2004
A veces —sólo a veces—, se destapaban las cartas y el triunfo que necesitaba el jugador aparecía entre ellas.
Un centenar de vampiros. Un ejército de ellos esperando dentro de la tierra como bulbos de flores venenosas, sólo aguardando el momento de brotar. El mismo ejército de vampiros que Justinia había creado para el ejército de la Unión, un siglo y medio antes, no utilizado nunca pero escondido para protegerlo de la luz del sol, se había levantado para acosar a las buenas gentes de Gettysburg.
Y contra ellos formaron Laura Caxton y cualquier escoria humana que ella había podido reunir en un solo día.
Caxton no tenía la más ligera posibilidad.
Mientras Justinia yacía dentro de su ataúd, en el sótano de algún lúgubre museo, escuchando con Jameson Arkeley los informes que llegaban a través de la radio de la policía, no podía evitar regodearse. Si no hacía nada, si dejaba que el curso de los acontecimientos transcurriera como estaba destinado a hacerlo, Caxton moriría. La más reciente espina que se le había clavado en su costado sería arrancada por Alva Griest y su legión de los muertos. Justinia no tenía ninguna duda de que Griest y sus compañeros serían eliminados al cabo de poco. Estaban debilitados por el tiempo pasado dentro de la tierra, y los perseguirían, los cercarían por todas partes, los sacarían al exterior durante las horas de luz diurna y los matarían, uno a uno.
Pero no antes de que Caxton hubiese perecido. ¡Qué delicioso!
Por supuesto, eso sería en caso de que ella no hiciera nada.
Pero tenía más que ganar. Dejó que sus débiles dedos se movieran por el teclado del ordenador.
Puedes salvarla si quieres
Jameson cerró con brusquedad la tapa del portátil, y casi le pilló las puntas de los dedos. No quería saber de nada de lo que le decía.
Por suerte para ella, no fue necesario decir nada más. La idea ya estaba sembrada. La maldición ya estaba dentro de Jameson, desde hacía largos años. Con que sólo volviera su mano contra sí mismo en ese momento, bastaría.
Y, ¡ay, qué tentador tenía que ser! Su cuerpo mortal, heredero de todos los deterioros de la carne, estaba ya tullido y encorvado. Una de sus manos era poco más que una cachiporra. Su espina dorsal tenía varias vértebras fusionadas entre sí, y los músculos se le habían atrofiado por falta de uso. ¡Qué bajo había caído el poderoso matavampiros!
La fuerza podía ser suya. Un poder como ninguno que hubiese conocido jamás. Podría correr hasta la pequeña ciudad y luchar por la vida de Caxton. Ser su protector. Su salvador. Justinia Malvern sabía lo seductor que era para un hombre el hecho de que lo necesitaran. ¡Con cuánta desesperación deseaba aquel hombre salvar a la muchacha que consideraba su hija espiritual!
Él se volvió y la miró fijamente con ojos desesperados, mientras la radio emitía crepitaciones y detonaciones. Mientras llegaban informes, uno tras otro, de hombres asesinados, de vampiros que pululaban por las calles de la ciudad de Gettysburg.
—Podría arrancarte el corazón ahora mismo —dijo él, apretando los labios en una dura línea—. Podría hacer una buena obra, al fin. Podría poner fin a esto. Podría acabar con nuestro juego.
Podía hacerlo. A pesar de lo débil que estaba, aún tenía los miembros más fuertes que Justinia, y más resuello. Podía acabar con ella cuando le diera la gana.
Pero cuando se levantó del asiento, cuando fue en busca de un escalpelo… no se sintió demasiado preocupada.
Ella misma se había echado muchos faroles, en sus tiempos.