20
En ese momento en particular, Laura Caxton necesitaba ayuda con desesperación.
Patience Polder le había preguntado por las abejas y las flores.
—Comprendo que éste no es su… campo de conocimiento —le dijo Patience—. Es decir, las costumbres de hombres y mujeres en la noche de bodas.
Detrás de ella, una de sus discípulas, una pelirroja llamada Tamar con un aparato de ortodoncia, rió tapándose la boca con una mano. Se le pusieron las mejillas del mismo color que el pelo.
—Sin embargo, debe de saber algo de lo que sucede. Tiene que haberles oído contar historias a sus amigas, y a otras mujeres de la misma edad que usted. Ya sabe, mujeres que… bueno, no quiero decir mujeres normales, cosa que sugeriría que…
—Mujeres heterosexuales. Me estás preguntando si tengo alguna amiga hetero que se haya casado. Y, sí, casi todas ellas. Casi todas mis amigas de secundaria. Un par de ellas ya tienen críos. Otro par de ellas ya están divorciadas.
—Así que tiene que saber si el novio aún lleva en brazos a su compañera para atravesar el umbral. Esa costumbre siempre me ha parecido de lo más romántica. La novia tan embelesada por el éxtasis de su nueva vida que no debe permitirse que sus pies toquen el suelo para evitar que pierda algo de esa alegría, para evitar que deje de sentirse como si caminara por el aire…
Patience había hablado casi únicamente del matrimonio desde que Simon Arkeley había ido a La Hondonada. Eso no significaba que abandonase sus deberes, pero convertía cada tarea en una oportunidad para continuar conversando sobre el gozoso estado de la unión marital.
A Caxton eso le causaba cierto malestar. No obstante, cuando Patience le había preguntado si quería dar un paseo para recoger hierbas, Caxton había accedido sin dudarlo. Cada pocos días, Patience Polder daba un largo paseo por los bosques que rodeaban La Hondonada, por ambas laderas de la cresta, y hasta el fondo del valle. Se llevaba una cesta, un par de primorosas tijeras de podar, y un increíble conocimiento de las plantas y su correcto uso.
Para Patience era una oportunidad de recoger hierbas y plantas mágicas que usaría en sus rituales, además de unas horas que dedicaría a enseñarles a sus discípulas cosas sobre la flora local. Para Caxton era una oportunidad de comprobar el perímetro con la mejor rastreadora de Pensilvania. A Patience no se le escapaba nada. Si había una rama rota o alguien había pisado un macizo de flores en algún sitio de La Hondonada, Patience lo descubriría. Era una garantía más de que nadie estaba acercándose furtivamente a la casa del risco.
—El vestido de bodas es blanco, por supuesto, y la mayoría os dirán que es un símbolo de la virginidad de la novia. De hecho, la novia viste de blanco por el mismo motivo que es blanca esta florecilla —dijo Patience, al arrodillarse en el musgoso suelo del bosque y soplar con suavidad los pétalos blancos de una flor silvestre. Los pétalos se movieron con su aliento y uno, más delicado que los otros, cayó. Patience lo dejó descender hasta que se posó sobre la base de su dedo pulgar. Esperó durante un largo minuto mientras las otras se limitaban a contemplar su mano. Patience parecía no darse ni cuenta de que pasaba el tiempo. Caxton estuvo a punto de dar golpecitos en el suelo con un pie para que se pusieran en movimiento otra vez, pero las discípulas no le habrían hecho ni caso.
Al fin, Patience giró la mano y el pétalo cayó. En su lugar dejó una marca roja sobre el pulgar de ella, del mismo tamaño y forma que tenía.
Una de las discípulas ahogó una exclamación. Fue Becky, la gorda llena de granos que pensaba que su madre era una farsante, y que, cuando había llegado a La Hondonada, una noche, durante la cena, les había dicho a todos que la magia era una gilipollez y que no funcionaba. Caxton había tenido grandes esperanzas para ella. Luego, Becky había entrado en la órbita de Patience, y al cabo de poco era la más ferviente devota de la hija de Polder. La que estaba pendiente de cada una de sus palabras, y la que era capaz de defender las argumentaciones de la muchacha con la violencia física si era necesario.
En el lado positivo, Patience le había recomendado un tipo de aceite que había limpiado por completo el acné de Becky.
—Townsendia sericea —dijo Becky, y Patience asintió—. Es una aster venenosa. ¿Así que la novia viste de blanco porque es… venenosa?
Patience rió. No de Becky, no era una maestra sádica a quien le gustara burlarse de sus estudiantes. No. Cuando Patience se reía de ti, hacía que te sintieras como si se riera de un chiste que acababas de contar.
—Porque, boba, a la novia no se la puede tocar. En algunas culturas, tocar una mano de la novia antes de que acabe la ceremonia significa la muerte. Pero jamás debemos considerar a la novia como peligrosa por sí misma. Al contrario, como la flor de esta plantita, es tremendamente frágil, su alegría y su virtud son tan delicadas que deben ser protegidas a toda costa.
Caxton sacudió la cabeza y dejó de prestar atención. La muchacha estaba volviéndose insufrible. Si Simon hubiera estado allí, es probable que… bueno, que hubiera salido corriendo, presa del pánico. Tal y como lo había hecho antes.
Sin embargo, Patience no se había sentido ofendida por la reacción de Simon. En absoluto. Sabía por larga experiencia que la gente que carecía de clarividencia, los pobres mortales que sólo podían ver el presente, no el futuro, a menudo rechazaban sus profecías en un nivel emocional. Aun en el caso de que supieran que tenía razón, a la larga. Y Simon ni siquiera tenía un motivo para creer que Patience podía predecir el futuro.
Para ella, la despavorida huida de él era sólo un lapso momentáneo en lo que sería la larga y grandiosa historia de ser su hombre. Ella no tenía la más mínima duda de que los dos serían muy felices juntos… antes o después.
Caxton esperaba que estuviera en lo cierto. Si Malvern se ocultaba bajo tierra, literalmente, podrían pasar generaciones antes de que volviera a levantarse. Podía dormir dentro de la tierra durante tanto tiempo como quisiera. El suficiente como para que los humanos olvidaran que alguna vez había existido algo llamado vampiros, a menos que…
—¡No pise ahí! —dijo Becky, y Caxton estuvo a punto de caerse a causa de la sorpresa.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Estoy a punto de pisar una planta de mejorana o una seta exquisita?
—Señorita Caxton, por favor, simplemente dé un paso atrás. Sin agitar la tierra que tiene justo delante, si es tan amable —dijo Patience.
En su cara había una expresión que a Caxton no le gustó. Una expresión de concentración que había desplazado por completo al soñador romanticismo.
—Bien hecho, Becky —dijo Patience.
La muchacha se ruborizó tanto que Caxton se preguntó si tal vez Becky no pertenecería a su, eh… bueno, hum, a su campo de conocimiento. Eso explicaría por qué se había encariñado con Patience tan rápidamente.
—¿Va a decirme alguien qué está pasando?
—¿Alguien de La Hondonada calza eso? —preguntó Patience—. Tú fuiste policía hace un tiempo. Supongo que siempre tomas nota del calzado de la gente.
Caxton bajó los ojos al suelo con lentitud, al darse cuenta de qué estaban hablando las muchachas. Habían estado siguiendo un sendero de grama pisoteada que serpenteaba por el bosque de La Hondonada, tan errático que muy bien podría tratarse del rastro de un animal. Nadie que no fuera Patience habría podido seguirlo. Sin embargo, había claras huellas fangosas por toda la grama aplastada que Caxton tenía a sus pies.
Se arrodilló junto a las huellas y las estudió. Era el tipo de marca que dejaban las suelas de goma de unas zapatillas deportivas.
—No —replicó—. No, me parece que no. —La mayoría de los residentes de La Hondonada preferían las botas de trabajo claveteadas, las sandalias, o llevar los pies descalzos. En realidad, las zapatillas deportivas no eran adecuadas para el entorno rural.
—¿Y qué significa? —preguntó Tamar.
—Significa que hay extraños por aquí —anunció Patience. No lo dijo con la voz que usaba cuando predecía el futuro. Sólo con su habitual entonación autoritaria—. Tamar, traza un signo hex protector alrededor de estas huellas. Tengo un gran interés en saber quién las ha dejado. Charlotte, Sunshine y Clair-Ann, vosotras tres id a buscarme toda la salvia que podáis encontrar, y algunas flores de espino, si ya hay alguno florecido, y algo que esté vivo. Algo pequeño, como un ratón de campo. No quiero que este hechizo sea muy complicado.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Caxton.
—Intentar ver si el intruso dejó atrás algo de sí mismo. Algún residuo psíquico que yo pueda leer, ya sabe.
—Claro.
—Es un poco largo. Y resulta perturbador de presenciar —le dijo Patience.
—No pasa nada. Tengo el estómago fuerte.
La muchacha sorprendió entonces a Caxton, porque pareció un poco irritada. Por lo general, nada podía alterar a la gran Patience Polder. Su actitud zen jamás se resquebrajaba. Pero Caxton estaba muy segura de que había visto encenderse los ojos de Patience, sólo por un momento.
—Tendremos que… tenemos que quitarnos… para esta ceremonia hay que…
—Vamos a ir vestidas de cielo —dedujo Caxton.
Entonces, le tocó a Patience el turno de ruborizarse. ¡Qué día tan memorable!
Así que las chicas iban a desnudarse. Y no querían que Caxton estuviese cerca. Tenía la sensación de que sabía por qué. Aquél era, después de todo, su campo de conocimiento… pero ése no era momento de hacer una tormenta en un vaso de agua.
No. Era el momento de ir a hablar con Urie Polder sobre algo que él había estado guardando durante años.