8
Aún quedaba en Laura Caxton una parte humana que era capaz de apreciar el hecho de que el destino gastara bromas con las vidas de los humanos. Por eso disfrutaba con la frustración y la sorpresa de Simon. El muchacho intentó huir antes de la vaticinada cena con los brujetos. Hizo todo lo posible; después de despedirse con prisa de Urie Polder, rodeó la casa a paso ligero (lo que fuera necesario para evitar a Patience) y volvió a meterse dentro del coche como si lo persiguieran los demonios. El único problema fue que el coche no arrancó. Giró la llave en el contacto una y otra vez, pero el coche se limitaba a gemir y suplicarle que parara.
Al final, Urie Polder salió y abrió el capó. El chamán sabía bastante de coches, pero después de trastear el motor durante media hora, admitió que estaba desconcertado.
—Es uno de esos nuevos vehículos computerizados, hum… Ningún hombre decente puede saber qué le pasa, a menos que sea medio robot. Y yo soy medio árbol. —Eso le hizo reír, un sonido de resuello, de borboteo, que provocó en Simon una mueca de asco.
—No sé cómo pero ella ha saboteado mi coche —dijo Simon cuando Caxton se acercó—. O lo ha hecho usted.
Caxton se encogió de hombros.
—Yo señalaré, en bien de la lógica y la racionalidad, que tú acabas de graduarte en la universidad y estás en el paro.
Simon se ruborizó.
—Sí, ¿y?
—Eres el tipo de hombre que no puede pagarse un coche nuevo. Así que éste lo compraste de segunda mano. ¿Estoy en lo cierto?
Simon bajó la mirada hacia el volante.
—Gasté una parte del dinero del seguro de vida de papá. No podía permitirme gran cosa.
—Así que compraste una cafetera. El tipo de coche que a veces se avería, sin más. También debo decir que aquí estás a mucha más altura que en la zona donde sueles conducirlo. Eso puede provocar una obstrucción por vapores, o simplemente fastidiar el carburador. —Caxton se encogió de hombros—. Yo no he tocado tu coche, y dudo que Patience ose acercarse a tres metros de él. Desdeña la tecnología moderna. Acéptalo, te quedas a cenar.
Con eso bastó. Simon se dio por vencido.
Los dos regresaron al interior de la casa. La familia Polder siempre colaboraba en las cenas de la luna llena, lo cual significaba transportar un montón de comida hasta La Hondonada. Urie Polder había recogido una fanega de tomates y pepinos del huerto, y mazorcas de maíz silvestre. Caxton lo ayudó a sacar bandejas de porciones de pollo de lo que él insistía en llamar «nevera de hielo» (un refrigerador eléctrico muy antiguo pero que funcionaba a la perfección), mientras Simon se echaba agua fría en la cara. Cuando Caxton salió de la cocina, estuvo a punto de ser atropellada por Patience y sus discípulas, quienes bajaron corriendo por la escalera con los sombreritos de tela en la mano, soltando risillas y susurrándose cosas las unas a las otras. Caxton no estaba del todo segura, pero le pareció que Patience se ruborizaba.
Urie Polder se rascó la cabeza con un dedo de ramita cuando vio eso.
—Uno diría que, hum, es una muchacha normal para su edad, ¿no?
Caxton frunció el ceño.
—No creo que a Simon vaya a gustarle.
La Hondonada, donde iban a cenar, no estaba lejos en absoluto… aunque lo pareciese cuando uno cargaba con veinticinco kilos de productos del campo. Sin embargo, significaría abandonar la vigilancia, aunque fuese durante unas pocas horas. Cuando llegaron al porche, Caxton se detuvo y miró por encima del valle hacia la cresta. Entrecerró los ojos.
—¿Tus protecciones están todas activadas? —preguntó. Nunca se sentía a gusto con aquellas cenas comunales. Significaban permanecer demasiado tiempo fuera de su aguilera. Miró la manta que ocultaba su arsenal. Llevaba una pistola en una funda que le colgaba de la parte posterior de la cintura, pero le serviría de poco si Malvern atacaba durante los postres—. ¿El cordón de teleplasma está intacto? ¿Cuándo lo comprobaste por última vez?
—Todo está comprobado y funciona bien —dijo Urie Polder—. Ella no vendrá esta noche, Laura. Hay luna llena. A pesar de todo, adelante, huele el viento; está limpio, no hay en él hedor a nada antinatural.
Caxton asintió, pero su ceño continuó fruncido. No dijo nada más. Cuando apareció Simon, cargado con dos enormes jarras de cerámica llenas de whisky casero, se puso en marcha ladera abajo y los dos hombres la siguieron. Patience y sus discípulas ya habían emprendido el descenso, con su propia carga, al paso veloz propio de la juventud.
Al pie de la colina se extendía La Hondonada, una zona de suelo despejado de la que se había limpiado con cuidado toda la maleza para dejar sitio donde construir una docena de cabañas, algunas de las cuales podrían considerarse chozas de cazador si uno se sentía poco caritativo. Detrás de las cabañas había unas diez casitas prefabricadas, colocadas sobre bloques de hormigón.
—Huele a crisantemos —dijo Simon, despertando a Caxton de su ensoñación. Los tres estaban acercándose al centro del poblado, donde se habían colocado mesas plegables en largas hileras. El claro estaba rodeado de antorchas de aceite cuya llama era apenas un poco más amarilla de lo que debería. El aroma procedía del aceite que quemaban.
—Una receta especial —explicó Caxton, señalando con un gesto de la cabeza la antorcha que tenía más cerca—. Se supone que es mejor que la citronela para mantener alejados a los mosquitos.
—¿Funciona? —preguntó Simon.
—¿Lo hace la citronela? —replicó Caxton—. Siempre he pensado que es un timo. En cualquier caso, la mezcla huele bien. Puedes dejar esas jarras allá abajo —dijo, señalando un sitio cercano al borde de la plaza, donde ya se acumulaban neveras y un barrilillo de cerveza—. Ay, madre. Aquí llegan. Sé amable, Simon. Aquí eres un invitado.
Las puertas de las cabañas se abrieron una a una, y los brujetos salieron a echarle una primera mirada al hijo de Astarte Arkeley.