2004

De todos los vampiros que Malvern había conocido, de todos los mortales a quienes les había dado la maldición, ninguno le había parecido tan odioso como Jameson Arkeley.

El propósito de él, por supuesto, había sido sólo salvar el día, y luego dejar que lo mataran. Había sido muy sincero respecto a que deseaba el poder sólo por las mejores intenciones. Pero cuando luego lo entendió, cuando ya supo de verdad el poder que podía darle la sangre, cambió de opinión, como era natural. Sin embargo, no parecía reconciliarse con ese hecho. Se negaba a aceptar que quería vivir. Que quería algo que no fuera el estúpido heroísmo y la despreciable nobleza de espíritu.

Y sin embargo, lo quería. Quería la sangre tanto como cualquier borracho quería beber. Más aún. No había en el mundo ninguna droga más atractiva, ningún alivio de la tristeza podía compararse con la sensación, ¡ay, esa exquisita sensación!, que se experimentaba cuando la sangre golpeaba el fondo de la garganta seca.

Ella la conocía muy bien. Sabía que cada noche que pasaba, cada noche en que él persistía, el deseo se hacía más fuerte. Tanto si se permitía expresar en voz alta su sed de sangre, como si no.

Había regresado a por ella después de salvar a Caxton y la ciudad de Gettysburg. Ella había sabido que lo haría. La había amenazado interminablemente, incluso mientras le exigía información; le había contado con gráficos detalles, una y otra vez, cómo le arrancaría el corazón cuando dejara de serle útil. Cuando le hubiese extraído todo lo que tenía en el cerebro.

Justinia sabía cómo jugar esa partida. Prometía secretos que no poseía. Lo tentaba con el conocimiento de los hechizos, le susurraba secretos de conocimiento vampírico, una gran parte de los cuales se inventaba sobre la marcha. Él, por supuesto, sabía que algunas cosas que le decía eran mentiras, pero no podía saber cuántas. A cambio de las pocas verdades que permitía que salieran de sus labios, ella exigía que le llevara sangre. Que le hiciera un hogar seguro y la protegiera de todos los que quisieran destruirla.

Y así lo hizo. Había encontrado un lugar en el que nadie los buscaría jamás, en el fondo de una mina de carbón ardiendo, un lugar tan cargado de vapores nocivos y calor abrasador que nadie que no fuera un vampiro podría soportarlo. Allí se preparó una sala del trono para sí mismo, y colocó el ataúd a un lado. Ella sabía que él jamás se consideraría el caballero protector de ella. Nunca se dejaría convencer por los bajos halagos de ella, ni se prendaría de las formas que ella adoptaba al intentar despertar su deseo sexual. Asumió el aspecto de la esposa de él, Astarte, y eso no provocó más que desprecio. Se transformó en Vesta Polder, que había sido su amante. Él le cerró de golpe la tapa del ataúd y no la abrió hasta muchas noches después.

En una ocasión, Justinia llevó las cosas demasiado lejos. Adoptó la apariencia de Laura Caxton, pero una Caxton a la que le gustaban los hombres. Se le presentó desnuda y contoneándose dentro del ataúd, implorando con la voz de Caxton que la tocara.

Esa noche estuvo a punto de arrancarle el corazón. Su mano se cerró en torno a él y apretó. Un poco más de presión, y lo habría aplastado como una uva. Al final lo soltó, aunque la expresión de asco de su cara perduró durante mucho rato.

Después de eso, ella dejó de intentar persuadirle con hechizos. En cualquier caso, siempre había sido capaz de seducir mucho mejor mediante la palabra.

¡Esto es lo que eres ahora! ¡Tienes que llegar a un entendimiento con tu nuevo ser! —le dijo, mientras él cavilaba, sentado en su trono—. O vas a partir tu alma por la mitad. —Ella sabía que si no lo hacía, sería sólo cuestión de tiempo que se volviera contra ella. Y en ese momento no podía defenderse de él.

Moriré antes que aceptar en lo que me he convertido —dijo él.

Pero ella sabía que no sería así, ya que, en caso contrario, ya habría regresado junto a Caxton, se habría arrodillado ante ella y desnudado su pecho para que lo matara.

Sé un ángel de la muerte, como mi señor Vincombe —le sugirió ella—. Sé el conservador de nuestra tradición, como el querido Lares.

«Entrégate a tus más oscuras perversiones, como Reyes», pensó.

«Acéptame como figura materna erótica, como los Chess. Permíteme justificar tu venganza, como hice con el estúpido de Easling.»

Tienes que encontrar un propósito. Algo que justifique que hayas renunciado a tanto. A todo lo que has sacrificado. Salvaste a Caxton en esa ocasión. ¡Salva a otros si quieres!

¿Salvarlos? Es más probable que los devore. Yo sé que tú lo entiendes… Ahora, cada vez que me acerco a un humano, lo único en lo que puedo pensar es en desgarrarle la garganta. En beber su sangre. Y siempre será así a partir de ahora. No puedo salir de este sitio. No puedo volver a ser humano. Aunque, por algún medio, lograra contenerme, no importaría. Mi familia me rechazaría si me viera ahora. Caxton me… ella…

Ella acabaría contigo. Tu familia tendría miedo de que te acercaras a ellos. Porque eres diferente de como eras antes.

Había ocasiones en que Justinia se sorprendía a sí misma de lo astuta que podía llegar a ser. A medida que observaba la cara de él, sus encarnados ojos endurecidos por la rabia y la aversión que sentía hacia sí mismo, comenzó a ver qué se necesitaría.

Por supuesto —dijo, escogiendo las palabras con infinito cuidado—, no hay razón para que ellos tengan que ser tan diferentes. No hay ninguna razón, digámoslo así, por la que no puedan aceptar la maldición ellos mismos…

32 colmillos
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