajones, en Pirna, y la batalla de Kolin) fregaba la larga mesa de la servidumbre; cuando por fin y entretanto, se hubo secado la ropa del Rey, que se sentaba cerca del hogar, Amanda le pidió al Tío Fritz que, en adelante, sólo librase batallas con patatas. Esbozó un paisaje futuro, desde la Marca de Brandeburgo, por la Pomerania y la Cachubia, hasta la Masuria, cubierto totalmente de plantas de patata a lo largo y a lo ancho, y prometió también abastecer, de cosecha en cosecha, a las grandes cocinas creadas según su plan: «Entonceh nabría máhambre ninguno. Sólo hartahgo. Y el Tío Frich sería también kerío por el Señó».

(Y si Amanda hubiera sabido más de lo que creían saber los sabihondos de su época, le hubiese enumerado al Rey hidratos de carbono, albúminas y vitaminas ABC, amén de los minerales de sodio, potasio, calcio, fósforo y hierro: todo lo cual encierra la patata.)


No es cierto lo que luego se popularizó en anécdotas: que el viejo rey hubiera llorado cuando la cocinera de la servidumbre le pidió que, después de tantas carnicerías sin cuartel, derrotase pacíficamente al hambre; probablemente es verdad, sin embargo, que ella —después de que la última patata fue pelada y, en pedacitos, echada al puchero— lo compadeció por su infancia sin amor: «Kuando nabía un alma ke kariciase y mimase al ninyito». Había contemplado al Rey, empapado por la lluvia —que ahora se sentaba en seco—, con mirada comprensiva. Con auténtica ternura lo había llamado «mi Tito Frich» y «pekenyito» (porque Amanda le llevaba la cabeza a su encogida Majestad).

Un Rey que tomaba rapé, que tomaba rapé continuamente como impulsado por una necesidad interior. Se sentaba, con ojos legañosos y acuosos, envuelto en aquellas palabras tranquilizadoras y cordiales. Oímos que ella le susurraba como a un niño: «Pronto irá todo megó. No tengah máh miedo ya. Vamoh, Tío Frich. También tendráh tu sopita kaliente. Te va a guhtar mucho y a ponerte alegre».

Durante una hora cachuba larga (que, en tiempo normal, dura más de hora y media), ella lo mimó, mientras el puchero de sopa borboteaba. Hasta le quitó al Rey, con café de malta frío, algunas manchas de rapé del traje. Quizá él se durmió un ratito mientras ella, para terminar, picaba el perejil. Los pensionados, junto a las paredes y al lado, en la cocina donde se hacía la comida para los animales, cuchicheaban entre sí, con conciencia del momento histórico. Cada uno tenía en la mano su propia cuchara. Y con sus cucharas de estaño golpeaban suavemente en la madera del banco de la cocina. En la larga mesa de la servidumbre estaban ya dispuestas las escudillas de las que comerían: siete de cada cazuela.

Entonces el Rey comió con todos nosotros —porque, al oscurecer, los siervos volvieron de los campos— la sopa de patata de Amanda. Le habían preparado su propia escudilla pequeña. Se sentó junto a Amanda: un hombre prematuramente envejecido que, como temblaba, se salpicaba de sopa. De vez en cuando, sus ojos pitarrosos y enrojecidos se transformaban en grandes ojos azules de Rey (reproducidos en retratos posteriores). Como todos hacían ruido al sorber la sopa, los sorbidos del Rey no llamaban la atención.

Yo, que me sentaba lejos, no oía lo que los dos cuchicheaban entre cucharada y cucharada. Al parecer, se quejó a Amanda de la nobleza campesina prusiana: sus edictos no se cumplían. La servidumbre no debía ser, al menos, hereditaria. La expropiación de las tierras de los campesinos debía cesar de una vez. Cómo se podía mantener un ejército en condiciones tratando a las gentes del campo como animales. Porque eso era lo que tenía que hacer Prusia: precaverse de sus muchos enemigos y estar siempre en armas.

En realidad —eso contó luego Amanda mientras pelaba patatas y se lo escribió también a su amigo de pluma Rumford— el Tío Fritz sólo le pidió la receta de su sopa de patata, que calificó de digestiva y reconfortante para sus huesos gotosos; sin embargo, para su gusto, le hubiera echado pimienta a la sopa. No había pimienta. En la cocina de la servidumbre de Zuckau, dominio público de la Corona prusiana, no había pimienta molida ni en grano. Amanda sazonaba con granos de mostaza y comino, y con hierbas como mejorana o perejil. (Naturalmente, se pueden cocer también con la sopa salchichas o echarle torreznos. A veces, Amanda hervía algunas zanahorias, con apio y puerro para darles gusto. En el invierno, dejaba que se cocieran setas secas: algunas múrgulas y setas de los caballeros.)

Cuando el Rey se marchó en su carroza sin suspensión, seguía lloviendo. A mí, el inspector Romeike, no me regaló ninguna caja de rapé. Amanda no encontró ningún ducado en su delantal. Sus hijitas Lisbeth, Anna, Martha y Ernestine no recibieron ninguna bendición. La servidumbre, todavía empapada por la lluvia, no entonó ningún coro. Ningún edicto espontáneo abolió la servidumbre de la gleba. No se produjo ningún milagro ilustrado bajo el dominio absolutista. Sin embargo, la fecha del histórico encuentro fue transmitida por el ayudante de campo: poco después de dejar el empapado Zuckau, el 16 de octubre de 1779, la sopa de patata de Amanda Woyke, por decreto, fue elevada a la dignidad de plato real favorito; lo que hizo que se popularizara, y no sólo en la Prusia occidental.

Y cuando el tribunal feminista, como el caso de Amanda Woyke se vio en tiempo de carnaval, en lugar de un Martes de Carnaval corriente para mujeres, organizó una fiesta femenina con trajes de la época de Amanda, la vocal Therese Osslieb, que hubiera podido estar muy bien al frente de una cocina de la servidumbre, preparó una sopa de patata prusianooccidental, según la receta de Amanda, en sus cacerolas acostumbradas a los sabores de Bohemia. Todas, incluido el consejo consultivo revolucionario en pleno, fueron invitadas al restaurante de la Osslieb El cobertizo de Ilsebill; hasta la defensora de oficio. Los hombres, naturalmente, no. Helga Paasch, al parecer, se vistió de Tío Fritz. Ruth Simoneit fue de August Romeike. La Witzlaff se tejió una corona de mejorana y perejil. Naturalmente, Therese Osslieb, como Amanda, llevaba un traje de color patata. Y al parecer, después de la sopa, las mujeres bailaron la polka entre sí.

El rodaballo
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