1702

¿Qué clase de monstruo eres? —preguntó el padre, mientras le daba un puñetazo tras otro en el estómago a tío Reginald—. ¡La niña no tiene más que siete años!

¡James, te lo suplico, basta! ¡Soy completamente inocente! —gritó el tío, igual que había estado gritando desde que había empezado a golpearlo—. Ella me pidió que le diera un caramelo y yo simplemente le dije que no, pero…

No es así como ella lo cuenta —insistió el padre. Le volvió la espalda durante un momento, hirviendo de furia, y cogió lo primero que tenía a mano: unas tijeras de podar afiladas como navajas. Clavó profundamente las tijeras en la caja torácica de su hermano, y las retorció. Entonces, tío Reginald dejó de gritar, pero todo su cuerpo sufrió una convulsión cuando las hojas atravesaron carne y tendones. En sus labios aparecieron gotas de espuma, y sus ojos, que habían estado tan hinchados por los golpes que permanecían cerrados, se salieron de sus órbitas—. Ella dice que le ofreciste unos caramelos si se bajaba sus paños menores. ¡Siete años!

El tío no respondió nada. A la niña no se le ocurrió que podría estar ya muerto. Y, evidentemente, tampoco se le ocurrió al padre, mientras clavaba una y otra vez las tijeras. La niña retrocedió cuando la sangre se derramó por el suelo sembrado de paja del granero. Detrás de ella, las ovejas contemplaban la escena con aire pacífico, como espectadoras totalmente desinteresadas.

Al fin, el padre dejó caer las tijeras de podar y se pasó por la boca una mano cubierta de sangre. Respiraba trabajosamente y el sudor le corría por la calva y se le encharcaba en las orejas. Se volvió a mirar a la niña, y la expresión de su rostro fue una que ella jamás olvidaría. Ya no era de enfado. Se le había puesto la cara tan pálida como el papel, y tenía la boca abierta, con los labios flojos, separados para inhalar aire. En sus ojos había una expresión de ruego desesperado. Quería algo de la niña. Pero ¿qué? ¿Las gracias por lo que había hecho? ¿La validación de saber que había hecho lo correcto, que había sido un buen padre? ¿O sólo que lo perdonara?

Nunca lo sabría. De hecho, nunca volvería a ver a su padre después de aquel día. Se lo llevarían para someterlo a un juicio rápido y lo ahorcarían en la plaza del pueblo por fratricidio.

Pero todo eso ocurriría más tarde.

Aquel momento especial, el primero de sus asesinatos, quedó congelado en el tiempo: ella de pie ante las ovejas y apartada del charco de sangre cuyo tamaño aumentaba y amenazaba con llegarle a los zapatos. Era demasiado pequeña para entender lo que acababa de suceder. Era sólo en parte consciente de que en aquel granero había ocurrido algo muy importante, algo trascendental. Había habido tres personas, y ahora había sólo dos.

El padre dejó caer las tijeras de podar y salió corriendo por las anchas puertas del granero hacia la luz del sol. No habló con ella antes de marcharse. La niña se quedó a solas con el cadáver. Los ojos de su tío habían vuelto a retirarse bajo los párpados, y él no se movía, nada de nada.

La sangre se separó al deslizarse en torno a sus zapatos. Ella sintió que empapaba el fino cuero y le llegaba a la piel, y aunque había pensado que se sentiría repelida por la sensación, que su tacto húmedo le daría asco, fue un hecho muy simple el que la impresionó: la sangre era muy tibia.

Avanzó chapoteando por ella hacia el cuerpo del tío, como si jugara en un charco de lluvia. Era roja como los rubíes. Cuando llegó hasta su tío, se inclinó para mirar de cerca su rostro golpeado. ¡Qué diferente parecía ahora del hombre a quien había conocido durante toda su vida! ¡Qué curioso era que una persona pudiera cambiar con tanta rapidez! Ya parecía tener un millón de años de edad. Se inclinó más y le dio un beso en la frente.

Había sido completamente inocente, tal y como había afirmado. Ella había inventado la graciosa historia. ¡Qué fácil era inventar cosas! ¡Qué fácil era hacer que pasaran cosas!

Deberías haberme dado el caramelo —le susurró.

Oyó que su madre la llamaba desde fuera del granero, con la voz timbrada de alarma.

¿Estás ahí, niña? ¿Estás ahí? Justinia… ¿dónde estás?

La niña se volvió hacia la puerta y transformó su cara en una máscara. Una máscara de miedo, un miedo que no sentía. Obligó a las lágrimas a que afloraran a sus ojos.

Aquí dentro, mamá —gritó—. ¡Aquí dentro!

32 colmillos
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