Hablando viscosamente de amor y de poesía

Nos engañó con él a todos los hombres (y se lo prescribió a todas las Ilsebill como marcapasos). Porque al principio, cuando reinaba Aya y todas las mujeres se llamaban Aya y todos los hombres Edek, no conocíamos el amor. No se nos hubiera ocurrido considerar a una Aya determinada como algo especial. No teníamos ninguna elegida, aunque existía aquella Superaya que fue luego venerada como diosa madre y que a mí me favorecía un poco porque sabía dibujar figuras a su semejanza en la arena o modelarla en el barro. Sin embargo, enamorados, chalados, mutuamente atocinados, no lo estábamos.

Por eso tampoco había odios. En las relaciones colectivas de la horda nadie era apartado, si se exceptúa a los pobres diablos que habían violado algún tabú y, por ello, eran excluidos individualmente y empujados hacia los pantanos. Un tabú era, por ejemplo, comer charlatanamente en compañía o cagar en silencio aislada y antisocialmente. Y, sin duda, nuestra Superaya hubiera tabuizado severamente el amor entre dos personas —si alguna vez nos hubiera ofuscado— y lo hubiera castigado con la expulsión de la pareja. Algo así debió de suceder: en otra parte.

Entre nosotros no. Lo individual nos importaba muy poco. Para nosotros, todas las Ayas estaban igualmente gorditas. Y también nosotros, los Edeks, éramos aceptados como éramos. Naturalmente había diferencias. Naturalmente había pequeñas predilecciones, por utilizar esa palabra. No hay que pensar en nosotros como en una informe masa neolítica. La estructura de nuestra horda no estaba determinada sólo por los grupos de edad, sino también por la división del trabajo. Algunas mujeres recogían setas y se encontraban en los hayedos con las cuadrillas de hombres que se habían especializado en la caza del oso pero, en su mayoría, alanceaban tejones. Como yo estaba entre los pescadores —aunque iba con gusto a pescar solo, lo que no era tabú— fui más utilizado por las mujeres que tejían nasas que por las recolectoras de setas. Pero con el amor, incluso con el amor en grupo, aquello no tenía nada que ver. Y, sin embargo, nos dominaba un gran sentimiento que hubiera podido llamarse tutela.


Cuando el rodaballo, apenas lo hube capturado y puesto nuevamente en libertad, me preguntó por mi vida en la horda, quiso saber a qué tritetuda mujer neolítica le gustaba yo especialmente, de qué almeja me ocupaba con celo estajanovista, a qué Ilsebill tejedora de cestos o de otro modo ocupada quería enamorar: «Dime, hijo. ¿A qué hembra has vuelto loca?».

Para responderle algo le expliqué nuestro sistema de tutela hórdica. «Primero nos cuidamos de nuestras madres y de las madres de nuestras madres. Luego de sus hijas y de las hijas de sus hijas. Luego, si faltan los hombres por accidente de trabajo, nos cuidamos de las hermanas de nuestras madres y de sus hijas y de las hijas de sus hijas. Nuestra tutela —caza, pesca, leche de anta, panales de abeja y otros productos recolectados— se reparte por las madres de las madres del modo que nuestra Superaya decide. De esa forma, nuestra tutela vuelve a nosotros y los ancianos son los primeros que la reciben.»

Según ese principio, ninguna Aya ni ningún Edek resultaban favorecidos, aunque nuestra Superaya, al amamantarme por la noche, me daba siempre un poco de más. Si quisimos a alguien, fue a ella. Porque la pregunta del rodaballo: «Bueno, ¿pero no hay nadie que te guste, que quieras tanto que, aunque sólo sea simbólicamente, quisieras comértela?», fue claramente contestada por nuestra horda: cuando la Superaya se murió un día, nos la comimos, cada uno por su lado. Pero no por amor, sino porque Aya, moribunda, nos ordenó que no la sepultáramos, como era costumbre, en los pantanos, en posición acuclillada, sino que nos la comiéramos enterita. Hasta nos dejó tutelares instrucciones sobre la forma de cocinarla. Quería ser (por cierto, por mí) destripada y rellenada luego con su propio corazón e hígado, setas silvestres y bayas de enebro. Debíamos cubrirla de una capa de barro de un dedo de grueso, colocarla sobre brasas bajo la ceniza y cubrirla de cenizas y brasas. De esa forma cocinamos a Aya: hacia la noche estaba a punto. Se le podía rascar el barro quemado. De esa forma, después de repartírnosla tutelarmente, nos la comimos. A mí me tocó un pedazo de pescuezo, el índice de su mano izquierda, algo de hígado y un bocado de su pecho central. No sabía especialmente bien: algo así como un anta hembra de más de un año.

No, rodaballo, no nos la zampamos por amor. Un invierno riguroso que no acababa nunca había helado los ríos y el mar, enterrado en nieve las remolachas y ahuyentado los tejones, cerdos salvajes y antas. Se acabaron las reservas de esteba. Reinaba el hambre. Masticábamos cortezas de abedul. Se nos empezaban a morir las madres lactantes. Sólo las viejas se conservaban coriáceas. Entonces Aya se ofreció a sí misma. Únicamente después, mucho después, se convirtió en costumbre cocinar y comerse a la Superaya reinante, de acuerdo con la receta transmitida, aunque no hubiese hambre. Puedes llamarlo canibalismo. Es posible, rodaballo, pero por amor, desamor, amoroso ardor o hambre de amor jamás nos comimos a nadie.


Tampoco en la época de Vigga ni, mucho después, en la de Mestuina nos arrebatábamos, sonrojábamos o palidecíamos. Es verdad que yo fui el carbonero de Vigga y lo seguí siendo y que Mestuina sólo rara vez me cambiaba por un pescador o un cestero. Pero sentimientos grandiosos, capaces de oprimir o ensanchar el corazón o de reventar en el pecho, el pulso acelerado, el deseo de abrazar al árbol más próximo o al mundo entero, de entregarse por completo, de deshacerse, de disolverse en el otro, de pertenecerse mutuamente, de compartir el pan y la cebolla, el absurdo deseo de buscar la muerte con la amada, la amadísima, o de perder el seso de amor, todo eso, esa exaltación insondable, ese desfile cantarín de almas en celo nos era ajeno y, sin duda, tampoco lo necesitábamos ocultamente.

No es que fuéramos indiferentes. Por muy ruda y neoliticotardía que fuera la forma en que Vigga nos gobernaba a los hombres, sobre las pieles de oveja sabía ser cariñosa y, cuando había preparado albóndigas de lucio, hasta juguetona. Y cuando éramos ancianos de miembros nudosos por la gota y la carne no nos inquietaba ya, nos sentábamos a menudo en silencio delante de nuestras cabañas y contemplábamos el sol que se hundía tras los bosques. Casi se hubiera podido pensar que, a pesar de todo, éramos capaces de sentir el amor senil: ese andar temblorosamente de la mano y esos confusos teacuerdasdé.

También con Mestuina hubiera podido envejecer. Aunque ninguno era propiedad del otro y, cuando llegaba la primavera, nos acostábamos aquí o allá, nos habíamos acostumbrado a invernar juntos. Como el amor no nos había herido nunca, tampoco nos herían los celos. En marzo nos tolerábamos (ella) mis saltos de carnero y (yo) sus relinchos de yegua.

Todo eso cambió cuando vino el obispo Adalberto con su cruz. En cualquier caso, el rodaballo dice que cuando Mestuina se ocupó de la cocina de aquel piadoso varón, compartiendo pronto su ascético lecho de hojas, tenía la mirada húmeda y mostraba a menudo una tensa sonrisa melancólica.

«Créeme, hijo», dijo el rodaballo después de morir el santo, «él la amaba, aunque fue ella quien lo mató. O quizá le dio con el cucharón porque lo amaba y él no quería dejar de amar a Dios Nuestro Señor. Y por amor despechado comenzó a beber: hidromiel y leche de yegua fermentada. Sea como fuere, el amor parece ser algo que priva a las mujeres de su supremacía natural: se someten, quieren ser sometidas, se aproximan sumisas y sólo caen en un amor violento cuando su ofrecimiento de una esclavitud incondicional es rechazado o cuando, como en el caso de San Adalberto de Praga, es mal interpretado como tentación diabólica. En suma, el amor es un instrumento que hay que manejar con cuidado. Ya practicaremos, hijo».


Y entonces el rodaballo expuso su teoría del amor como medio de acabar con el matriarcado: el amor liberaría los sentimientos. Fijaría normas que nadie podría cumplir. Alimentaría una insatisfacción permanente que no podría saciar. Inventaría un lenguaje de suspiros: la iluminadoramente oscurecedora poesía. Se apropiaría de la caída de la hoja, las nieblas, la carcoma, el deshielo y el sensual reventar de los capullos. Fabricaría sueños de colorido sobrenatural. Lo pintaría todo de rosa. Empujaría a las mujeres a tener exigencias siempre voraces, como sustitutivo del poder perdido. Sería el prolongado lamento de cada Ilsebill.

El rodaballo dio entonces sus instrucciones: había que levantar la superestructura del amor para que, bajo su cubierta religiosa, pudiese desarrollarse el práctico matrimonio, garantía de la propiedad. Porque el amor nada tenía que ver con el matrimonio. El matrimonio traía seguridad; el amor sólo podía tener por consecuencia el sufrimiento. Esto no se traduciría sólo en poemas conmovedores, sino también, por desgracia, en actos criminales: la rival envenenada, estrangulada, atravesada con una aguja de hacer media. Sin embargo, por otro lado, el amor podía perfeccionarse y extenderse a terceros y cuartos de tal forma, que fuera interesantemente tratado en el teatro, a lo largo de varios actos, puesto en música y filmado y, de paso, provocara en las mujeres enfermedades psíquicas, o sea, complicadas. (El rodaballo enumeró desde la inapetencia hasta la locura furiosa, pasando por las jaquecas, todo lo que, en los seguros de enfermedad, aparece entretanto en el apartado de enfermedades mentales.)

Para acabar con su teoría, que estaba cuajada de citas de poemas líricos, desde los minnesinger hasta los Beatles, y anticipaba las canciones de moda y el moderno lenguaje publicitario, una frase programática: «Sólo cuando se logre convencer a las mujeres de que el amor es una fuerza liberadora, y la seguridad de ser amada la felicidad más alta, y los hombres se nieguen consistentemente, incluso cuando sean amados hasta la adoración, a amar igualmente o a hacer durar los amoríos fugaces —es decir, cuando la mujer dependa de la seguridad, nunca garantizada, de que él la ama, la sigue amando, sólo a ella, menos que antes, otra vez, ya no, y ello se convierta permanentemente en angustia, infravaloración, tormento y aplastante esclavitud— se habrá derrotado por fin al matriarcado, vencerá el símbolo fálico y se depreciarán todos los ídolos vulvares, saldrá a la luz el hombre desde la oscura prehistoria del seno materno y se perpetuará a sí mismo, como padre, en forma soberana».


Sí, Ilsebill. Lo mismo que tú, muchas mujeres se indignaron cuando hace pocos días el rodaballo, ante el tribunal, comenzó a desbarrar. La fiscal, al comienzo del proceso, había considerado la posibilidad de tratar las teorías sobre el amor del rodaballo ya durante la vista del caso Dorotea de Montovia; sin embargo, como el espadero Alberto Slichting no fue amado ni adorado por Dorotea, sino que fui yo quien, en contra de todas esas viscosas teorías sobre el amor, estuve enamorado como un bobo de aquella embrujadora, la acusación se reservó el ambiguo tema hasta que se viese el caso de Agnes Kurbiella.

A mí, en cualquier caso, el amor no me trajo ninguna libertad, sino una infelicidad de largos cabellos. Es verdad que el rodaballo me había dado también el consejo de no casarme nunca con una mujer a la que pudiese amar, pero yo me casé con aquella pálida muñeca y, si yo hubiera sido un señorito feudal, habría cantado además a aquella beata, imitando la moda de la época: «O dulçes mugeres amables…». Porque las languideces trovadorescas coleteaban aún en mi tempotránsito goticoflamígero. Una repulsiva afectación que convirtió a nuestros Caballeros Teutónicos, por lo general ya refrígidos, en mozalbetes suspirantes y balbuceadores. Hasta en la maritornes más rolliza veían a una pequeña madona. Nuestros antiquísimos juegos eróticos pasaron a ser pecaminosas fornicaciones. Sólo lo prohibido nos excitaba. Aquel amor cursi ensalzaba la castidad eterna para, dos estrofas después —«arrebatado por la trova»— y tras haber encontrado la llave del cinturón de castidad, enzarzarse en la ensalada de carne habitual. Sin embargo, nuestras damas —sobre todo mi Dorotea— permanecían piadosamente distantes y, en cuanto había una bragueta abierta, bajaban pudorosamente los ojos. Sólo los hombres colgábamos pataleando del hilo con el que, por consejo de un pez parlante, debíamos atar a las mujeres al lecho conyugal.

¡Dorotea! Qué no habré hecho yo para lograr de aquella zorra frígida un poco de amor. Sin embargo, hasta cuando se ofrecía se negaba. Ya podía yo gimotear, tartamudear o dar saltos como un bufón; ella, displicente, seguía con sus complicadas penitencias y sólo la apasionaba el amor celestial. Esclava de su dulce Jesús, a mí me anonadaba, convirtiéndome en un lastimoso harapo. Eso, Ilsebill, hizo conmigo el amor. Ésa, rodaballo, fue tu contribución a la emancipación de los hombres. Ojalá me hubiera quedado con Aya-Vigga-Mestuina y su tutelar dominio: con aquel calor y aquel lecho constantes, con aquel suelo húmedo. Aya y sus sacerdotisas nunca nos destruyeron con su amor.

Sólo cuando Greta la Gorda cocinó para nosotros aflojó la presión. Entretanto, el matrimonio garantía de la propiedad había sido tan practicado que las mujeres, posiblemente hartas de las efusiones de amor celestial y de los gastados juegos de la castidad, estaban realmente ansiosas de uncirse al yugo; la casa, las llaves y la cocina les dejaban mandar lo suficiente. Hacia sus maridos eran fieles y cálidamente abnegadas. Y como la infidelidad del ama de casa se castigaba severamente con azotes, picota o repudiación, los hombres podían estar seguros también como padres de los hijos nacidos del vínculo matrimonial.

Por fin la viscosa teoría del amor del rodaballo se había traducido en una praxis doméstica: cómo sacaban brillo a cada centavo, cómo cloqueaban, chismorreaban, alcahueteaban y se peleaban con sus vecinas, convirtiéndose en arpías o matronas. Sólo las furcias y las monjas no eran de la partida… Sobre todo Greta la Gorda, que hubiera podido ser no sólo abadesa sino también patrona de una casa de putas.

Mientras Dorotea se rebelaba contra el matrimonio dejando entrar diariamente a su esposo celestial por la puerta trasera de las vigilias, Margareta Rusch no se dejaba arrastrar a relaciones atormentadas. Como monja, estaba prometida al cielo. Su sólida humanidad, sin embargo, quería vivir en la tierra. Por eso, también como abadesa, enseñó a sus jóvenes monjitas a no dejarse arrebatar el corazón por los hombres, fueran monjes o padres de familia salidos. Lo mismo que el rodaballo nos había aconsejado que hiciéramos a las mujeres ansiosas de amor, pero sin permitirnos nunca —o sólo con cautela fuera de casa— sentimientos de amor vertiginosos, Greta la Gorda aconsejaba a sus correteantes monjitas que no se creyeran los arrumacos de ningún hombre: «No me deih máh kebraderoh. Vosotrah ehtáih ya kasadah». Sin embargo, dos o tres monjas (porque era la época de la Reforma) se escaparon del convento de Santa Brígida, siendo reducidas a la miserable condición de esposas inconsolables.

Es posible que Mestuina tuviera a San Adalberto en un altar; y quizá Ilsebill me idealiza cuando busca sus llaves del coche. Pero Greta la Gorda —estoy seguro— no quiso a ningún hombre, por muy tutelarmente que cocinase para la docena que tuvo. En el mejor de los casos me dio a mí, el exclaustrado fraile franciscano, algo así como un amor materno. En aquella época, Margareta era una lozana treintañera y yo un novicio de diecisiete años. No tenía que ocultarme sus sentimientos. Yo contaba muy poco. Su pinche de cocina, siempre renovado. Había por todas partes tantos frailes desarraigados que buscaban cobijo y calor, su grasa maternalmente protectora. Margareta Rusch tenía de sobra. Y se lo daba a quien le placía. Algunos hombres (como yo) quizá creyeron que era amor.


Sólo Agnes, la suave cocinera de régimen de los pies descalzos, fue la gran sentimental que el rodaballo, con su frialdad de pez, pudo haber imaginado, porque Agnes Kurbiella me amó incondicionalmente a mí, el pintor municipal Möller y a mí, el poeta Opitz al servicio del rey de Polonia, tan totalmente de acuerdo con las normas de la teoría rodaballesca, que se hubieran podido enganchar a su amor todas las palabrejas que luego pasaron al lenguaje corriente: abnegado, sacrificado, silenciosamente humilde, desbordante, más allá de la muerte, sin egoísmo —sin preguntas— sin reproches. Y, sin embargo, no fue querida sino utilizada. Opitz estaba demasiado egocéntricamente enfermo del estómago y mezclado en demasiadas intrigas políticas para poder concentrarse en el gran sentimiento; y el pintor Möller sólo amaba la buena vida y las francachelas. Con todo, Agnes nos amaba sin exigir nada a cambio. Era nuestra sirvienta. El cubo en que vomitábamos nuestra miseria. El paño para enjugar nuestros sudores fríos. Era el agujero en que nos escondíamos. Nuestra alfombra de musgo, nuestra botella de agua caliente, nuestro somnífero, nuestra oración de la noche.

Quizá quiso Agnes un poco más a Opitz que a Möller, aunque durante seis años, sin arrugar la nariz, le cambió al pintor los calzones cuando se los había cagado otra vez. Sin embargo, estuvo más unida al poeta, por mucho que éste le regatease su dinero y sus sentimientos. Cuando la peste se lo llevó, ella no quiso entregar el jergón en que había muerto ni su sábana empapada de sudor. Los alguaciles tuvieron que arrebatárselos por la fuerza. Amaba de una forma total. Cuando Hoffmanswaldau, otro poeta de Silesia, llegó a Danzig para recoger los papeles póstumos del fallecido Opitz (y se produjo una disputa con el señor Roberthin, a quien Simon Dach había enviado desde Königsberg), Agnes Kurbiella, al parecer, quemó en el fogón de su cocina la última versión de la traducción de los Salmos, un montón de poemas apenas esbozados, el manuscrito inacabado de la Dacia Antiqua en el que, desde sus años de joven profesor en la Transilvania romana, trabajaba Opitz de cuando en cuando, y su correspondencia de muchos años con el canciller sueco Oxenstierna. Ni siquiera quiso entregar a Hoffmanswaldau las plumas de ganso de Opitz. (¿Serías tú capaz, Ilsebill, de aceitar un día mi vieja máquina de escribir portátil y conservarla limpia de polvo como algo casi sagrado?)

El rodaballo opinó que tanto inconmovible amor era otra vez dominante y no coincidía con su idea. Agnes Kurbiella, en su amor no correspondido, no había sufrido ni una sola horita, no había mordido ningún pañuelo empapado en lágrimas, sino que había irradiado más bien una alegría serena, de forma que podía decirse que el amor no la había hecho dependiente y sumisa, sino que la había fortalecido y le había dado una dimensión más que humana. Aunque tal triunfo no estuviese de acuerdo con sus planes originales, él, el rodaballo, tenía que expresar su respeto por aquella fregona: cuánta indulgencia, entrega y resignación.

Y ante el tribunal feminista, cuando, por fin, la teoría del amor se convirtió en uno de los puntos de la acusación, el rodaballo dijo en su propia defensa: «Poco a poco, mis respetadas damas. He reconocido ya que, al principio, cuando los hombres eran mantenidos todavía en minoría de edad y, con motivo, se podía hablar de su opresión, concebí el amor como antídoto: de forma compensadora, debía producir una preeminencia masculina y una dependencia femenina. Sin embargo, siguiendo el ejemplo de Agnes Kurbiella, muchas mujeres han conseguido convertir mi —como dice la acusación— instrumento opresivo tan pérfidamente imaginado en símbolo de la eterna grandeza femenina: cuántas victorias sobre sí mismas, cuánto altruismo, cuánta fortaleza de ánimo, cuánto sentimiento vencedor de todas las barreras, cuánta fidelidad. ¡Todas esas figuras de mujeres que fueron grandes amantes! ¿Qué sería sin ellas de la literatura? Romeo, un muchachuelo inútil si Julieta no hubiera existido. ¿Con quién, si no con su Diotima, hubiera podido Hölderlin expansionarse líricamente? Ay, el amor que aún hoy nos conmueve de la pequeña Catalina de Heilbronn: “¡Mi dueño y señor!”. O la muerte de Ottilia en Las afinidades electivas de Goethe.

»El amor de nuestra Agnes tenía esa fuerza silenciosa, a veces melancólica, siempre presente pero, sin embargo, nunca agresiva. Aunque tengo que reconocer que las respetadas damas del tribunal que me acusa adoptan deliberadamente otra actitud y tienen que adaptarse a los tiempos —que la Sra. Huntscha, por ejemplo, racionaliza sus sentimientos, sin duda existentes, antes de verbalizarlos—, quisiera pedir un poco de comprensión fraterna para aquella pobre niña entregada, lo reconozco, entregada por mí a dos tipos gastados. He hablado de las cualidades de musa de Agnes sin haber podido convencer a este Alto Tribunal de la existencia de esa cualidad exclusivamente femenina. Sin embargo, quizá la lacónica Agnes hubiera podido hablar en mi favor. Al transformar mi sucio truco, el amor esclavizador, en un sentimiento puro, venció en fin de cuentas la capacidad de amar de la mujer, dejando al hombre pequeño, muy pequeño».

Para concluir su discurso, el rodaballo exhortó a la presidenta, las vocales, la fiscal y todo el consejo consultivo revolucionario a que no siguieran endureciéndose sino que, imitando el ejemplo de Agnes Kurbiella, se entregasen totalmente al amor. «Ésa, sólo ésa es vuestra verdadera fuerza. Eso no lo podrán hacer jamás los hombres. No es vuestra inteligencia —por muy agudamente que me haya conocido, desnudado, culpado y rebatido— sino la fuerza de vuestro amor la que un día cambiará el mundo. Ya veo surgir la nueva ternura. Todos y todas se acarician entre sí y acarician a los otros. La luz del amor lo embellecerá todo. Millones de Ilsebills sin deseos. Avergonzados de tanta dulzura, los hombres renunciarán a su poder y a su gloria. Sólo habrá amor y por todas partes…»

Entonces interrumpieron al rodaballo. Desconectaron la instalación de altavoces de su recipiente de vidrio blindado. Aun cuando la Sra. Von Carnow, defensora de oficio, se echó a llorar protestando y el consejo consultivo revolucionario se dividió (de nuevo) —por primera vez se formó un grupo llamado partido rodaballesco—, el tribunal feminista se negó a considerar el amor de la fregona Agnes como contribución a la emancipación femenina. Se aplazó la vista. Peritajes y contraperitajes. Luchas de grupos.


Sin embargo, el tema del amor fue tratado aún con frecuencia, aunque fuera en forma marginal: cuando, durante el proceso, se debatió el caso de Amanda Woyke y se calificaron de cartas de amor sus misivas al conde Rumford, aunque en aquellas epístolas sólo se hablaba largamente del cultivo de la patata, las cocinas económicas, las cocinas populares y la sopa de beneficencia del conde Rumford. El caso de la cocinera Sophie Rotzoll, cuya vida fue considerada por el tribunal como un intento revolucionario estaba, en opinión del rodaballo, mucho más marcado por el amor trágico: al fin y al cabo, cuando tenía catorce años, tuvo que renunciar a su bienamado Fritz, condenado por conspiración a cadena perpetua en la fortaleza de Graudenz. Durante cuarenta años, dijo el rodaballo, Sophie resistió todas las aproximaciones masculinas, y finalmente él volvió: bastante estropeado. Había que reconocer que se trataba de amor, y de dimensiones agnesianas.

Y tampoco el caso de la cocinera de pobres Lena Stubbe, el de Sibylle Miehlau, llamada para abreviar Billy, que con tan mala fortuna quiso ser diferente, y el caso todavía no cerrado de María, la cocinera de la cantina de los astilleros, quiso el rodaballo considerarlos objetivamente como alejados de todo amor. El amor aparecía por todas partes. Movía los hilos. Aguantaba hambres-pestes-guerras. Rechazaba todo cálculo de rentabilidad. Devastaba y era, en lo que a Lena Stubbe se refería, un tormento mudo. Prisionera de él, Sophie Rotzoll fue hasta la vejez una señorita de delicadas arrugas que nunca dejó de esperar. Billy lo buscó en otra parte. Amanda lo puso en clave en sus cartas. E indudablemente María, porque el amor puede endurecer, se irá convirtiendo lentamente en piedra.


«¡No!», dijo el rodaballo ante el tribunal feminista, totalmente enterrado en la arena. «No me arrepiento de nada. Sin amor sólo quedaría el dolor de muelas. Sin él las cosas no serían siquiera animales, y lo digo deliberadamente como pez. Sin él no podría vivir ninguna Ilsebill. Y si se me permite volver otra vez a la cocinera Agnes: al cocinar con devoción para el hígado inflamado del pintor Möller y la gastritis nerviosa del poeta Opitz, dio un sentido tutelar al dicho, en el fondo bastante tonto, de que “el amor es un estómago agradecido”. ¡Sus gachas de avena! ¡Su gallina con caldo!

»Les ruego, mis rigurosas damas, que me sigan escuchando sólo un momento. Porque uno de los poemas perdidos de Opitz decía, si se me permite hacer una cita para concluir:

“¿Acaso es sólo amor aquello que me enciende?

Vayamos pronto, amor, a fin de que el pescado

no pierda su calor, con leche suavizado,

y no pueda lograr lo que tu amor pretende.”»

El rodaballo
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