55

—Sólo tardará unos minutos en encontrar este sitio —dijo Caxton—. Incluso con el hechizo de Urie Polder, irá rápida. Es necesario que estemos preparadas.

Llevó a Clara a la cámara de ejecución, y la luz de la linterna recorrió las paredes. Junto a ella, el cuerpo de Clara se tensó y Caxton sintió que se estremecía. El hechizo no abarcaba esa parte de la cueva. Tal vez sólo sentía cómo se extinguían sus efectos.

O tal vez veía lo que Caxton había visto la primera vez que había entrado en aquella caverna. Tenía que admitir que era impresionante. Incluso hermosa, si uno todavía era capaz de apreciar ese tipo de cosas.

El sistema de cuevas acababa allí, en una enorme geoda natural de seis metros de diámetro. Una burbuja en la roca, con todo el interior de las paredes forrado de cristales purpúreos y azules que destellaban con la luz. Colgaban del techo como un millar de gigantescas estalactitas, y hacían que el suelo fuese irregular, salvo en la zona de la que habían sido meticulosamente eliminados.

Tal vez para Clara era como meterse dentro de un zafiro inmenso. Quizá era como encontrar una cueva del tesoro sin genio guardián. Puede que sólo fuese deslumbrante al mirar cómo la luz se descomponía y difundía, brillando por todo el espacio, reflejándose y refractándose en un abanico prismático. Era posible que para Clara fuese como algo salido de un cuento de hadas.

Para Caxton era la trampa perfecta.

Suelo desigual. Una entrada. Muchos sitios naturales donde ponerse a cubierto. Justinia Malvern no tendría más elección que la de entrar rugiendo a través de la estrecha abertura, el único punto de acceso desde la caverna del largo arroyuelo. Caxton ya había calculado el mejor sitio en el que estar cuando eso sucediera. El mejor lugar desde el que disparar. Tal vez el único disparo que efectuaría.

—Vete allí —dijo Caxton, señalando un punto situado fuera del camino—. Escóndete si puedes. Mantente fuera de mi camino. Eso puedes hacerlo, ¿verdad?

Clara la miró con el ceño fruncido.

—Tengo un arma. Puedo proporcionarte fuego de cobertura.

Laura negó con la cabeza.

—Ya has visto lo bien que funciona eso. Las balas de tu fusil de asalto ni siquiera la distraerán. No. Es toda mía.

—Por supuesto que lo es —dijo Clara.

Laura cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz. De repente se sintió muy, muy, cansada. Los últimos dos años empezaban a hacerse sentir de golpe, todas las noches de dormir poco, todos los días pasados trabajando tan duramente…

—El plan —dijo, suspirando profundamente— era que yo estuviese aquí, sola con ella, al final. Así era como se suponía que debía suceder. Las dos encerradas aquí dentro. Para siempre.

Los ojos de Clara brillaron por la luz refractada.

—¿Para siempre? Pero ¿qué pasará después de que la mates? ¿Cómo se supone que vas a salir?

Caxton se encogió de hombros.

—Ya… veo —dijo Clara—. No vas a salir. En ningún momento tuviste la intención de abandonar este lugar.

Caxton estaba demasiado cansada para explicárselo. Dejó que Clara lo dedujera por su cuenta.

—Todavía llevas la maldición dentro. Desde la vez en que Reyes… desde que te la implantó dentro de la cabeza —dijo Clara—. Él quería convertirte en vampira. Te implantó dentro la maldición, pero eso no fue suficiente. Tenías que suicidarte. Ésa es la única manera para crear un vampiro. Tenías que suicidarte y él hizo todo lo posible por empujarte a eso, pero no funcionó. Aunque, por supuesto, no es algo que se extinga, ¿verdad?

—No.

—Así que si mueres aquí, si te matas tú misma, regresarás como vampira. —Clara se tapó la boca con una mano. Luego negó con la cabeza—. Pero si Malvern te mata, no es un suicidio —señaló.

—¿Estás segura? Las víctimas de los vampiros no se matan sólo porque estén deprimidas, Clara. La maldición las impulsa a hacerlo. Les hace creer que la muerte será maravillosa, una liberación fantástica. O tal vez saben qué los aguarda al otro lado, y no pueden esperar a que las cosas sucedan cuando deben. No es el acto de cortarte las venas de las muñecas o de tomar demasiadas píldoras lo que sella el trato. Es el deseo de morir.

—¿Y tú quieres morir?

—Yo… no lo sé —dijo Laura—. A veces. A veces tengo la sensación de que estaría bien. Como quedarse dormida. —Sacudió la cabeza—. He sabido de aspirantes a vampiro que han atacado a policías armados sólo para que les dispararan. ¿Eso cuenta como suicidio? ¿Y qué me dices de enfrentarse con una vampira invulnerable? A mí me parece bastante suicida. No sé, Clara. No sé qué sucederá cuando muera. Pero calculé que debería estar sola, dentro de una tumba como ésta, cuando suceda.

—No —dijo Clara—. No. No, tú no has venido aquí sólo a morir. No. Me niego a creerlo. No vas a dejar que te mate sin más.

—Jameson Arkeley lo hizo. Y también funcionó bastante bien. Hasta que probó la sangre. Entonces se transformó en uno de ellos. Si yo acepto la maldición ahora y me convierto en vampira, atrapada aquí abajo con Malvern, podré acabar con ella. Tendré la fuerza para hacerlo. Y dado que aquí se suponía que no habría ninguna fuente de sangre, yo no caería en la misma trampa que Arkeley.

—Salvo que ahora… yo estoy aquí. Una, eh… fuente de sangre.

Laura asintió con la cabeza. Estaba demasiado cansada para negarlo.

—Joder. Te he jodido todo el plan.

—Puede ser —dijo Laura. Fue lo más amable que se le ocurrió decir. La máxima compasión que podía dedicarle a la mujer que ya estaba condenada a morir con ella en las profundidades de la tierra—. Puede ser. Hay una posibilidad. —Abrió la bolsa de nailon y sacó un arma. La que Urie Polder había preparado para ella.

—Es una escopeta —dijo Clara.

—Sí.

Clara frunció el ceño.

—Pero tú me enseñaste a no usar nunca una escopeta contra un vampiro. Nunca. Fue una de las primeras cosas que me enseñaste. Son demasiado imprecisas. Se necesita precisión si se quiere acertar en el corazón.

Caxton examinó el arma. Era una vieja y vapuleada escopeta del calibre 10, con un cañón más grueso que su dedo pulgar. Al abrirla encontró un cartucho ya cargado. Había otros tres pegados con cinta adhesiva a la culata. En otros tiempos, ella había matado a toda una camada de vampiros con no más de trece balas. Ahora tenía cuatro cartuchos.

—Depende de lo que cargues. Estos cartuchos son…

Clara se quedó mirándola. Laura sacudió la cabeza y le devolvió la mirada.

—¿Qué te pasa? —preguntó Caxton.

—Te has quedado a media frase —dijo Clara, que parecía preocupada—. Estabas hablándome de los cartuchos de tu escopeta, pero no has acabado la frase.

—¿Ah, no? Supongo… yo. Eh… supongo que…

Estaba tan cansada, de repente… ¿Por qué estaba tan cansada? Debería estar acelerada. Preparada para el combate que se avecinaba. En cambio, la verdad era que habría agradecido mucho, mucho, tener la posibilidad de echar una cabezadita antes. Tal vez Malvern estaría dispuesta a concederle una tregua. La idea la hizo reír.

—¿Ha sucedido algo gracioso ahora? —preguntó Clara.

—No, no… nada. Sólo…

«Laura. Descansa y nada más. Ahora mismo no hay ningún peligro. Puedes descansar, tal y como deseas», dijo Malvern, cuyos pensamientos atravesaban las paredes de piedra.

—¡Joder! —gritó Clara—. Ella…

Caxton no oyó lo que dijo a continuación. Todo se volvió suave, cálido y prometedor. No se oía el más leve sonido. Sus párpados se cerraron, y se quedó dormida.

32 colmillos
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