1804
A veces, Justinia pensaba que había ido al Infierno.
El tiempo y el viaje no habían sido amables con ella. Había sido transportada a lo largo de una enorme distancia, por mar, encerrada dentro del ataúd y sacudida de un lado a otro con tal violencia que la cabeza había estado a punto de desprendérsele del cuello. Los daños habían tardado casi toda una década en repararse, al no tener ya sangre que la ayudara a sanar, ni siquiera después de haber llegado a su destino y de que abrieran su ataúd para exhibirla.
Su único ojo se había enturbiado, y sólo podía distinguir formas borrosas a su alrededor, pero eran formas malignas y amenazadoras. Los esqueletos de enormes reptiles se elevaban a gran altura por encima de ella, con las garras tendidas hacia su cara, y unas descomunales fauces abiertas que pendían sobre ella como para tragársela entera. Sin embargo, estaban inmóviles, porque, al parecer, el tiempo se había detenido en aquella prisión eterna. Todo se había detenido, salvo sus pensamientos.
Dentro del cerebro aún tenía una especie de vida. Una necesidad codiciosa, desesperada, que se negaba a morir. La letanía de «sangre, sangre, sangre» era una especie de latido psíquico. Su necesidad, su inexorable sed, no la dejaba morir. No había esperanza en aquel lugar, ni una sola posibilidad de esperanza, de socorro, pero tampoco de liberación.
Al menos… hasta que él empezó a visitarla.
Se llamaba Josiah Caryl Chess. Se le presentó como un auténtico caballero. Le explicó que había comprado sus huesos en una subasta, y que el propietario anterior no había tenido ni idea de la maravilla que poseía. La habían encontrado en los aposentos de Easling, y los hombres que la habían sacado de allí habían dado por supuesto que estaba muerta. Y que se trataba de un espeluznante trofeo de las depredaciones de Easling. Habían entendido que no era estrictamente humana, y por lo tanto no la habían enterrado, sino que la habían puesto a la venta.
—Cuando me di cuenta de qué estaba mirando, apenas pude contenerme para no gritar de alegría —dijo Chess—. No habría sido bueno hacerlo, ¿verdad? Habría hecho subir el precio inicial. Te compré por casi nada, querida. ¡Semejante tesoro…!
¡El último vampiro conocido, una vampira intacta y dentro de su ataúd original! Habló con palabras acarameladas de lo mucho que la valoraba. Sobre la fantástica adquisición que ella era, y de que haría que él fuera la envidia de todos los cazadores de fósiles del mundo entero. La cubrió con toda clase de halagos, los suficientes como para que ella tuviese ganas de sonreír, si algo semejante aún fuese posible. Y luego escarbó en uno de sus hombros, con un escalpelo y una paleta diminuta. Tomaba muestras, le dijo, para llevar a cabo un estudio científico.
—A veces pienso que todavía estás ahí dentro —dijo con una risa entre dientes—. A veces veo destellos de vida. ¿Qué secretos me estás ocultando, preciosa?
Esto dicho con otra risa paternalista.
Más tarde regresó y le quitó el vestido con cuidado, para examinar mejor todas sus partes, según dijo. A ella no se le escapó que dedicó más tiempo a examinar ciertas partes que otras.
Si hubiera podido mover un sólo dedo, o cerrar las mandíbulas que le había abierto por la fuerza, lo habría devorado completamente en aquel preciso momento. Sus atenciones no le causaban dolor —ella había dejado atrás hacía mucho el umbral del dolor físico—, pero su indignidad sobrepasaba todos los límites tolerables. Lo haría pedazos, lo desgarraría hasta los tendones y cartílagos… Lo haría… lo haría…
Tenía tan pocas energías, los fuegos de su vida eran tan mortecinos, que un único pensamiento podía extenderse durante largas noches, las palabras arrastrándose por las resecas catacumbas de su mente como ciegos gusanos que reptaran en busca de sustento.
Lo mataría. De eso no tenía duda ninguna. No importaba cuánto tardara en hacerlo.
Al final tardó más de veinte años. Como un bebé que aprendiera a caminar, al principio tuvo que dar torpes pasos inseguros. Tuvo que aprender nuevos universos de disciplina, cómo reunir energías, conservar la pequeña llama vacilante de su existencia… y luego canalizar ese calor precioso en un sólo mensaje, un sólo pensamiento que dejó deslizarse al interior de la habitación como un jirón de humo, evanescente y provocativo.
Fue mientras él estaba pelando un hueso de uno de los dedos de sus manos, retirando la carne seca tira a tira. Sujetaba una lupa de joyero en un ojo, y se inclinaba tan cerca de ella que sentía el calor de su sangre como si la bañara un sol de verano. Ella nunca le había visto bien la cara. No sabía de él nada que él no le hubiese dicho… o enseñado. Sin embargo, él había tocado cada parte de ella, y de un modo tan íntimo como lo haría un amante.
«El ajedrez no es mi juego», le susurró, jugando con el hecho de que el nombre de él, Chess, significaba «ajedrez». Si no podía oírla en ese momento, si su cerebro de mortal era demasiado tonto o bruto como para recibir las palabras… pero si… pero si…
«Pero tal vez tú me enseñarás a jugar.»
Él se echó hacia atrás como si ella lo hubiera golpeado. La lupa de joyero cayó al suelo en medio de un tintineo de cristales rotos. La contempló con verdadero horror en el rostro. Y eso, por sí sólo, fue una victoria lo bastante grande como para que un estremecimiento recorriera sus huesos secos.
Pero el hecho de que él no saliera corriendo, no huyera, era mucho más valioso.
«Te tengo», pensó ella, con cuidado de no permitir que las palabras salieran de dentro de su propia cabeza.