Dónde dejaban sus gafas

Bajo las mondas de patata, en la artesa de la harina, entre las cortezas de tocino que Amanda Woyke apartaba para frotar las sartenes.

Muchas naturalezas muertas con gafas: podría colocar la montura reparada con hilo de Lena Stubbe ante el clavo torcido, sobre la soga anudada en nudo corredizo.

Para cortar la cebolla o hacer no sé cuántas cosas más ellas no se quitaban las gafas. Limpiando lentejas, cuando mi Ilsebill mecha la pierna de cordero con ajo, al coser el ganso de San Martín relleno —relleno de manzanas—, ante el armarito de especias de Lena Stubbe, en el que nunca faltaba la mejorana, cuando Sophie Rotzoll iba a coger setas.

En la artesa de la harina, bajo las mondas de patatas y en no sé dónde más aparecían sus antiparras perdidas: después de semanas, en el fondo mismo del cacharro de loza lleno de chicharrones, en aquel corazón de ternera relleno (también de ciruelas pasas) que la madre Rusch sirvió al perverso abad Jeschke en el convento de Oliva; y aquellos anteojos que Sophie perdió buscando setas aparecieron apenas un siglo más tarde en una merluza recién comprada, al lado mismo del hígado, cuando Lena Stubbe la abrió porque era viernes.

¿Cuántas gafas llevaron, perdieron y, a veces, encontraron de nuevo? Trece. Las últimas se rompieron el Día del Padre de 1962, cuando Sibylle Miehlau, llamada para abreviar Billy, cayó con sus gafas bajo las ruedas de las motocicletas.

María compara los precios con ojos desnudos. Agnes, que no sabía leer-escribir, no llevaba quevedos. Ya emparedada, a la luz de una bujía de sebo, cuando garrapateaba sus confesiones, la cocinera cuaresmal Dorotea hubiera necesitado gafas; su confesor dominico le había enseñado la escritura goticoflamígera. También de Vigga y Mestuina opina el rodaballo que fueron miopes. No es sólo porque su imagen sea neolítica, pero: ¿quién podría imaginarse a Aya con gafas?

Y así, Sophie, que había perdido otra vez sus anteojos, clasificó el cestito de setas que, a pesar del asedio, había entrado en la ciudad, con ojos anegados, lo que tuvo repercusiones políticas, mientras que Lena Stubbe, sin llevar sus lentes en la nariz, cortó del clavo a tiempo a su Otto.

Con sus mangas de lana o con lo que fuera se limpiaban las gafas, cuando el vaho de los pucheros, las manchas de grasa, la niebla o las cacas de mosca les enturbiaban la mirada.

La monja Rusch, que heredó sus cristales del patricio Ferber, los frotaba con plumón del obispillo de los anadones. Siendo señorita de edad, Sophie Rotzoll, antes de escribir una nueva petición de gracia al comandante de la fortaleza de Graudenz, cogía una pata de liebre para limpiarse los anteojos. Billy me pedía prestado el pañuelo. Con un pañuelito de seda, que el conde Rumford le había enviado de Múnich, Londres o París, Amanda Woyke frotaba sus antiparras empañadas. Y Lena Stubbe que, lo mismo que Amanda y Sophie, se había estropeado pronto la vista leyendo escritos iluminadores, revolucionarios, agitadores o rigurosamente científicos, limpiaba sus lentes, antes de sentarse en el salón frente al secreter, con un pañuelo rojo de cuello que le había dejado su primer marido, un tipo duro y de armas tomar.

Todas ellas: mujeres inteligentes que, en pizarras y papel rayado, en cuadernos escolares u hojitas cortadas de las azules bolsas de azúcar, alineaban sus cuentas de la compra, escribían cartas y peticiones de gracia, recetas y notas preocupadas; Lena Stubbe, antes de pasarla a limpio con su mejor letra, redactó la primera versión de su Libro de cocina proletaria en el dorso de octavillas antiguas y de llamamientos a la huelga prescritos.

Sumergidas en el periódico, el almanaque doméstico, el libro de himnos de Klug, cuando les buscaban a sus hijos piojos entre el pelo…, ¿para qué más les servían las gafas?

En el retrete, para inspeccionar sus propios excrementos y la cagalera del hombre que fuera, los choricillos de sus hijos; para leer la Biblia en voz alta, como hacían la madre Rusch y Amanda Woyke mientras las lenguas de cordero, los callos, los huesos de vaca y las patas de cerdo borboteaban en su caldo; y para enterarse en las cartas de sus hijas y de las hijas de sus hijas, de mí y de mis reveses de fortuna… Yo escribía pocas veces o sólo cuando, en una fuga, me había puesto otra vez en dificultades y llenado de deudas.

Para imponerse en lecturas bebélicas, Lena Stubbe se colocaba los lentes, sentada junto a los hirvientes calderos de la cocina popular de Ohra y de la calle de la Muralla o junto al puchero familiar. Así es como la veo: a través de la montura de níquel que siempre se le resbalaba, pensando preocupadamente en el progreso. Sin embargo, cuando Lena repartía sus sopas populares con el cucharón de medio litro, se quitaba los lentes y miraba azulceleste, y luego un poco acuosamente, nuestro futuro.

El rodaballo
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