10

Alrededor de la mitad de los brujetos eran vegetarianos, algunos de ellos estrictos, otros de los que sólo evitan comer carne. El resto parecía deleitarse cargando su plato de papel con pollo o costillas de cerdo. El maíz silvestre no se podía comer directamente de la mazorca —no se parecía en nada al maíz dulce que Caxton había comido desde niña—, pero hacía unas palomitas excelentes con las que al cabo de poco llenaban enormes cubos que repartían por todas las mesas. Había hogazas de pan recién hecho, con levadura y sin leudar, y jarras de crema de leche para las bayas frescas. Caxton contó al menos siete variedades distintas de ensalada de patatas —el tradicional acompañamiento de los inmigrantes alemanes—, ensalada de col con y sin pasas, pan de maíz untado con miel o melaza, galletitas de suero de leche, judías en salsa de tomate, ensalada de judías, guiso de judías y sopa de judías y cebada. Todo esto, además de pollo frito, costillas de cerdo en salsa barbacoa, pierogis, buñuelos y chucrut.

—No es precisamente la comida más saludable que haya visto —señaló Simon.

—Al menos es toda ecológica —replicó Caxton—. Esto es comida de granjero. Se supone que debe aportarte calorías suficientes para trabajar todo el día en los campos. —Se sirvió verduras en un plato, y un único trozo de pollo frito, por las proteínas, y se apartó de la mesa—. Te dejaré para que disfrutes de la cena —le dijo a Simon.

Pareció que él iba a protestar por el hecho de que lo dejara a solas, pero dos mujeres fueron a sentarse a ambos lados de él y se pusieron a formularle tantas preguntas que no pudo marcharse.

Caxton nunca se sentaba con los demás durante las cenas de la luna llena. No era su costumbre. Sería demasiado fácil dejarse absorber por las vehementes discusiones en que se trababan los brujetos, debates interminables sobre la manera adecuada de cosechar las raíces de mandrágora, o sobre lo que decía a propósito de la nigromancia un determinado pasaje de la Biblia. Luego venían los chismorreos y riñas de costumbre sobre quién estaba durmiendo con quién, y quién no estaba cumpliendo con la parte de trabajo que le correspondía en La Hondonada.

Era la cháchara de una comunidad trabajadora, y Caxton no se lo reprochaba. Pero también constituía una distracción, y ella las arrancaba de su vida siempre que las encontraba.

Así pues, en lugar de sentarse a la mesa se marchó a paso lento hacia la hoguera donde Urie Polder estaba cocinando una docena de peces. No necesitaba espátula ninguna, pues daba vuelta los pescados con los dedos de madera. Al parecer, no sentían el calor.

—Parece un buen tipo, hum —dijo Urie cuando ella se acercó.

Caxton mordió el muslo de pollo y no dijo nada. Desvió la mirada hacia una mesa cubierta de empanadas dulces y pasteles bundt, de esos agujereados en el centro, y más allá de ésta, hacia las sombras cada vez más densas de fuera de la plaza. El sol ya casi se había ocultado.

Allí estaban algunos de los niños más pequeños de La Hondonada, los que aún eran incapaces de estar sentados durante toda la cena sin montar una pataleta. Perseguían cosas que Caxton no podía ver. Hadas y elfos, o al menos ilusiones de hadas y elfos que sus madres habían conjurado para ellos. Intentaban pillar a las imaginarias criaturas con sus deditos gordinflones, y reían cuando sus manos se cerraban sobre la nada. Estos duendecillos mágicos los mantenían lo bastante cerca de la plaza como para que Caxton pudiera vigilarles.

Caxton acabó su comida y tiró el plato a la basura. Mientras se limpiaba las manos en las bermudas, anunció:

—Voy a echar otro vistazo al cordón.

—¿No te fías de que yo te haya dicho que está bien? —preguntó Urie, con aspecto algo dolido.

—Ya sabes que no es eso.

—Si mi Vesta aún estuviera aquí, hum, podría decirte algo sobre intentar disfrutar de lo que tienes antes de perderlo.

Caxton no le hizo caso. Vesta Polder estaba muerta porque Caxton no había sido lo suficientemente rápida como para salvarla. No había estado lo bastante concentrada.

—Enviaremos a los perros después de que anochezca —sugirió Urie.

Caxton asintió. Sí, debían hacerlo. Los vampiros y sus sirvientes medio muertos eran criaturas antinaturales. Cualquier animal más complejo que un gusano lo percibía. Cuando se acercaba un vampiro, las vacas dejaban de dar leche. Los gatos iban a esconderse debajo de las camas. Los perros, por lo general, se ponían a aullar, y no dejaban de hacerlo hasta que el vampiro se alejaba. La Hondonada era el hogar de varias docenas de sabuesos de diversas razas, a todos los cuales dejaban deambular por la noche como una especie de sistema de alarma básico.

—Sólo te pido que me dejes hacer. No me sentiré cómoda hasta haberme asegurado de que la trampa funciona como debe —dijo Caxton.

Urie Polder se encogió de hombros. Tenían aquella discusión tan a menudo que él ya casi nunca intentaba convencerla.

—Pues vale. Adelante. Yo me ocuparé de que el muchacho no se meta en ningún lío, en ninguno que no le hayan preparado las señoras.

Caxton le dio un apretón en el hombro humano, y luego se volvió para adentrarse en la oscuridad, alejarse de la gente de La Hondonada y la seguridad que proporcionaba su número. Pero no fue muy lejos. Antes de llegar siquiera al camino, oyó que alguien daba puñetazos sobre la mesa de la cena para pedir atención. Otros empezaron a hacer otro tanto y al cabo de poco las risas resonaban en La Hondonada.

Se volvió para ver qué había provocado en la gente aquella reacción, y vio a Patience de pie ante la cabecera de la mesa.

La muchacha volvía a estar ruborizada. Se retorcía las manos y no levantaba la mirada para establecer contacto ocular con nadie.

Desde que Caxton conocía a la muchacha, nunca la había visto tan nerviosa. Por lo general, eran los demás quienes se alteraban por lo que ella decía.

—Quiero aprovechar esta oportunidad —dijo la muchacha, meditando cada una de las palabras—, para hacer un anuncio. Soy muy feliz.

Se mordió el labio. En torno a ella, sus discípulas adolescentes se rodeaban a sí mismas con los brazos, emocionadas, o se mordían los nudillos. Sabían lo que iba a decir.

—Soy más feliz, pienso, de lo que lo he sido jamás.

Caxton frunció el ceño mientras volvía atrás, hacia la plaza iluminada por las antorchas. No tenía ni idea de lo que estaba a punto de decir Patience.

—Veréis —continuó la muchacha, a trompicones—… hoy he conocido a alguien. He conocido al hombre que va a ser mi marido.

Ni un alma respiraba en La Hondonada. Incluso los niños que eran demasiado pequeños para entender lo que sucedía debieron percibir que se trataba de algo importante. Todos los ojos estaban fijos en el resplandeciente rostro de Patience, que sonreía como una tonta y soltaba risillas. Luego, por fin, levantó la mirada y estableció contacto ocular con un hombre que se encontraba sentado a la mesa.

Todos los brujetos se volvieron para seguir la dirección de la mirada. Y se encontraron mirando a Simon, que estaba sentado con un tenedor de plástico y un cuenco de ensalada de col. El muchacho entendió las cosas con mucha lentitud, se puso blanco y se le cayó el tenedor de la mano.

—Ay, joder, no —exclamó.

32 colmillos
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