1715
—No hay miedo dentro de ti… ¿Ni un poco? —preguntó Vincombe.
Justinia no dijo nada.
—¿Qué te sucede, que no quieres luchar por tu vida? —preguntó el vampiro. Volvió a aferrarla y la levantó en el aire sujeta por el cuello. La acercó a sus babeantes fauces, a sus enormes dientes y sus ojos encendidos. Ella vio entonces que no tenía ni cejas ni pestañas. Que no era tan humano como parecía antes, cuando había permanecido sentado y a solas durante las noches de las partidas de cartas. Y entendió por qué no había sonreído nunca. Tenía que ocultar aquellos rechinantes dientes.
Aquellos hermosos dientes blancos. Se parecían a las hojas de las tijeras de podar de su padre. Olían a sangre.
La idea le surgió sin que la buscara. Roja como los diamantes, roja como los corazones. Roja como los rubíes. Recordó que la sangre le había parecido tibia… ¡Qué agradable sería bañarse en su propia sangre! Dejar que lo limpiara todo.
Vincombe la lanzó al suelo, donde quedó desmadejada. Se puso a pasear por la habitación, cogiendo cosas y haciéndolas pedazos: los platos, las botellas de licor barato que había sobre el aparador. Cogió la bolsita de terciopelo y la redujo a jirones, le arrojó a ella los naipes y cayeron sobre ella, que estaba bocabajo, sobre la alfombra.
—Siempre suplican. ¡Siempre! Un día más, me imploran. Una hora más.
Sobre la alfombra, Justinia se sentó con lentitud. Comenzaba a preguntarse si el vampiro no tendría intención de matarla sólo con palabras.
Pero la furia lo había abandonado con la misma rapidez que había surgido. Se dejó caer en una silla que había detrás de ella, donde no podía verle. Ella lo entendió, y no se volvió.
—La muerte nos llega a todos, en el momento señalado —dijo Justinia—. Sería más fácil invertir la marea y hacer que el mar se tragara Irlanda que mantener a la muerte alejada durante un segundo. No tengo miedo.
Él gimió, y ella se maravilló de poder causarle un sufrimiento semejante.
Pero sólo podía decir la verdad.
—Tengo veinte años, y la pestilencia dentro de mí. Tengo sífilis. ¿No es mejor morir ahora, joven y hermosa, que continuar sufriendo durante muchos años más mientras la nariz se me pudre y se me cae, y las llagas cubren mi cuerpo?
—¿Quieres suicidarte, entonces? —preguntó él con voz muy suave.
Ella no pudo evitar reír.
—¿Si pudiera elegir? No, continuaría viviendo. Pero ¿quién puede elegir?
—Yo puedo —le dijo él—. Hablas de la vida como si fuera una partida de cartas.
—¿Y no lo es? A cada uno de nosotros nos reparten una mano, y raras veces es la que elegiríamos. Jugamos nuestros naipes como podemos, con astucia o con una suerte loca. —Se encogió de hombros—. Y al final se gira la última carta, y vemos lo que hemos ganado o perdido.
—Algunos jugadores hacen trampas —le dijo él.
Justinia le dedicó una cálida sonrisa.
—Pues sí.
Entonces, él apareció delante de ella. Se movía a una velocidad tal que dio la impresión de que no necesitaba cubrir la distancia recorrida, como si con sólo desear hallarse en un sitio pudiera llegar al instante. La sujetó por ambos lados de la cabeza, y ella volvió a sentir la fuerza que tenía en las manos. Supo que si quisiera, podría apretar y partirle el cráneo como una cáscara de huevo vacía. En lugar de eso, se limitó a mirarla a los ojos. Sus ojos rojos ardían. Ella comenzó a decir algo, pero le puso un dedo sobre los labios para silenciarla. Ella no aprendería hasta más tarde la enorme importancia de ese silencio.
Él miró el interior de su alma, y ella le devolvió la mirada sin que hubiera nada en su interior. Ni amor, ni miedo, ni odio, ni compasión ni súplica, sin calidez ni frialdad. Los ojos de él la atravesaron como ascuas.
Y luego desapareció. Ella sólo sintió una leve brisa al moverse él, un desplazamiento del aire. La puerta se cerró de golpe tras el vampiro, que desapareció. Y ella pensó en lo extraño que era todo aquello, y que se había acabado.
Pero nada había acabado. En absoluto.