1729
Justinia se encogió de terror y se apartó del ser que había dentro del ataúd.
—En el nombre del Diablo, ¿qué es eso? —preguntó, horrorizada porque ya lo sabía.
Era en lo que algún día se convertiría ella.
El cuerpo del ataúd había sido humano, en otros tiempos. Luego había sido más que humano. Durante un tiempo. Tenía las orejas puntiagudas. Y unos crueles dientes. Había sido como ella. Pero por lo demás no se le parecía en nada. La piel, fina como el papel, se le pegaba a los huesos. La carne blanca estaba salpicada de llagas y manchas. La boca permanecía abierta de modo permanente, en el eterno rictus sonriente de una calavera.
Había doce ataúdes en la guarida de Vincombe. Cada uno contenía un ser muerto, más podrido y descompuesto que el anterior. No, no estaban muertos, porque ella sabía que aquellos seres aún estaban vivos, si bien atrapados dentro de aquellos frágiles cadáveres. Oía sus pensamientos como susurros dentro de su mente, como el sonido de los naipes al barajarlos para repartir la última mano al final de una larga noche.
—Éstos son tus ancestros, Justinia. Tu familia. Este de aquí es Bolingen. Me creó a mí para que lo reemplazara cuando envejeciera. Al otro lado está Margaret, que fue como una madre para él. Y así sucesivamente. Durante más de mil años, las criaturas de estos ataúdes han servido como ángeles de la muerte. Entendían qué es el deber. Sabía cuál era su propósito.
—Son repulsivos —le espetó Justinia.
—Son sabios. Acudo a ellos cuando necesito consejo.
Justinia negó con la cabeza. ¿Consejos… sabios? Podía oír lo que estaban pensando. Lo que estaban diciendo, una y otra vez. «Sangre tengo que beber sangre, sangre, dame sangre, dónde está la sangre, tráeme sangre…»
Era el único pensamiento que había dentro de aquellas cabezas putrefactas.
Si Vincombe pensaba que ellos todavía creían en el papel que él se había asignado a sí mismo, en su deber sagrado, se engañaba. A menos que no pudiera oír sus verdaderos pensamientos. A menos que…
—Si no quieres aceptar el propósito que te he asignado —dijo Vincombe—, aún queda algo que puedes hacer. Algo que justificará tu existencia. Los alimentarás. Recogerás sangre y la traerás aquí. Se hace del siguiente modo.
Se acuclilló junto al ataúd de Margaret. Ella se movió dentro, aunque tenía los músculos tan descompuestos que apenas logró levantar la cabeza un par de centímetros. Vincombe le sonrió a aquella momia antigua y luego abrió la boca al máximo. Su pecho y su estómago se contrajeron cuando se obligó a vomitar la sangre que había bebido esa noche. Cayó sobre el rostro de Margaret y sólo un poco le entró en la boca, aunque ella se volvió y removió para intentar beber más.
Con manos amorosas, Vincombe hizo que entrara en su boca abierta hasta la última gota de sangre regurgitada.
Justinia lo miraba con ojos desorbitados. No podía estar sugiriendo… pero… ah, sí.
Por primera vez vio las arrugas alrededor de sus ojos. La delgadez de sus brazos y piernas, como si los músculos comenzaran a marchitársele.
Vincombe estaba envejeciendo.
Ella estaba demasiado absorta en sus propios planes para pensar que eso también le sucedería a ella. Algún día.
Por el momento… aquello era una información que podía utilizar.
—Acepto humildemente la carga —dijo, porque era lo que él quería oír.