2006
Después de la muerte de Jameson, Justinia merodeó por los bosques de Pensilvania en busca de presas con mucho cuidado. Ya podía caminar sin ayuda. Podía atrapar a sus propias víctimas. Eso, por sí sólo, era algo glorioso después de tanto tiempo, después de tantas décadas de verse confinada a su propio ataúd. De ser algo muerto que no podía dormir.
Pero no era suficiente.
No podía beber tanta sangre como quería. Cada muerte dejaba un rastro. Cada víctima que mataba era una flecha apuntando a su corazón. Y había otros, otros cazadores. Ineptos, incompetentes… como Fetlock, por ejemplo, aquel hombre del gobierno que era tan malo en su trabajo que constituía un juego de niños no llamar su atención. Los otros, Hsu y Glauer, eran más problemáticos. Los había entrenado Laura y conocían todos los trucos. Acabarían por encontrarla si se descuidaba.
Malvern sabía con exactitud qué debía hacer a continuación. Debería huir, marcharse a lugares en los que nunca hubieran oído hablar de ella. Donde nadie conociera sus secretos.
Sí, eso habría sido lo más prudente.
Pero no se marchó. Se quedó muy cerca.
Permaneció en Pensilvania, bebiendo sólo la cantidad de sangre exacta que necesitaba para subsistir. Todos sus antiguos compañeros y protectores habían muerto, pero sus fantasmas acudían a aconsejarla.
—Necesitas encontrar un nuevo propósito —le advertía Vincombe—. Estás olvidando lo que eres. Una asesina, no una jugadora.
Ella hacía caso omiso de su voz, que le hablaba cada noche. Y sus depredaciones la llevaban de vuelta, una y otra vez, al mismo lugar. Hasta un grupo de árboles ante una alambrada. Una zona patrullada por perros e iluminada por reflectores que le causaban dolor en los ojos.
—Hay sangre más fácil de conseguir en climas más agradables —la aconsejaba Easling, que siempre había pensado en la comodidad.
Ella lo apartaba a un lado agitando una mano mientras observaba a los vigilantes armados que montaban guardia sobre una muralla. Como hombres de armas que guardaran un castillo, ocupados en la defensa de la princesa que se encontraba encerrada dentro de una torre fortificada.
—Puedes encontrar a otros que te amarán como te amamos nosotros. ¿Y no fue eso algo valioso? ¿No te complació siquiera un poco? —preguntaban los Chess.
Ella les gruñía, y ellos se desvanecían como los fantasmas que eran.
—Eres la última de nosotros —insistía Lares. Parecía tan triste, cuando lo veía en su mente…—. Tienes que ayudarte a ti misma, o desapareceremos para siempre.
Esas palabras eran demasiado insustanciales para que ella les prestara atención. En lugar de escucharlas, Justinia se concentró en las puertas de la prisión. En buscar un modo de entrar en el recinto. Para alguien de su talento no debería ser difícil, pensó.
—Ella te matará —dijo Jameson.
Eso, y nada más. Y tal vez tenía razón.
Debería marcharse. Si no podía hacerlo, debería esconderse. Dejar que el tiempo fuera su arma, como lo había sido contra Jameson cuando aún era humano. Dejar que la muchacha envejeciera dentro de los muros de esa prisión. Dejar que se convirtiera en una anciana encorvada y arrugada, hasta que ya no pudiera luchar. Hasta que dejara de ser una amenaza.
Pero, no. Justinia no haría eso. Por mucho que anhelara vivir eternamente, por mucho que deseara bañarse en sangre, había una cosa que no podía hacer, y era dejar que Laura Caxton se le escapara.
Aún no habían acabado la partida que habían comenzado.