1779
Se llamaba Thomas Easling y era esclavo de la arpía de su mujer.
Para Justinia, él era el futuro. Era la vida.
No era un hombre guapo. Tendía a la gordura, y a medida que lo observaba envejecer (porque era una partida muy larga la que ella estaba jugando, y tardó años en estar segura de que era el hombre correcto), los carrillos se le descolgaban cada vez más, hasta darle el aire de un perro bulldog melancólico.
Si él hubiera sido sólo un inútil, un perdedor, puede que lo hubiera rechazado y escogido a otro. Pero en aquel rostro que suspiraba había dos ojos en los que ardía otra cosa. Un odio acumulado y relumbrante. Un ansia de desgarrar y destruir.
Una noche se sentó en el tejado de su casa, cerró los ojos y escuchó la disputa que tenía lugar en el interior.
Era sobre dinero, por supuesto. El dinero. ¡Cómo se obsesionaban los vivos con él! ¡Como si pudiera comprar todo lo valioso! Al parecer, Thomas Easling había gastado demasiado en un regalo para un colega de la casa comercial donde trabajaba. Había intentado allanarse el camino hacia un ascenso, pero el colega se había limitado a devolverle el regalo, en forma de una botella de vino. Y la mujer de Easling, una metodista devota, ni siquiera bebía.
Lo que siguió no fue tanto una discusión como una enumeración de todos los aspectos en los que él le había fallado. Él no dijo gran cosa a modo de réplica, aparte de mostrarse de acuerdo con los argumentos de ella. Uno tras otro.
Al fin, todo acabó. La mujer salió como una tromba de la casa con la intención de ir a la bodega del barrio. Quería vender la botella por lo que quisieran darle.
Era lo que Justinia había estado esperando.
Se deslizó al interior a través de la ventana del segundo piso de la casa. Se encontró, como había esperado, en el dormitorio de Easling. Como muchos casados de la época, tenían habitaciones separadas. Si se hubieran visto obligados a compartir la cama, se habrían asesinado el uno al otro hacía tiempo.
Justinia oyó que Easling subía la escalera. Tenía que moverse con rapidez. Tras quitarse el vestido, entonó las palabras de un hechizo que le había enseñado Vincombe. Difícilmente podría tentar a un hombre con su propio aspecto, ni siquiera a uno que odiara tanto a las mujeres como Easling. Al hacer efecto el hechizo, sintió que se transformaba. La piel se le rellenó, los pechos se le inflaron como un bizcocho dentro de un horno. Un tono rosáceo coloreó su carne blanca. Le creció pelo en la cabeza, un largo pelo de un rojo espléndido que le hizo cosquillas en los hombros.
Había sido puta durante el tiempo suficiente para saber qué quería un hombre como Easling. Cuando la puerta se abrió y él entró, no fue recibido por un súcubo ni por un ángel, sino por una mujer en apuros. Sujeta a la cama con cuerdas tirantes, tan ilusorias como su cabello, yacía abierta de brazos y piernas. Una fina tela había sido atada sobre su boca a modo de mordaza.
Miró a Easling con dos ojos que le suplicaban que recordara su moral más elevada, que rememorara todos los sermones que había escuchado en la iglesia.
La expresión de la cara de él mereció la pena. La sorpresa cedió paso a un momento de horror. Y luego, su cara volvió a cambiar. Se alzaron las comisuras de su boca. Sus ojos se entrecerraron. Su ceño se frunció, como si no pudiera creer en su propia suerte.
A continuación cerró la puerta tras de sí y se quitó el cinturón. Mientras se lo enrollaba en una mano, se acercó a ella. Había muchas preguntas en sus ojos, pero no era del tipo de hombre que le miraba el dentado a un caballo regalado.