1715
El mismo año en que murió mamá, la Muerte comenzó a asistir a las noches de juego de Justinia.
Nunca jugaba, sino que se sentaba al fondo de la sala, con una copa de licor intacta ante sí. Tenía la piel tan pálida como la de un enfermo de consunción, y los ojos del diablo, rojos, y relumbraban con luz propia. Aunque fuese una grosería, no se quitaba el sombrero en interiores, un sombrero de fieltro, de ala ancha y baja que sumía su rostro en sombras. No sonreía. Esperaba hasta que acababan todas las partidas. Hasta que se formaba la cola de hombres que se quedaban después de la hora de cierre para solicitar los favores de Justinia.
Pero la Muerte no esperaba sus favores.
Al final de la noche, siempre había un hombre, un tipo arruinado y desaseado al que había abandonado la suerte, que miraba en torno de sí con enloquecida confusión, como si se preguntara adónde había ido todo su dinero. Mirando muchas veces hacia atrás y con expresión implorante (aunque debería haber sabido que en la mesa de juego se podía obtener poco crédito y menos compasión), se marchaba, borracho, pasando una mano por el manchado papel de las paredes. Y cuando el perdedor de la noche salía, la Muerte lo seguía.
Justinia llegó a esperar con ilusión su visita. Mientras ponía las cartas sobre el tapete rojo, le dedicaba sonrisas que él nunca devolvía. Le lanzaba miradas cómplices aunque él jamás la miraba a los ojos. Porque ella sabía lo que se avecinaba.
Tenía una erupción de manchas rosadas en la planta de los pies y en la palma de la mano izquierda. Ya había visto antes los síntomas de la sífilis. La enfermedad se había llevado a mamá, y ahora había vuelto a por ella.
La noche en que por fin la Muerte la miró a los ojos, ella estaba preparada. Asintió lentamente con la cabeza, mirándolo, y luego se levantó de la silla y anunció que estaba cansada. Y declaró concluida la velada antes de la hora habitual. Los hombres que se encontraban en torno a la mesa protestaron, pero se marcharon cuando ella guardó la baraja dentro de su bolsita de terciopelo, y empezó a apagar las velas. Uno a uno fueron saliendo, aún con dinero en el bolsillo, y todavía con la lujuria en los ojos, hasta que Justinia y la Muerte se quedaron a solas.
—¿Serás tan amable como para dejarme beber una última copa? —preguntó ella, mientras cogía una licorera llena de coñac que había en una mesilla auxiliar.
Él agitó los dedos de una mano para indicar que accedía. Era un hombre paciente, parecía tener todo el tiempo del mundo.
Justinia bebió con ansia. El fuego del licor le ardió en la garganta y la hizo toser, pero le calentó los huesos helados.
—Ya está —dijo ella—. Estoy preparada si…
Él no pareció moverse. Pero de repente, la tenía sujeta por el cuello. La obligó a arrodillarse sobre la alfombra de delante de la chimenea, y en ese momento, por primera vez, la miró de verdad a los ojos.
—Me llamo Vincombe —dijo él—. Y necesito lo que tú posees.
—Como quieras —repuso ella. La mano con que le rodeaba el cuello era fuerte como el hierro. La sujetaba para que no pudiera escaparse. En su interior, ella resolvió que no lucharía. Simplemente había llegado su hora. Era correcto que las cosas acabaran de aquel modo.
—No soy un hombre malvado —continuó él, mientras ella se asombraba de que la Muerte dijera algo semejante, pero se guardó el pensamiento para sí—. Sólo tomo a aquellos que deberían desearlo. Aunque nunca lo hacen.
—Entiendo —dijo ella.
Entonces sucedió algo extraño. Los ojos de él se abrieron de par en par, y la soltó. Era como si hubiera visto algo en el interior de ella. Algo que no entendía.
La Muerte, Vincombe, dio un paso atrás. Volvió a bajar los ojos hacia ella, y abrió la boca de par en par. Ella vio sus dientes, triangulares, largos y afilados como cuchillos. Los dientes de un vampiro.
Justinia levantó las manos y se desató el pañuelo del cuello, se lo quitó y lo dejó caer al suelo. A continuación, con lentitud, ladeó la cabeza para presentarle la vena yugular.
—Cuando queráis, mi señor —dijo.