2005
La pistola de Caxton chasqueó sonoramente en la sala del trono. Se había quedado sin balas. Jameson se echó un brazo sobre la cara para protegerse de la muerte que no llegó.
Cuando se dio cuenta de que lo habían engañado, aulló de furia. Pero Caxton ya había desaparecido y subía de vuelta por el túnel de la mina. Los medio muertos corrían tras ella, con Jameson siguiéndolos a paso más lento.
Justinia le había enseñado eso a Jameson. Él siempre había sido impetuoso, dispuesto a meterse sin pensar en cualquier trampa. Ella le había enseñado a enviar a sus lacayos por delante, dejar que fueran ellos quienes recibieran la peor parte del peligro. Aunque eso no fuera a cambiar las cosas.
Dentro del ataúd, ella aguardó en silencio hasta que regresó uno de los medio muertos.
Se frotaba la cara, esta vez no para arrancarse la piel sino porque intentaba limpiarse de los ojos el aerosol de pimienta. Parecía dolorido. Bien. Aquel patético fracasado merecía sufrir.
—Se ha cargado a los demás… soy el único que queda —chilló la criatura.
Una vez había sido humano. Ahora era mucho menos que eso. Estaba por debajo del desprecio de Malvern.
—Estoy seguro de que el señor prevalecerá —declaró la criatura, con voz aflautada, intentando transmitir una confianza en la que no creía ninguno de los dos. El medio muerto habría sido un jugador de cartas terrible.
—No. Se ha terminado —dijo Malvern. Conocía a Caxton y a Jameson lo bastante bien como para predecir cómo acabaría su confrontación final. Jameson era cien veces más fuerte que Caxton, una docena de veces más veloz. Pero no importaba. Caxton vencería. Carecían de importancia las probabilidades que tenía en contra. Ella era del tipo de jugador más peligroso que existe. Tenía la suerte de su parte—. Ayúdame a levantarme.
La criatura metió un hombro por debajo de una axila de ella. Aún estaba muy débil. Muy frágil. Jameson le había prometido sangre, muchísima sangre. En eso le había fallado. En muchos otros sentidos le había prestado un buen servicio.
Ella siempre había sentido un sano respeto, y miedo incluso, hacia las brujas. Las dos brujas más grandiosas de Estados Unidos estaban ya muertas: Astarte Arkeley y Vesta Polder, asesinadas por las propias manos de Jameson. La más grande de las amenazas para la existencia de Justinia, Caxton, vivía aún, pero Justinia no estaba muy segura de qué sentía al respecto. Había comenzado a sentir una especie de reacio afecto por la muchacha.
Y, ¡ay, qué divertido sería hacerla sufrir!
Había que trazar planes. Tenía una temporada tranquila por delante, en la que permanecería oculta pensando, tramando.
—¿Qué haremos con el hijo del señor? —preguntó el medio muerto. Señaló al muchacho que estaba encadenado a una columna cercana, inconsciente a causa de las emanaciones del lugar—. Debes beber su sangre ahora. Necesitarás fuerzas.
—No —replicó Justinia, tras pensar en el asunto durante un momento—. No. Él y yo somos viejos amigos. Él me enseñó a usar el correo electrónico. Y muchas otras cosas.
Se inclinó sobre el cuerpo de Simon Arkeley. Le abrió los párpados y miró las profundidades de su cerebro adormilado. Implantó en él una pizca de sí misma. No la maldición, no el don del vampirismo. Sólo un simple hechizo. A partir de ese momento, ella vería todo lo que viera él, oiría cada palabra que le dijeran, y él jamás se daría cuenta. Sería su espía perfecto.
—Ahora, sácame de aquí —le dijo al medio muerto.
—Pero el señor…
—Yo no discuto mis órdenes con los de tu clase —dijo Justinia, y le enseñó los dientes. Después de eso, el pequeño desgraciado se mostró de lo más obediente.
—Pronto nos veremos, Laura —dijo Justinia, mientras salían juntos de la mina de carbón—. Muy pronto.