2003
La maltrecha estructura de Malvern no había sanado del todo, ni remotamente. Sus músculos eran tan delgados y secos como enredaderas, y se enroscaban alrededor de sus huesos, que eran visibles por debajo de la piel, fina como papel. El andrajoso camisón le colgaba del cuerpo como una tienda de campaña. Tenía la cara demacrada y manchada, y su único ojo sano parecía estar sólo inflado a medias. Pero la sangre que le habían llevado Scapegrace y Deanna había sido suficiente, justo la suficiente como para que saliera del ataúd por primera vez en más de un siglo. Estaba de pie, incluso caminaba, avanzando hacia Jameson Arkeley, con la boca abierta. Sus dientes estaban descubiertos del todo, afilados, mortíferos.
—Eso es. Ven aquí —dijo Arkeley. Estaba recostado sobre un brazo, y con el otro le hizo un gesto a Malvern para que se acercara—. Venga, vieja arpía. Esto es lo que quieres, ¿no? Venga, es toda tuya.
Debía de haberse hecho un corte en la mano. Había sangre fresca en su palma.
El cuerpo de Justinia la deseaba con todas sus fuerzas. Cada fibra de su ser recientemente reconstituido quería esa sangre. Era lo único que podía ver, lo único en lo que podía pensar.
La venganza sería suya. Tras veinte años de encarcelamiento y degradación, acabaría con el hombre que se había atrevido a encerrarla.
—Vamos. Venga, tómala —dijo Arkeley con voz ronca.
Malvern fue hacia él.
—No puedes resistirte —la provocó él—. Si fueras un ser humano, tal vez lograrías controlarte, pero eres una vampira y no puedes resistirte al olor de la sangre, ¿me equivoco?
Se le estaba ofreciendo. Y ella sabía por qué. Si lo mataba, ella perdería la protección de la ley. Firmaría su propia sentencia de ejecución. Los compañeros de él podrían matarla a tiros sin más. No importaba. Lo que importaba era la sangre. Era lo único que ella deseaba en el mundo.
Arkeley se arrastró con rapidez hacia ella, la mano siempre tendida ante sí, y se la agitó ante la cara. Los pies de ella la impelieron a avanzar.
Pero entonces vio a su discípula de pie en la entrada. Laura Caxton, la nueva matavampiros. La patética muchacha que se había resistido a la maldición. Que se las había ingeniado para sobrevivir a todo lo que los caballeros de Justinia habían hecho para acabar con ella.
Si no fuera por ésa… Si Caxton ya no hubiera acabado con Scapegrace y Deanna… si el futuro no exigiera más. Si, si, si…
Los tiempos de Jameson como intrépido matador de monstruos habían acabado. En buena justicia, debía permitírsele a ella saborear su victoria. Pero él había sido listo, demasiado listo. Había entrenado una sustituta. Su propio caballero protector.
Un párpado fino, translúcido, cubrió el ojo de Justinia, y tembló apenas, como si la mujer vampiro estuviera a punto de desmayarse.
—¡Vamos! —gritó Jameson. Su cuerpo también temblaba. La poca sangre que aún quedaba en su cuerpo palpitaba y temblaba a causa de la necesidad—. ¡Vamos!
Malvern cerró la boca con lentitud. Con dolor. Luego, la abrió otra vez, y se la oyó crujir como si alguien arrugara una bolsa de papel.
—Te maldigo —dijo, las primeras palabras que pronunciaba en muchas décadas.
No le hablaba a Jameson. Esa maldición era para la discípula, para Laura Caxton.
Justinia dio media vuelta, regresó al ataúd y trepó por el borde. Nada le había resultado tan difícil en toda la vida. Pero esa vida habría sido mucho más corta si ella careciera de fuerza interior. Si no supiera controlarse. A pesar de todos los impulsos de su cuerpo y su alma, se tumbó boca arriba y apoyó la cabeza arrugada sobre el tapizado de seda.
Cuando los humanos comenzaron a gritar, cerró la tapa.