1961

«¿Dónde estoy?», pensó Malvern. Estaba demasiado débil para proyectar las palabras fuera de su propio cráneo. Apenas fue consciente del sabor de la sangre en su lengua marchita… un sabor que había echado de menos durante quién sabe cuántos años. Estaba casi ciega, pero sentía que el mundo se mecía con suavidad a su alrededor. «¿Estoy en el mar?»

Recibió una respuesta, aunque no la había esperado.

Está en mi barco. —Una mano pasó por su cara, y una toalla mojada le limpió la tierra que había formado una costra sobre su ojo seco—. Está a salvo.

Habría sentido pánico, de no haber sido porque la mano no olía a humano. Olía como su propia carne, aunque mucho más fresca. Cuando la tierra se desprendió de su cara, comenzó a distinguir con lentitud el pálido rostro redondo de un congénere, los ojos rojos, las orejas puntiagudas. Los crueles dientes formando una sonrisa triste.

«Usted puede oírme, así que no estoy del todo muerta».

No lo está —respondió el vampiro con una compasiva y suave risa entre dientes—. Aunque al principio me costó darme cuenta. La encontré enterrada en una sepultura poco profunda. ¿Cómo llegó hasta allí?

«Había… perros… hombres con… fusiles… lo recuerdo, pero con poca claridad.»

Incluso pensar las palabras era una dura prueba después de tanto tiempo. Durante años había languidecido en aquella sepultura improvisada, y sus pensamientos, igual que su cuerpo, se habían fosilizado lentamente. Había perdido mucho en ese tiempo, trozo a trozo. El lenguaje había sido una de las primeras cosas que habían desaparecido, así que, pasado un tiempo, sólo pudo gritar en silencio, aullidos incoherentes que no podía oír ningún ser vivo. La cordura había volado no mucho después.

«Me arrastré hasta dentro de la tierra como un cadáver. Me cubrí yo misma…»

Todavía está débil —le dijo el vampiro—. Ha permanecido metida allí durante bastante tiempo, sin nada para sustentarse. Tome, puedo darle un poco más.

Abrió mucho la boca, y sobre la cara de ella cayó espesa sangre coagulada, la mayor parte de la cual llegó al fondo de su garganta. Puede que no fuese muy digno, pero no le importaba. No podía importarle… la necesitaba de modo apremiante. Sintió que la sangre la empapaba por dentro como agua que penetrara en una piedra porosa. Sintió que un hilo de vida volvía a sus miembros.

«¿Quién es usted? ¿Y por qué ha venido a buscarme?»

Me llamo Piter Byron Lares —le dijo él. El nombre no significaba nada para ella—. Soy… uno de los últimos. Tal vez el último de nosotros que todavía es capaz de caminar por sí mismo. Nuestra raza, en otros tiempos grandiosa, se ha marchitado y declinado de un modo tremendo. Mire. Deje que le muestre lo que hago. Lo que he decidido hacer con el tiempo que me queda.

Dejó la toalla y la tomó en brazos con sumo cuidado… más cuidado del que una madre hubiera puesto jamás en tomar en brazos a su bebé. Tenía que tomarse todas esas molestias por miedo a que Justinia se hiciera pedazos entre sus manos.

Caminó con pasos mesurados, como un sacerdote en una procesión. La llevó con lentitud hasta otra habitación, un espacio pequeño y abarrotado de motores y tanques de combustible. El suelo lo ocupaba una hilera de ataúdes, cada uno de los cuales estaba abierto para que se vieran los huesos que había en el interior. No, no eran sólo huesos. Unos apagados ojos encarnados alzaron la mirada hacia ella, blancos labios finos como papel se retrajeron para enseñar unos dientes triangulares, como si los vampiros de esos ataúdes estuvieran celosos de la atención que Lares le prodigaba a ella. Como si les molestara la presencia de aquella recién llegada.

Estamos muriéndonos —dijo Lares—. Extinguiéndonos. He oído… esto de otros… he oído las historias de la antigüedad. Los relatos gloriosos de lo que fuimos en otros tiempos. He dedicado mi inmortalidad a mantener vivos a tantos de nosotros como sea posible, durante tanto tiempo como pueda. No sé qué sucederá cuando yo mismo tenga que entrar en mi ataúd por última vez. Pero aplazaré ese día tanto como me sea posible.

Uno de los ataúdes se hallaba vacío. El interior estaba limpio y olía como si nunca hubiese sido utilizado. Él la tendió sobre el forro de satén y le colocó las manos sobre el pecho. Luego estiró la andrajosa tela del camisón color malva.

Ella podía percibir los pensamientos de las otras reliquias, los otros no muertos tan consumidos como ella, ahora que sus cerebros estaban tan cerca del de ella.

«…demasiados ya… no hay sangre suficiente para todos nosotros… ¿sabes quién soy yo? Merezco la parte del león… sangre… tengo que conseguir sangre… sangre… sangre… sangre…»

Ya está —dijo Lares, al tiempo que le sonreía—. Bienvenida, señorita Malvern, a nuestra pequeña familia feliz. Estoy seguro de que se llevará bien con los otros. Y ahora, si me disculpa… tengo que ir a buscar más sangre para todos nosotros. Por favor, descanse y recupere sus fuerzas. Aquí está totalmente a salvo, se lo prometo.

Ella apenas podía oír la voz de él por encima del coro de pensamientos desesperados que la rodeaba.

«…sangre… más… sangre… sangre… Tengo que conseguirla… sangre…»

No era una frase desconocida para ella.

32 colmillos
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