Agnes recordada ante el pez cocido
Hoy, sobre el bacalao
que he cocido a fuego lento
en vino blanco, pensando en la merluza
y en cuando era barata aún —¡abadejo!, ¡abadejo!—,
he puesto, cuando sus ojos eran ya lechosos
y ojos blancos de pez danzaban
sobre el blanco papel del calenturiento Opitz,
pepinos verdes en largas tiras y luego,
retirándolo del fuego, eneldo en el caldo.
Sobre el pez cocido sembré colas de cangrejo
que nuestros invitados —dos señores que no se conocían—
habían pelado con los dedos, parloteando,
mientras el bacalao se cocía,
preocupados por el futuro.
Ay cocinera, tú me contemplas
mientras yo, con la espátula,
voy separando la carne delicada: renuncia de buena gana a sus espinas
y quiere ser recordada, Agnes, ser recordada.
Ahora los huéspedes se conocían mejor.
Yo dije: Opitz, a nuestra edad, murió de la peste.
Hablamos de las artes y los premios.
Lo político no nos excitaba.
Luego sopa de cerezas agrias.
Se contaron también otros huesos anteriores,
de cuando éramos todavía noble-mendigo-campesino-pastor…