31

Glauer subió por la ladera de la cresta hasta una casa que había en la cumbre. La casa no parecía ser nada especial; la pintura estaba pelándose, se le habían desprendido trozos de las molduras, las mosquiteras de las puertas estaban rotas y remendadas con cinta de embalar. Sin embargo, comparada con las casas de La Hondonada era una mansión, un castillo encantado, una fortaleza en lo alto de una colina. Glauer entró por el sendero que reseguía un lateral de la casa, y apagó el motor.

—Este sitio es seguro, ¿verdad? —preguntó, al tiempo que accionaba los cierres eléctricos de las puertas antes de que Clara pudiera saltar fuera del vehículo y correr al interior en busca de Laura—. Esos bichos raros no van a intentar nada, ¿verdad?

Simon negó con la cabeza.

—No, son inofensivos. Sólo… tengan cuidado con la chavalilla.

El corpulento policía se volvió para mirarlo fijamente.

—Quiero decir que… no es que vaya a hacerles daño. Pero si se ofrece a leerles el futuro o, o, o algo parecido, no… no lo acepten.

—Uh, uh —dijo Glauer.

—Y el tipo del brazo de madera… es el que manda —añadió Simon—. A mí me da repelús.

—Claro. —Glauer suspiró y miró a Clara. Durante demasiado rato—. Ahora es demasiado tarde para decir esto, pero…

—Pues no lo digas —lo interrumpió ella.

Él asintió, y las cerraduras de las puertas se desbloquearon. Clara salió del coche y corrió en torno a la casa hasta la parte delantera. Se pasó las manos por los vaqueros porque, de repente, tenía las manos sudorosas.

La puerta se abrió, pero no fue Laura quien salió por ella. Fue Patience Polder. Clara había conocido a la muchacha años antes. La niña se había convertido en una jovencita y perdido toda la grasa de niña. Su cara habría sido bonita si hubiera sonreído, pero tenía una expresión severa. Llevaba un largo vestido blanco de corte recatado, y un sombrerito de puntillas que le cubría una parte del cabello. Miró a Clara con unos ojos en los que había una tristeza casi infinita, pero muy poca compasión. Otras tres chicas salieron tras ella, y sus botas claveteadas hicieron crujir las tablas del porche de madera. Vestían ropa similar, aunque en diferentes colores apagados.

—Hola, Patience. ¿Está Laura en casa? —dijo Clara.

La muchacha de blanco estudió el rostro de Clara durante un largo rato. Las chicas que la acompañaban intentaron hacer lo mismo, pero no lograron imitar la penetrante mirada de ella.

—Quiero que sepa —dijo Patience, al fin— que no la culpamos por lo que va a suceder. Sus motivos, al menos, son puros.

Clara sintió que las mejillas se le encendían.

—Pero bueno, qué demonios se supone que…

—¡En serio! —gritó Simon, que corrió para situarse a su lado—. No Lo Pregunte.

—Vaaaale —replicó Clara—. Eh, ¿puedo hablar con Laura?

—Sí —contestó Patience, pero no se movió de donde estaba. Con lentitud, se volvió para encararse con Simon. Su expresión se suavizó, y le dedicó al muchacho una temblorosa sonrisilla que hizo que Clara sintiera vergüenza ajena. Sabía qué significaba esa expresión. Patience debía de estar prendada de Simon o algo parecido, pero estaba haciendo todo lo posible para ocultarlo. Lo intentaba… y fracasaba en el intento.

—Hola, Patience —dijo Simon. Cruzó los brazos sobre el pecho y alzó la mirada hacia el primer piso de la casa. A Clara se le hizo evidente que no estaba mirando para ver si había alguien en las ventanas superiores. Sólo quería apartar la vista de los ojos de Patience.

Estaba claro que por ese lado sucedían muchas cosas. Emociones profundas y una historia complicada.

A Clara le importaba una mierda.

Se cansó de esperar y apartó a las muchachas para pasar, abrió la puerta mosquitera y entró en un salón adornado con un polvoriento papel de pared y un reloj con un tictac muy sonoro. Era probable que existiera alguna norma increíblemente importante que decía que uno no entraba a empujones, sin más, en casa de los Polder, pero no le importaba. Atravesó la casa, entró en la cocina y miró a uno y otro lado, pero no vio a nadie. Por un momento se quedó allí, observando los rayos de sol que entraban por la ventana y pasaban por encima del fregadero de la cocina, iluminando el polvo que se arremolinaba en el aire. En la casa reinaba un silencio espeluznante, tan profundo que el tictac del reloj parecía un corazón que latiera justo detrás de su cabeza.

Entonces oyó que alguien bajaba por la escalera con pasos pesados. Ella conocía ese sonido. Conocía los zapatos que provocaban ese sonido. Conocía el ritmo de esos pasos, ay, tan bien…

«Ya está —pensó—. Éste es el momento en que me vuelvo y es igual que la primera vez. Como cuando hice que me besara por primera vez. Continuará estando todo allí, todos los sentimientos de los que intenté librarme con tanto empeño, todo el amor. Se me acercará, me tomará entre los brazos y me besará, sólo… sólo me besará, una vez, y en ese beso sentiré todo el tiempo que hemos pasado separadas y por qué ya no tiene la más mínima importancia.»

Se volvió con lentitud, y Laura estaba allí. De verdad. El oscuro pelo de Laura había crecido un poco, de modo que le caía alrededor de las orejas. Había unas pocas arrugas más en torno a sus ojos, y muchos más músculos en sus brazos. Estaba de un sexy alucinante.

En el tiempo que tardó en abrir la boca para hablar, Clara pensó en un millón de cosas que podría decir, y las rechazó todas. Cuando por fin habló, cuando pudo hacerlo, lo único que dijo fue una palabra:

—Hola.

Laura le respondió con un asentimiento. Luego avanzó un paso hacia Clara. Estaba temblando visiblemente cuando habló.

—Pequeña jodida idiota —dijo—. Venir aquí es lo peor que me has hecho jamás.

32 colmillos
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