1712

Caballeros —dijo Justinia, sonriendo al establecer contacto ocular con cada uno de los tres jugadores—, el juego será el whist. Debe observarse un estricto silencio. —Sostenía las cartas cerca del escote para mantener la atención de ellos apartada de sus manos mientras repartía. Trece cartas para cada jugador, y la última para determinar los triunfos. Esta vez eran los corazones. El solitario as, rojo como una mancha de sangre, cayó en el centro de la mesa y la partida comenzó.

Por encima de sus cabezas, en la habitación de arriba que Justinia compartía con su madre, una cama comenzó a rechinar. El hombre que se encontraba frente a Justinia, su pareja de juego, rió, pero ella agitó un dedo para imponerle silencio. En un mundo tan inmundo y lleno de pecado como ése, el silencioso ritmo de la partida era sagrado para Justinia. Algo limpio que podía llamar suyo.

Lo cual no quería decir que no hiciera trampas con las cartas.

Para la viuda y la hija de Malvern no había sido fácil mantenerse fuera del asilo de los pobres. Al no contar con un hombre para mantenerlas, habían tenido que recurrir a ocupaciones poco tradicionales para pagar el alquiler y llevar comida a la mesa. Muy pronto habían aprendido que el mundo no era justo, y que no había ninguna razón por la que ellas debieran ser justas con el mundo.

La pareja de Justinia jugó la jota de corazones, iba fuerte. El hombre que se encontraba a la derecha de él echó el nueve. Justinia jugó la reina y guardó el rey porque sabía que el compañero del hojalatero no podía superarla. Ella había dado la impresión de barajar los naipes, cuando, de hecho, sólo los estaba ordenando para conocer la mano de todos. En otras palabras, la baraja estaba amañada, aunque de una manera tan cuidadosa y aparentemente casual que se habría necesitado un auténtico maestro del juego para darse cuenta del engaño.

A la avanzada edad de diecisiete años, ya había aprendido que era mucho mejor ser listo que tener suerte.

Se llevó las cartas de esa jugada y de las dos siguientes, pero dejó que el hojalatero y su pareja se llevaran lo suficiente para no levantar sospechas. El hojalatero frunció el ceño, pero justo entonces bajó su madre por la escalera, vestida con poco más que un camisón. Parecía cansada, pero le hizo un gesto al hojalatero para que la siguiera al piso superior.

Comenzó otra partida con jugadores nuevos. Otra risotada cuando el techo empezó a crujir. El momento en que se produjo el ruido estaba cuidadosamente calculado para que atrajera la atención y la apartara de Justinia en el momento en que estaba barajando. Ella y su madre habían perfeccionando mucho aquel ardid.

Al final de la noche, ella había obtenido siete chelines, y mamá había ganado otro tanto en el piso superior. Cuando recogió las cartas para guardarlas y se levantó para apagar las velas, encontró al hojalatero esperándola junto a la puerta.

Ya he catado a la doña, y ahora quiero probar a la niña —dijo con una sonrisa impúdica que dejaba ver huecos en su dentadura.

Ella fingió sentirse escandalizada, y casi le dio con la puerta en las narices, pero él le mostró un par de chelines y ella dejó que sus ojos se abrieran más.

¿Tan poco ofreces? —preguntó, con tono de exigencia—. Todas las chicas poseen una cosa que pueden vender sólo una vez. Y deben pedir un precio adecuado.

La sonrisa del hojalatero no cambió, pero cerró un ojo con expresión dubitativa. Sin embargo, dobló la oferta. Tras un poco más de persuasión, Justinia abrió la puerta y lo hizo entrar otra vez.

Aunque la verdad era que no llevaba la cuenta, aquélla era la enésima vez que vendía su virginidad. Se tumbó de espaldas en la cama y fingió sentir dolor, mientras en su cabeza los naipes giraban y caían sobre la mesa, los dibujos de los palos muy negros y rojos.

32 colmillos
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