Hasta vomitar
María es pariente mía. Su padre es primo de mi madre. Ya en tiempos de Amanda Woyke había Kuczorras en Kokoschken, Ramkau y Zuckau. Y una de las nietas de ella, Lovise Pipka (prima de Sophie) se casó con un Kuczorra que era de Viereck (hoy Firoga). Por lo tanto, la ascendencia de María puede trazarse hasta Lena Stubbe, cuyo apellido de soltera era Pipka, y hasta Amanda Woyke, lo mismo que mi abuela, por parte de madre Kuczorra (aunque su madre se llamaba de soltera Bach) hace retroceder mis orígenes lo suficiente para emparentarme (como María) con Amanda y con Lena. Y como en la línea materna de María hay varios Kurbiellas o Korbiellas, mi madre tenía un tío Kurbiella (que emigró a América) y la pobre Sibylle Miehlau recordaba a una tía abuela Korbiella (hermana de su abuela materna) que, al parecer, vendía en Karthaus hilo de zurcir, botones y seda de coser Gütermann, yo podría invocar también un parentesco con Agnes, la cocinera de régimen, sobre todo porque hay indicios de que la madre de Agnes, que como el padre fue asesinada por los suecos en Hela, debió de ser por nacimiento una Woyke o Gnoyke. (Hay que decir también que Catalina, la hija menor de la abadesa Rusch, se casó con un carnicero llamado Kurbjuhn y que la madre de Dorotea Swarze, llamada de Montovia, fue una Woikat por nacimiento.)
Al fin y al cabo, todos los cachubos estamos emparentados por algún vericueto. En medio sólo estaban el bosque de Goldkrug cerca de Bissau, los matorrales de frambuesas de Zuckau, la calzada de Karthaus, el río Vístula, el riachuelo Radauna y cuatro o cinco siglos: la época de antes y de después de la patata, historia que pasó sobre nosotros. De eso María no sabía nada.
Es rubia. Antes de entrar como aprendiza de vendedora en una cooperativa de consumo, sus rizos caían como querían. Luego su amiga aprendió peluquería. Los Kuczorras, salvo un hermano de mi tío que, después del 45, se marchó al Oeste, viven en Gdynia o en Wrzeszcz, que en otro tiempo, cuando era un suburbio de Danzig, se llamaba Langfuhr. Habitaban con las dos hermanas más jóvenes de María en Ulica Lelewela, en otro tiempo Labesweg, en una vivienda de dos habitaciones y media. (En Kokoschken tienen todavía fanegada y media de tierra de patata y huerta.)
En 1958, cuando obtuve por primera vez un visado y volví con mis recuerdos borrosos, María tenía nueve años y se rió al verme en mis ropas occidentales. Así fue siempre: rubia, risueña, loca por el baile, rápida en el cálculo mental, una eficiente vendedora, un poco vocinglera cuando estaba con chicos y sin saber nunca más que lo que pasaba en aquel momento. Yo era el tío del Oeste, que venía cada algunos años, traía discos (los Beatles), no sabía hablar polaco ni cachubo y del que ella se imaginaba cosas: bonitas y falsas.
Pero también yo me imaginaba cosas de María. (Eso es lo que pasa cuando uno olvida su propio idioma.) Lo que pasó fue peor de lo que había imaginado. Hubiera tenido que inventar otra historia sobre María. Una historia feliz, con un poco de tristeza alrededor y un regalo de bodas apropiado. Pero los tiempos lo impidieron. María no siguió siendo vendedora en la cooperativa. Quedó un puesto libre para ella en otro sitio. Quería mejorar por todos los medios. Sin embargo, María no estaba hecha para la cocina. (Hubiera podido vender bisutería y llevarla en alguna tienda de souvenirs de la calle de Nuestra Señora: le hubiera sentado bien a su pelo.)
Moneda pomorsca. La abundante calderilla de las costas de largas playas. La dote de las dunas erráticas. El cambio que devolvía el Báltico. Ya los fenicios vinieron a vela hasta aquí, primero de Sidón y luego de Cartago por Cornualles, donde cambiaban estaño por telas de púrpura y trocaban por cereales de siembra (cebada y escanda) pedazos del tamaño de un puño. Y cuando Mestuina fue decapitada, el collar de ámbar de su cuello se esparció muy lejos por todo el país. Amanda encontró luego algunos pedazos en los campos de patatas. Y cuando María me regaló un trozo del tamaño de una nuez, yo lo reconocí, la vieja historia comenzó otra vez, vi a María con otros ojos, fue posible de otro modo.
En aquel tiempo estaba todavía de aprendiza en la cooperativa. El ámbar lo había encontrado escarbando patatas en las tierras que le quedaban en Kokoschken. Una hermosa pieza: desde el borde de la copa de amarilla corteza, la gota transparente se redondea oscura, encerrando una mosca.
No hubieras debido regalarme el ámbar. Ahora lo cuento todo. Cómo te convertiste en otra más real. Cómo se fue tu sonrisa. Cómo estás petrificada.
Desde el verano del 69, María Kuczorra, que primero había sido vendedora en la cooperativa y luego cajera, trabajaba como cocinera en la cantina de los astilleros Lenin en Gdansk. Allí ganaba ciento doce zlotys más que en la cooperativa. Como le faltaba experiencia en la cocina, sólo ayudaba con los pucheros humeantes, pero por su conocimiento de los precios y calidades se le confiaron las compras al por mayor y el mantenimiento de las conservas.
Su estilo práctico pero alegre hizo que tuviera un éxito rápido. En sus tratos con la burocracia, su experiencia en la cooperativa le ayudó a obtener concesiones especiales. Consiguió el gran refrigerador. (También canjeaba, a través de terceros, piezas de repuesto de tractores por verduras.) El menú de la cantina se hizo más variado. Sin embargo, cuando María comenzó a hacer parte de sus compras en el puerto franco y aparecieron de repente en la cantina frutas meridionales, tuvo una disputa con su amigo Jan, un joven de ideas audaces pero más bien tímido, que escribía prospectos para el comercio con Occidente y había ayudado a María cuando solicitó el puesto en la cantina.
Jan había estudiado construcción naval, pero su pasión era la historia pomorsca antigua. Por las noches escribía versos. En el Ostsee-Almanach habían publicado un artículo suyo sobre la poesía amorosa de Wiclaw von Rügen. Su ciclo de poemas sobre Damroka, hija del príncipe Mestuino y primera abadesa del convento de Zuckau, había suscitado por su riqueza en metáforas eróticas, junto a críticas favorables, la protesta de la Asociación Cultural Cachuba. Su tesis de que el general al que aniquiló el príncipe cachubo Svantopolk fue el danés Fortimbrás que, en la escena final de Hamlet, afirma volver victorioso de Polonia, era discutida. Jan quería engranar con Shakespeare y escribir una continuación de la tragedia. Sólo le faltaba tiempo. Durante el día escribía textos publicitarios para la industria naval polaca, que se traducían al inglés-sueco-alemán y pasaban por eficaces (para la mentalidad occidental); por la noche lo esperaba María, que quería ir al cine o a bailar.
La había conocido en la cooperativa. Desde el principio empezaron a pelearse. Él había traído una lata de guisantes en conserva podridos y se la había metido por las narices a la cajera Kuczorra. Cuando, por la noche, se encontraron en el jardín público del convento de Oliva, Jan dijo: con sus tirabuzones, María le recordaba a Damroka, la hija del príncipe cachubo, hermana de su héroe Svantopolk y prima de Wiclaw von Rügen. Esa Damroka había fundado el convento de Zuckau a orillas del riachuelo Radauna, a causa de las frambuesas silvestres que en ellas crecían a montones. Y citó fragmentos de su largo poema. A María le gustaron las comparaciones históricas de Jan. Dejó que la llamase Damroka. Pronto se amaron.
¿Y yo? Yo no soy Jan. Soy primo segundo de María. Ella, sin embargo, me llama tío. A mi sólo me ha regalado un trozo de ámbar. Con un insecto dentro. Yo soy el insecto. En caso de duda, yo: tardíamente implicado y absorbido. Junto a mí: yo. Fuera de mí: yo. Atado a mí (como un oso): un yo obediente y gruñón. Siempre escapado, fugitivo del tiempo, a la espalda. Donde falta una tabla en la empalizada de la Historia. Escúchame, María: fue cuando Mestuina llevaba al cuello el ámbar agujereado por mí. De sus hijas y de las hijas de sus hijas descienden Sambor, Mestuino, Svantopolk y la princesa Damroka. No, fui yo quien capturó al rodaballo parlante. Yo, en los escaños de los gremios, cuando se sublevaron los artesanos. Yo, en la Torre de los Condenados, comiendo a cucharadas mis últimas tripas. Y cuando la peste me saludó al pasar. Y cuando la patata derrotó al mijo. La gran cocinera que todo lo revuelve me ha revuelto a mí en contra de los tiempos. Cómo (todavía hoy) me espuma con su espumadera. Cómo me reparte en los platos equitativamente. Cómo, en escabeche, soy suave a su paladar. Levística y comino, mejorana y eneldo. Yo sazonado. Jan soy yo, María, según tu receta.
Y cuando María Kuczorra llevaba ya un año ocupándose en la cantina del astillero Lenin de las verduras, las conservas, las compras a buen precio y (aunque ilegalmente) las frutas meridionales; cuando, por deseo de su amigo que seguía queriéndola y que (por las noches, en el cine oscuro; en el oído al bailar) la llamaba Damroka, cuando María, finalmente, porque Jan lo quería, dejó de llevar sus rizos a la peluquería; cuando vino el otoño y en los periódicos se habló mucho de tratados listos para la firma, cuando por fin Gomulka y Brandt, en Varsovia, firmaron en nombre de polacos y alemanes y —como se dijo— hicieron Historia; cuando llegó el invierno y comenzaron los preparativos de la Navidad, fue María la que aconsejó comprar provisiones rápidamente: se hablaba demasiado de la prioridad de las tareas nacionales. En los periódicos sólo había frases sublimes sobre la grandeza del momento histórico. Ni una palabra sobre los artículos de consumo. Todo aquello era un signo de la peor especie. «Van a subir los precios», le dijo María a Jan.
Eso fue lo que ocurrió. Por decreto. Los del azúcar, la harina, la carne, la mantequilla y el pescado. El 11 de diciembre. Y ellos que habían querido casarse el cuarto domingo de Adviento.
Desde el punto de vista económico, había muchos argumentos a favor. No se puede subvencionar todo. Ni siquiera el comunismo lo aguanta. Cuando no hay un mercado que regule los precios, el Estado lo hace demasiado tarde. Pero si los precios se desmandan se desmandan otras cosas y, a veces, todas.
Cuando aumentaron los precios de los alimentos básicos un viernes entre un treinta y un cincuenta por ciento —se las habían querido dar de listos, contando con el fin de semana—, Jan dijo: era un hecho histórico que el encarecimiento de los arenques de Escania y la importación de cerveza barata de Wismar habían unido en diversas ocasiones a los gremios en discordia, haciendo que se rebelasen contra los patricios. Luego especuló largamente sobre la caída del precio de la pimienta durante la Reforma y la escasez simultánea de carne en la Europa central, al disminuir las reses para matanza.
María dijo: aunque eso haya pasado con el capitalismo, no debería ocurrir con el comunismo. Eso se lo enseñan a una ya en la escuela. Y si el sindicato no hace nada, habrá que prescindir del sindicato. Y si a los hombres les falta valor, será misión de las mujeres el calentarles los cascos. Nonó, hoy no tenía ganas de ir al cine. Él, Jan, tenía que moverse y organizarse. Ella, María, hablaría con las mujeres de la cooperativa. Las conocía. También ellas sabían todo lo que había que saber sobre precios. Desde hacía tiempo se habían olido la chamusquina. Se podía contar con ellas.
Y como por todas partes (lo mismo que María a su Jan) las mujeres les calentaban los cascos a sus hombres —«¡Y no vuelvas a casa hasta que hayan bajado los precios!»— la huelga de los trabajadores del puerto y del astillero se extendió al día siguiente a Gdansk y Gdynia, a Szczecin y Elblag, a lo largo de la costa polaca del Báltico. Los ferroviarios y otros se unieron. Hasta las chicas de la fábrica de chocolate Baltic. Como las directivas locales de los sindicatos no participaron, se formaron espontáneamente comités de huelga, se eligieron consejos de trabajadores. No sólo había que anular la subida de los precios. Se pedía también la autogestión obrera: el viejo, profundo, necio, hermoso e inextirpable sueño de poder decidir por sí mismos.
En los astilleros Lenin de Gdansk se aumentaron rápidamente, antes de que la Milicia comenzara sus controles, las existencias de la cantina. Lo hicieron de noche. A la mañana siguiente llegaron de todas partes, de los suburbios, de Ohra y del Troyl, de Langfuhr y Neufahrwasser, quizá cincuenta mil trabajadores y amas de casa. Desfilaron ante la estación central y se congregaron ante la sede del Partido Comunista. Allí, como no había mucho de que hablar, cantaron varias veces la Internacional. Sólo donde estaba Jan (un poco separado de María) se discutía, porque Jan estaba lleno de ejemplos históricos que no podía guardarse para él. Como siempre, comenzó por los antiguos pomerelios: por Sambor, Mestuino, Svantopolk y la Damroka de los bellos bucles. Hasta allí escucharon los trabajadores del astillero, pero cuando Jan se desbordó, se perdió en el laberinto de las reglamentaciones gremiales medievales y comparó las reivindicaciones de asiento y voz en los consejos de pie y sentado de los oficios menores con la actual reivindicación de autogestión obrera, los trabajadores no lo escucharon más.
Entonces la masa cantó una vez más la Internacional. Sólo María, que estaba apartada, vio a su Jan hacer labor de agitación con conciencia histórica: sin oyentes ahora, envuelto en un bocadillo de tebeo. María tenía la cabeza ligeramente ladeada y en torno a su boca había una contracción a la que faltaba poco para ser sonrisa.
Todas ellas ladeaban la cabeza así: un poco preocupadas y, al mismo tiempo, divertidas por tantas palabras y tanto fervor masculino. Así, aunque ya dispuesta a la cuchufleta, contemplaba y escuchaba la abadesa Margareta Rusch al predicador Hegge cuando éste, en la Hagelsberg, conjuraba, con la condenación eterna, a todos los diablos desde Asmodeo a Zaroe. Así inquieta, pero con la sonrisa ya diluida en melancolía, miraba la fregona Agnes Kurbiella por encima del hombro del poeta Opitz, cuando éste se sentaba ante el papel blanco, sin palabras, aunque interiormente rico en figuras. Con esa expresión me recibió Vigga, la reina de las remolachas de la edad del hierro, cuando volví a casa cojeando de la migración bárbara, con los pies hinchados. Y de la misma forma me miraba Lena Stubbe, con la cabeza ladeada, cuando le había atizado el viernes otra vez con el suavizador de mi navaja barbera y, como siempre, buscaba luego la soga sin encontrar el clavo. De otra forma, desdeñosamente, sonreía Dorotea y torcía la cabeza cuando yo empezaba con las habladurías de los gremios o contaba la calderilla. Sophie, en cambio, estaba llena de preocupación cuando anudaba para su Fritz, preso en la fortaleza, un paquetito de pan de especias en el que, finamente molida, había mezclado la estimulante seta matamoscas. Y así también sonreía mi Mestuina cuando veía al obispo Adalberto comerse a cucharadas su sopa de pescado. Y en cuanto me había dado mi mamada suplementaria (a mí, el gran tontorrón) Aya inclinaba la cabeza, tutelarmente preocupada y sonriendo con certeza: nunca será bastante, el hambre surgirá eternamente, siempre habrá que andar con tutela.
Por eso tenía María la cabeza ladeada cuando vio a su Jan incrustado en la multitud y, sin embargo, desarrollando una actividad agitadora no atendida: enseguida tendrá frío, solo con sus historias. Enseguida le diré: tienes razón, Jan. Hay que verlo históricamente. Eso no se acaba nunca. Tampoco con el comunismo. Siempre los de abajo contra los de arriba. En aquel tiempo, los caciques se llamaban patricios. Encarecieron el arenque de Escania. Aumentaron, aunque había suficiente, el precio de la pimienta. Siempre decían: la culpa es del Danés. Los derechos de paso por el Sund aumentan. Todo se encarece. Las cosas son así. Hay que aceptarlas. El Estado lo dice por boca del Partido. Y el Partido tiene razón, tiene siempre razón. Y el Partido dice siempre: es demasiado pronto para la libertad.
Cuando Jan hubo encontrado de nuevo a su María entre el gentío, le dijo: «Vámonos. Vamos a los astilleros. Allí estaremos seguros. Allí no nos faltará nada. Allí esperaremos. Aunque dure mucho tiempo. Nos casaremos después de Navidad y seguro que con alegría».
Sólo cuando la muchedumbre empezaba a dispersarse comenzaron los enfrentamientos con la Milicia. Ante la estación central se rompieron cristales. Ardieron algunos puestos de periódicos. Más tarde se quemó la sede del Partido. La moral era más bien alta. Habían visto que eran muchos. Entonces se produjeron detenciones, lo que llevó a una parte de la multitud ante la prisión de Schiesstange. También allí gasolina por las ventanas. Un muchacho cayó ante un coche oruga. Pero no hubo disparos todavía.
Sólo al día siguiente, cuando los obreros de los astilleros Lenin se replegaron a los terrenos del astillero, pusieron guardias en las puertas y —para el caso de una ocupación militar— hicieron preparativos para volar instalaciones importantes y botar prematuramente los nuevos barcos; cuando llegaron de Varsovia unidades motorizadas del Ejército Popular y la Milicia hubo puesto cerco a los terrenos del astillero; cuando en la cantina de éste se cocinó col y comino para más de dos mil hombres; cuando ante la entrada principal algunos jóvenes obreros quisieron discutir con la Milicia y cuando Jan Ludkowski, por un megáfono, difundió primero los antecedentes históricos de la huelga —desde los levantamientos de los gremios medievales, pasando por la sublevación de los marineros y obreros en Petrogrado contra la burocracia del Partido y en favor del sistema de soviets, hasta el encarecimiento actual y las reivindicaciones de autogestión obrera del comité de huelga—; cuando Jan, finalmente, citó el Manifiesto Comunista e hizo llegar muy lejos (hasta el Barrio Viejo) su voz viril, llena, bien timbrada, sólo dura por amor a la causa, disparó la Milicia alcanzando a varios trabajadores. Mortalmente a cinco. Entre ellos, Jan.
También en Gdynia, Szczecin y Elblag dispararon. Al parecer, donde se produjeron más muertos (más de cincuenta) fue en Gdynia, donde la Milicia disparó con metralletas (desde helicópteros) y con morteros contra la multitud. Entonces, en Varsovia, cayó Gomulka. El nuevo hombre se llamaba Gierek. Revocó el aumento de los precios de los artículos de primera necesidad. Los obreros creyeron que habían ganado y abandonaron la huelga, aunque su reivindicación de autogestión había quedado sin respuesta.
Cuando la Milicia disparó contra Jan, le alcanzó en el estómago, lleno de cerdo con col, y no, como él había deseado en sus poemas (siguiendo a Mayakovsky), en la frente. Murió en mitad de una frase. María no pudo ayudar cuando llevaron arrastrando a los muertos y heridos hasta los terrenos del astillero. En aquel momento estaba en la cantina, haciéndose cargo de una partida de conservas de pescado regalada por las tripulaciones de dos cargueros soviéticos que estaban en dique seco. Más tarde se arrojó sobre el muerto, que tenía aún la boca abierta, y lo sacudió como si quisiera pelearse con él: di algo. Di que es lógico y claro. Di que los hechos son ésos. Di que está históricamente demostrado. Di que Marx lo previó ya. Di que ocurrirá así. Dime algo, di…
Después de la muerte de Jan, María no dejó de trabajar en la cantina del astillero. Mientras se seguía negociando con Gierek, el hombre nuevo —se llegó a una especie de acuerdo—, los víveres se recibieron en abundancia. Los muertos fueron enterrados con precipitación, sin publicidad, en diversos cementerios de Emaus, Praust y Ohra. Las familias no pudieron asistir. Al parecer, Jan está en el cementerio de Emaus. Como los otros cuatro muertos eran de la Alta Silesia, nadie los conocía bien. Mucho después se informó a sus parientes de Katowice y Beuthen. Eso provocó indignación. Las altas esferas lo lamentaron.
Pero no es verdad que los muertos cuenten. El tráfico de carretera produce muchos más. Y se atiende a las viudas y los huérfanos de una forma cada vez más social. Todos tiros en el vientre. La Milicia había apuntado bajo. Es verdad que se hizo un atestado con vistas al futuro, pero en ningún proceso se dio nombre a todos los culpables. Es verdad: la vida sigue.
El verdadero funeral se celebró entre Navidades y Año Nuevo, en los terrenos del astillero, al aire libre, porque la cantina era demasiado pequeña. Un día helado, sin viento. María, de negro, se sentaba entre otras mujeres de negro, frente al tablado de los oradores, las flores, banderas, la música, el aceite ardiendo. Los oradores (casi todos miembros del comité de huelga) repitieron que no olvidarían. Hablaron de la victoria de la solidaridad obrera, aunque no se hubiera podido lograr todo. Cerca, en las rampas, había dos buques sólo tripulados por gaviotas. (Un gran encargo de Suecia. Los hubieran botado al agua sin terminar si la Milicia hubiera asaltado el astillero.) Jan estaba trabajando todavía en folletos de propaganda, en los que el progreso era ilustrado con fotos de los esqueletos de los buques. Uno de los oradores se refirió al trabajo de Jan, que calificó de lleno de imaginación. (No se habló de las propuestas de Jan, siempre rechazadas, de poner a los nuevos buques de pasaje nombres pomerelios, como Swantopolk o Damroka. Stefan Batory, decía, no fue polaco, sino un húngaro de Transilvania y, sin embargo, un buque llevaba orgullosamente su nombre.)
Cuando, para terminar, habló un orador del Partido, repartió culpas pero sin dar nombres. Alguien, en la multitud de obreros del astillero que se encontraban de pie, gritó: «¡Kociolek!». María no lloró porque tenía algo en la garganta. Las otras mujeres de negro lloraban. Entre discurso y discurso lloraban más fuerte. También algunos hombres lloraron.
Tras los discursos, la banda del astillero interpretó una música primero solemne y luego batalladora. En los petroleros de las rampas, las gaviotas levantaron el vuelo y volvieron a posarse. Luego, un actor recitó un poema que Jan había escrito sobre la muerte. Es verdad que, al hablar en él del poeta que tuvo que matarse viviendo, se aludía al lírico barroco e historiógrafo de la corte Martin Opitz, pero por la interpretación subrayada del recitador y en el marco del funeral, la frase «con la sangre se heló la palabra…» se refería sólo a Jan. Ese verso se repetía en cada estrofa. También había metáforas como «negro excremento», que rimaba con «fallecimiento».
Cuando terminó el poema, María, que tenía algo en la garganta, tuvo que vomitar. Dos hombres de la guardia del astillero llevaron a la joven de negro, todavía con náuseas, por delante de los oradores, flores, banderas y fuegos y de la banda de música a un lugar entre los cobertizos, donde pudo vomitar a gusto. Antes del funeral, María había ido a la peluquería.
Más tarde, en la cantina del astillero, después de tomar el té, tuvo muchas ganas de comer pepinillos con eneldo. Pero ya no había. Y una de las mujeres llorosas, la madre de Jan, que había venido de Konitz, dijo a las otras mujeres llorosas de negro, cuando las familias de los muertos se sentaron en la cantina para tomar un té: «Es de mi hijo. Iban a casarse. Quizá sea un niño».
Sin embargo, fueron dos niñas, bautizadas con los nombres de Mestwina y Damroka. Pronto cumplirán tres años y reconocen ya una foto de Jan. Está en el aparador, junto a una carabela hanseática históricamente fiel. María, sin embargo, con la que estoy emparentado y que me regaló el pedazo de ámbar del campo de patatas con la mosca dentro, María que, en todas partes, en la cooperativa, en la cantina del astillero, era conocida por sus risas, María se quedó petrificada. Y ahora sólo habla con una voz dura.