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Aún quedaban dos horas de luz diurna cuando salió alguien de la casa para decirle que un coche se acercaba por el camino. Pocos minutos más tarde, Caxton lo vio. Con un par de binoculares comprobó el número de matrícula, y luego confirmó que el conductor iba solo. Apareció a su lado una adolescente que llevaba un vestido de algodón estampado. Una de las discípulas de Patience, probablemente. Se quedó esperando hasta que Caxton asintió con la cabeza. La muchacha volvió al interior, y Caxton se levantó de la silla, aunque no abandonó la sombra del porche.
Sabía muy bien que el monstruo al que estaba esperando tendía trampas y que usaba como cebo a personas, por ello se quedó muy cerca de las armas.
El coche, un turismo último modelo, tuvo problemas con la empinada cuesta, pero al fin se detuvo con un resoplido, delante mismo de la casa. Trajo consigo una columna de polvo que reducía la visibilidad desde la aguilera de Caxton, pero no se podía evitar. El conductor permaneció sentado ante el volante durante un rato, y se quedó mirándola como si fuera un fantasma. Tenía unos veinte años de edad, iba vestido de modo informal, con una camiseta negra y gafas de sol, que se quitó con lentitud mientras se miraban el uno al otro. Caxton no lo saludó con la mano ni le hizo ningún tipo de señal. Por si aquello era una trampa, o por si había acudido allí por la razón equivocada, le tocaba a él hacer alguna señal.
En cambio, el chaval abrió la puerta con suavidad y salió del automóvil; con un brazo flexionado sujetaba en precario equilibrio unos pequeños paquetes. Alzó la mirada hacia Caxton y sonrió. No pareció tomarse a mal que ella no le devolviera la sonrisa.
—Recibí su mensaje —dijo él—. Obviamente.
Se llamaba Simon Arkeley. Era el hijo del hombre que le había enseñado a Caxton la mayor parte de lo que sabía acerca de cómo matar vampiros. El muchacho era mucho menos formidable que su padre, pero resultaba útil. Para empezar, tenía una tarjeta de crédito.
—Urie se alegrará —dijo ella, haciendo un gesto con la cabeza hacia los paquetes que traía. Dejó de mirarlo y volvió a dirigir la vista hacia el final de la cresta—. Hace tiempo que necesita esas raíces. Aquí no crecen, tan al norte.
—No crecen en ninguna parte salvo en México. Al menos no legalmente. —Simon subió los tres escalones hasta el porche, y pareció esperar un abrazo, un beso, o al menos un apretón de manos. Caxton continuó vigilando la cresta, sin más—. ¿Debo… entrar? —preguntó. La sonrisa desapareció de su cara—. Mi madre siempre me ha dicho que no entre nunca en la casa de otro practicante sin ser invitado.
—Aquí serás bien recibido. Perteneces a una de las familias antiguas. —Caxton bajó la guardia durante una fracción de segundo, justo lo bastante como para mirarlo a los ojos. Entonces suspiró y aceptó que no podía, físicamente, vigilar la cresta durante veinticuatro horas al día, siete días por semana—. Entremos.
Mantuvo abierta la puerta mosquitera para que él entrara, y lo siguió hacia la oscuridad del salón delantero, donde un viejo reloj de pie marcaba las horas con su tictac, mientras su péndulo oscilaba como lo había hecho durante casi doscientos años. Cuando la compañía minera había atravesado aquella cresta con la intención de abrirla, tres pueblos habían sido desplazados, y las casas derribadas. Sólo los Polder habían logrado conservar sus tierras. Se habían negado a vender a ningún precio porque no había manera de llevarse el reloj de donde estaba sin que corriera peligro. Nadie recordaba ya lo que sucedería si el reloj dejaba de funcionar, pero Urie Polder se aseguraba de darle cuerda cada noche, sin falta. Caxton pensaba que lo más probable era que se tratara sólo de una antigua superstición, pero nunca le dijo una sola palabra a Urie acerca de aquel pequeño ritual.
—Por aquí, vamos a la cocina —le dijo Caxton a Simon. Lo llevó a la sala de estar, donde Patience Polder y sus discípulas estaban arrodilladas en el suelo. Las tres muchachas que se encontraban de cara a Patience parecían pertenecer a otra época. Todas vestían ropa que ya había quedado anticuada cincuenta años antes del nacimiento de Caxton. Lo que ella había considerado desde niña como los vestidos del juego de Holly Hobby. Llevaban el pelo trenzado o recogido en un moño, y todas mantuvieron la cabeza baja cuando Simon entró en la habitación.
La propia Patience iba vestida de modo similar, pero toda de blanco. A los quince años estaba transformándose en una hermosa joven, aunque ningún chico de La Hondonada pensaría siquiera en enrollarse con ella. Patience estaba destinada a algo especial. Todos lo sabían. Lo habían sabido por boca de su madre, Vesta, quien no había vivido el tiempo suficiente como para explicar con exactitud lo que conllevaba ese destino. Pero nadie había dudado nunca de ella.
Las muchachas tenían las manos unidas como si rezaran. Habían retirado del suelo la desteñida alfombra persa, y trazado una estrella de cinco puntas sobre los tablones con un trozo de pegajoso betún negro. Caxton no sabía qué estaban implorando o invocando, pero tampoco le importaba mucho.
Simon dejó de caminar al ver a Patience. Sus ojos quedaron fijos en los de la muchacha y, por un momento, la habitación se tornó muy fría. Una de las discípulas se puso a temblar de manera convulsiva. Caxton ya había visto antes ese tipo de cosas, y sabía que había que esperar a que acabara, y nada más. Al final, Patience apartó la mirada y Simon volvió a avanzar hacia la cocina como si no hubiera pasado nada.
Sin embargo, cuando descargó los paquetes sobre la mesa de la cocina, Caxton vio que se había puesto blanco como la cera.
—¿Estás bien? —preguntó, por cortesía.
—Ella… esa chica… —Simon sacudió la cabeza—. No sé si debo inclinarme ante ella cada vez que la vea, o llamar a un exorcista. —Intentó reírse, como si hubiera estado bromeando—. En ella hay magia real. Puedo sentirlo.
Urie Polder entró desde el patio trasero y cerró la puerta mosquitera con el brazo de madera.
—Mi querida Patience es algo más —dijo, y asintió con gesto apreciativo mirando a Simon—. Se puede detectar la magia por el modo en que hace que a uno se le ponga el pelo de punta. Yo diría que tienes ese talento. Eres el hijo de Astarte.
—Señor Polder —dijo Simon, y estrechó la mano humana del hombre—. Nos vimos una vez, en el… funeral de mi padre, pero no tuvimos la oportunidad de hablar. Usted conocía bien a mi madre, según me han dicho. Me temo que ella nunca me habló de usted.
—Hay una razón para eso —replicó Urie—. Tu padre y mi mujer eran amantes. Había malos sentimientos por ese lado… —La plácida expresión de su cara no cambió—. Pero no hay razón para que nosotros los perpetuemos, ¿verdad? Puesto que los tres están ya, hum, muertos…
—No… no, por supuesto que no —dijo Simon.
—Me alegro. Bueno, te doy la bienvenida a mi casa. Y ahora veamos lo que nos has traído, hum, y qué podemos hacer con ello, ¿te parece?