59

Malvern se puso de pie, no sin dificultad. Tenía la pierna destrozada, un amasijo de fibroso tejido blanco que apenas colgaba de un hueso roto. Bajó hacia él su único ojo, y por sus labios escapó un siseo. Intentó dar un paso hacia Caxton, y la pierna se le dobló. Volvió a caer al suelo, aullando, y agitó los brazos frenéticamente al intentar levantarse otra vez.

Caxton esperaba que le doliese como los mismos fuegos del Infierno.

Había ganado unos preciosos segundos. Los aprovechó para cargar otra vez el arma, una serie de movimientos que había practicado una y otra vez hasta poder hacerlos a una velocidad inhumana. Abrió la escopeta y expulsó el cartucho vacío. Despegó otro de la culata, lo encajó en su sitio y subió el cañón. Malvern levantó la mirada y avanzó con paso tambaleante hacia ella, a una velocidad no superior a la de un atleta olímpico a la carrera.

Caxton apuntó con el arma y apretó el gatillo. La precisión de la escopeta fue desastrosa, peor que cualquiera de las veces en que había practicado con ella a lo largo de los años. Aun así, no erró.

La munición atravesó el hombro izquierdo de Malvern. No llegó a darle en el corazón, pero le causó daños. El tejido se abrió y cayó, los huesos se hicieron pedazos. El brazo de Malvern se desprendió e impactó contra el suelo de la cueva con el golpe sordo de algo mojado.

La carne de la pierna ya estaba cicatrizando, uniéndose otra vez. Caxton ya no veía el fémur. La piel ya se había cerrado sobre la herida.

—¿Qué has hecho? —preguntó Malvern con voz ronca.

Caxton abrió la escopeta y extrajo el cartucho gastado.

—Le he puesto lo más afilado del mundo —dijo—. Lo único que ahora mismo podría herirte de verdad, supongo.

—¡No! —dijo Malvern.

Caxton despegó el último cartucho. El que tenía que contar.

—¿Qué es? —preguntó Clara.

—Dientes de vampiro —replicó Caxton, sin apartar los ojos de Malvern—. Los dientes de un vampiro llamado Congreve, para ser exactos, cargados dentro de un cartucho de escopeta. Fue una idea de Jameson Arkeley. Él sabía que los vampiros podíais haceros daño los unos a los otros. Pensó que vuestros dientes tal vez retendrían una parte de su poder después de morir vosotros.

Acabó de cargar el cartucho. Luego avanzó un paso hacia Malvern. Nada había acabado aún. Y no lo haría a menos que pudiera disparar limpiamente al corazón de Malvern. Ése era su único punto vulnerable. La única manera de matarla. Avanzó otro paso.

Malvern se movió entonces a la máxima velocidad que Caxton hubiese visto jamás, y Laura tuvo la certeza de que ya estaba muerta. Había contado con que la sorpresa, la conmoción de verse herida de verdad, volvería a Malvern más lenta.

La conjetura fue errónea.

Todo habría podido acabar justo allí y en ese preciso momento. Malvern habría podido caer sobre ella antes de que lograra efectuar el último disparo. Habría podido hacer pedazos a Caxton allí mismo. Pero Justinia Malvern nunca había sido de las que atacan de forma directa.

Por el contrario, le gustaba hacer cosas asquerosas. Obrar taimadamente.

Fue a por Clara.

Sucedió con tal rapidez que Caxton apenas pudo seguirla. Malvern se convirtió en una franja blanca sobre el suelo de la cueva, y a continuación estaba de pie, sujetando a Clara ante sí con el brazo que le quedaba, usándola como escudo humano.

Clara, la persona a la que Caxton había amado más que a nada en el mundo. Clara, su amante. Clara, su pareja.

Laura se acorazó. Había pasado dos años intentando olvidar todo eso.

—Tal vez —dijo Malvern—, deberíamos discutir esto.

Caxton aferró la escopeta con ambas manos. No se encontraban a más de un metro y medio de ella. La distancia de un disparo a quemarropa, incluso para un arma tan birriosa como aquélla.

—Puedes matarme, desde luego que sí, las dos lo sabemos. Has sido lista, Laura. Condenadamente lista… Me has superado en ingenio.

—La adulación no te llevará a ninguna parte —dijo Caxton.

—Te queda un cartucho. ¿Por qué no disparas? Mátame, muchacha. Haz lo que quieres hacer. Es lo que habría querido Jameson. Pero asegúrate de no darle a ésta, ¿eh? Asegúrate de no matar a tu amante.

No había tiempo para pensar. Si le daba a Malvern un segundo para idear un plan mejor, sería todo el tiempo que necesitaría la vampira. Caxton levantó el arma y apuntó directamente al corazón de Malvern.

Que estaba detrás del pecho de Clara.

La carne humana de Clara no frenaría los colmillos de vampiro. Atravesarían a Clara y matarían a Malvern. Lo único que tenía que hacer era apretar el gatillo.

Todo el mundo era prescindible. Se lo habría prometido a sí misma. Cuando el plan había incluido el sacrificio de su propia vida, ni siquiera había parpadeado ante la idea.

—Laura —dijo Clara.

—No lo hagas —le dijo Caxton—. No hagas que esto sea más difícil, no digas…

—Hazlo.

Caxton se quedó mirando a la otra mujer. No podía creer lo que acababa de oír.

—Merece la pena —dijo Clara—. ¡Si no disparas ahora mismo, nos matará a las dos! Hazlo.

—Niña —aulló Malvern—, ¿sabes lo que dices? ¿Lo sabes?

Caxton volvió a levantar el arma. Apuntó con cuidado. Sólo tenía que apretar el gatillo. Sólo tenía que disparar.

—No —dijo Malvern—. ¡No! ¡No puedes! ¡No puedes hacerlo!

Caxton estudió sus manos. Flexionó el dedo junto al gatillo.

Luego bajó la escopeta.

—Tienes razón. No puedo.

Malvern empezó a reír. Pero no rió mucho rato. Sujetar a Clara con un solo brazo significaba que no podía controlar lo que Clara hacía con las manos. Sin la más leve advertencia, Clara se apoderó del fusil que llevaba colgado y disparó hasta vaciar todo un cargador. No contra el cuerpo de Malvern, por supuesto, ya que eso habría sido un desperdicio de munición. Apuntó hacia lo alto y disparó al techo.

Los cristales de cuarzo que colgaban de él eran frágiles en el mejor de los casos. No podían soportar un trato semejante. Cayó una lluvia de grandes trozos de roca cristalizada. Cayeron estalactitas como lanzas justo sobre la cabeza de Clara. La cabeza de Clara, y de Malvern.

La vampira sintió pánico y la soltó. Malvern se alejó corriendo de las rocas que caían, mientras Clara era sepultada bajo una pila de cristales azules. Malvern empezó a reír otra vez mientras se apartaba de un salto.

—¿Pensabas que me aplastarían unas rocas, cariñito? —preguntó—. ¿Pensabas que…?

Malvern calló de repente. Había sentido la presencia de Caxton detrás de sí.

Caxton apoyó el cañón de la escopeta contra la espalda de Malvern, justo a la izquierda de su columna vertebral. Y disparó.

32 colmillos
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