1863
Rebeldes o yanquis… para Justinia había poca diferencia.
Había sacado buen provecho de los Chess, y ellos no se habían quejado ni una sola vez de su suerte. Había sentido crecer dentro de su pecho algo parecido al afecto por Obediah, su último esclavo, puesto que él había aceptado la maldición y se había convertido en su caballero protector. Con los ojos ardientes y la piel del color de luna, había deambulado por los campos desgarrados por la guerra para llevarle a ella lo que necesitaba, y durante dos años ella había recuperado un poco de fuerza y se había hecho un poco más osada. Había pensado que, tal vez, el futuro podría no ser del todo lóbrego.
Pero la guerra tiene la habilidad de desbaratar los sueños y llevarles la realidad de vuelta a aquellos que huyen de ella. No fue capaz de incorporarse lo bastante como para ver cómo ahorcaban a Obediah, ni presenciar las vejaciones que los yanquis le imponían a su cuerpo. No los vio cuando se lo llevaron.
Pero supo que se había acabado.
La encontraron y la sacaron de la casa en ruinas, sobresaltada al ver, cuando la trasladaron, hasta qué punto su mansión se había deteriorado. Había oído los disparos, por supuesto, y los alaridos de los que morían. No se había dado cuenta de que el propio estado de Virginia podía ser ultrajado de aquella manera; los campos abandonados, los bosques crecían espesos y enmarañados cuando en otros tiempos los habían talado para dedicar las tierras a la agricultura. La llevaron a una pequeña habitación y la pusieron en una cama blanca, y allí tramaron sus maquinaciones. Apenas se dio cuenta de lo que el espía de la Unión le pedía, apenas se dio cuenta cuando llevaron a los soldados a la habitación, uno tras otro, cada uno más espantosamente herido en cuerpo y alma que el anterior. Supo que querían usar la fuerza de ella para acabar con la guerra.
Significaba tan poco para ella…
El tiempo había cambiado de ritmo para Justinia Malvern, casi doscientos años después de su nacimiento. Los años pasaban a toda velocidad como las fases de la luna. Un pensamiento, cuando había comenzado, podía llegar a su conclusión después de pasada toda una década. Estaba perdiendo una guerra con la eternidad… no del modo que la perdían los mortales, en un repentino destello de dolor y luz, y luego oscuridad repentina. No, aquélla era una guerra de desgaste.
Con cada día que pasaba había un poco menos de ella. Un poco menos de su belleza, un poco menos de su agudeza mental.
Si quería vivir para siempre, iba a tener que dejar de depender de la bondad de sus amantes. Si quería ser inmortal, era necesario que empezara a pensar. Que empezara a tramar por su cuenta.
Y estaba decidida a ser inmortal.
No carecía de recursos, ni siquiera en aquella época tan avanzada. Podía controlar a los muertos, incluso a las víctimas de sus caballeros. Podía lograr que se levantaran de la tierra y obligarles a hacer lo que les ordenara. Se trataba de un simple acto de voluntad, una imposición de sus deseos a unos animales que ya no eran capaces de defenderse. Y si Justinia Malvern aún poseía una cualidad, ésta era que tenía una voluntad de hierro.
Recurrió a sus medio muertos. Hizo traer una carreta. Una temeraria huida durante la noche, y desapareció.
Tardaría otro siglo en saber qué había sucedido con el ejército de vampiros. Nunca se molestó en averiguarlo. No tenía importancia. Cada uno le había dado una pequeña cantidad de su sangre. De su fuerza.
Mientras la carreta se dirigía al oeste, con su ataúd dando botes y sacudidas en la parte de atrás, ella saboreó la sangre de ellos. Saboreó sus propias maquinaciones e imaginaciones. Sí, una nueva vida, una vida en la frontera, donde los pistoleros se mataban unos a otros en las calles principales, y se llevaban a rastras sus cuerpos ensangrentados, con las espuelas aún girando en los talones de las botas. Una nueva vida. Una nueva vida.
Cualquier tipo de vida.