1721
Justinia había aprendido a no sonreír cuando quería que alguien se sintiera tranquilo. Sus dientes tendían a asustar a la gente.
Pero había tantas maneras sutiles de jugar con ellos…
—Por favor, señora, no quiero morir —dijo la niña. Las lágrimas dejaban surcos en la tierra que le ensuciaba las mejillas mientras Justinia le mantenía la cara contra el suelo de la choza. Las llamas que ya consumían el granero situado detrás de la vivienda, y los cuerpos que había dentro, danzaban en cada una de las lágrimas de la niña.
Era asombroso lo que podía ver un ojo cuando había sido transformado.
Justinia podía ver la sangre de la niña. Aún no había sido derramada ni una sola gota, pero a través de su fina piel veía cómo corría la sangre por dentro de su diminuto cuerpo. Podía ver el corazón de la niña, que le latía dentro del pecho, como si la piel fuera de cristal.
El objeto que había dentro de la caja torácica de Justinia, y que ya no era un corazón, tembló por simpatía. Con qué ansia deseaba desgarrar a aquella pequeña criatura y beber de sus venas.
—¿Quieres vivir? —preguntó Justinia. Por lo general, su voz sonaba como un gruñido casi ininteligible, ya que las palabras eran desgarradas al pasar entre sus dientes cruelmente afilados. Sin embargo, había aprendido a forzar la voz para que tuviera un sonido suave y amable.
—Quiero volver a ver a mi hermano, y a mis padres —chilló la niña.
Por lo general, cuando la cacería llegaba a ese punto, los niños no eran capaces de hacer nada más que gritar.
No se le escapaba que ella había tenido la misma edad que esa niña. Que tenían muchísimo en común. De hecho, le encantaba la broma contenida en eso.
—Pero si los verás, mi querida. En el Cielo.
Con eso bastó. La expresión de la cara de la niña cambió. Ése era el momento delicioso que Justinia había buscado, el momento en que la presa comprendía el orden natural de las cosas. Que iba a morir. Que iba a dolerle una enormidad. Y que nadie, nadie en absoluto, iría a salvarla.
—Nooooo —gimoteó—. Noooooo. —Igual que una vaca. Igual que la cabeza de ganado en que se había convertido. Un animal para servir de alimento.
Justinia rió… y sonrió para enseñar sus enormes dientes.
«Basta.»
La palabra apareció dentro de la cabeza de Justinia como si se la hubieran escrito en la parte posterior del cráneo con letras de fuego. Ella dio un respingo, y soltó a la niña, que aún tuvo la presencia de ánimo necesaria para levantarse de un salto y correr hacia la puerta.
Allí la esperaba Vincombe.
—Maldito seas —gruñó Justinia—. Me has seguido.
Vincombe no le hizo caso y se agachó para atrapar a la niña y mirarla profundamente a los ojos.
—Ya ha pasado, niña —dijo—. Soy tu padre. Estoy perfectamente bien. Ya estás a salvo. Créeme.
Justinia observó cómo la niña quedaba laxa en brazos de Vincombe. Y suspiró con un poco de placer cuando él le retorció la cabeza hasta romperle el cuello.
—Estamos destinados a ser cazadores, no demonios —dijo. Luego le arrojó el cuerpo a Justinia—. Bebe. Luego ven a buscarme fuera. Es hora de que hablemos.
Justinia no desperdició ni una sola gota. En esa época se le estaba haciendo difícil ocultar sus asesinatos. Las autoridades locales sabían que pasaba algo: se habían encontrado demasiados cuerpos en el río, exangües y mutilados. Habían estado haciendo preguntas. Justinia se había visto obligada a huir de Manchester, la ciudad de su despertar, y cazar en las más oscuras noches de la campiña.
Cuando hubo acabado, salió a la luz del granero incendiado. Vincombe la aguardaba dentro de las llamas, que no le hacían ningún daño. Ella se acercó, y se encontró con que la piel se le arrugaba al aproximarse demasiado. El fuego no podía matarla, eso lo sabía de pasadas experiencias, pero sí causarle un dolor increíble.
Sin embargo, él permanecía sin más dentro de las lenguas de fuego y la miraba fijamente.
—¿Cómo lo haces? —preguntó ella, casi con tono de exigencia.
Él se negó a responder a la pregunta.
—No le temías a la muerte. Yo pensé que tal vez, por fin, alguien entendía mi obra —le dijo—. Que me habían dado a alguien para que me ayudara. Un nuevo ángel de la muerte para que aliviara mi carga.
Ella gruñó.
Se encontraban sólo en raras ocasiones Justinia no sabía dónde dormía él durante el día. Si alguna vez lo descubría, encontraría la manera de destruirlo. No era su padre. Para ella no era nada más que un competidor.
Pero ahora… ahora que lo veía de pie dentro de las llamas que no lo quemaban… se preguntó si tal vez no tendría algo más que darle.
—Te burlas de ellos —dijo, y en su voz había una tristeza que ella nunca entendería—. Haces que te tengan miedo antes de hacer lo que hay que hacer. Ése no es el juego.
Justinia cerró su único ojo y vio las cartas cayendo hacia la mesa. Cartas afortunadas, cartas desfavorables. Ases y doses, diamantes y picas, ¿cómo podía no entenderlo? Toda la vida era un juego. Una apuesta contra la muerte. Y la muerte siempre ganaba.
—Puedes justificar tus acciones como te plazca —dijo ella—. Este poder nos ha sido dado para que lo usemos a placer.
—Dios me otorgó el derecho de arrebatar vidas, vidas que están preparadas. Vidas que han perdido su sentido, las vidas de los hombres que han olvidado su alma, aunque su cuerpo aún sea fuerte y…
—¿Dios? —exclamó Justinia—. ¿Tú crees que Dios nos ha hecho así?
Entonces, él salió de las llamas a tal velocidad y con tanta fuerza que ella no tuvo tiempo de defenderse. La sujetó por la cintura con unos brazos que parecían barras de hierro, la giró y le empujó la cara hacia las llamas.
—Tú no le temías a la muerte —dijo él—. ¿Tampoco le temes al Infierno?
Ella sintió que se le resecaba la piel de la nariz, sintió cómo se le ponía tensa hasta causarle dolor. Sintió que el mentón le ardía como una tea. Su único ojo comenzó a hervirle dentro de la cuenca.
—Yo te enseñaré —dijo él, con voz ronca y jadeante. Era una voz que ella conocía, la voz de los hombres que habían pagado para yacer con ella. La voz que tenían cuando la llamaban «puta». Cuando anunciaban cómo iban a poseerla, cómo iban a enseñarle cuál era su lugar—. Yo te enseñaré a temer al Infierno.
—Sí —dijo ella, porque sabía qué querían los hombres cuando hablaban con esa voz—. Sí. He sido una niña mala. Enséñame, mi señor.
«Y ya que estás —pensó—, enséñame cómo permanecer dentro del fuego sin quemarme. Enséñame a hipnotizar a un niño con sólo mirarlo a los ojos. Enséñame todo lo que sabes.»
Cuando él la apartó por fin de las llamas, la piel y la carne de su cabeza habían sido consumidas hasta el cráneo. Su único ojo se había tornado lechoso y opaco, y no veía nada. Le había desaparecido la lengua y no podía hablar.
Por la mañana, cuando hubiese dormido, estaría curada. Ese cuerpo nuevo podía sanar cualquier herida. Pero aún podía oír. Aún podía oír los secretos que él le susurraba al oído.
Y se obligó a recordar hasta la última palabra. A fijarlas en su mente, tan eternas e inmutables como si estuvieran escritas. Aquélla fue la noche en que empezó a aprender a hacer hechizos.
Él la dejó dormir y sanar cuando comenzó a romper el alba. No esperaba verle cuando a la noche siguiente se levantó del ataúd, pero allí estaba. Tenía más cosas que enseñarle, y para entonces ella ya entendía el juego. Si le hacía creer que quería ser una buena angelita de la muerte, que quería ser su protegida, él le enseñaría todo lo que quisiera.
Al final, incluso comenzó a confiar en ella.
—Es hora de que conozcas a los otros —dijo.
—¿Hay otros? —preguntó ella—. ¿Otros como tú?
Porque sabía que no podía haber ningún otro como ella.