33

—Mierda —gritó Caxton. Se volvió a mirar a Clara, pensando por un momento en culpar a su antigua amante por aquello. Pero sabía que era un disparate. Por muy enfadada que pudiera estar con Clara porque hubiera ido a la cresta y desbaratado sus planes tan cuidadosamente trazados, no podía creer de verdad que Clara fuera capaz de conducir a la policía hasta su mismísima puerta.

—¿Quiénes son? ¿La policía local? ¿La estatal? —preguntó Clara, estirando el cuello para ver mejor a través de las ramas de los árboles.

—Baja la cabeza —le susurró Caxton, y empujó a Clara para meterla entre la maleza. Ella avanzó para tener una mejor vista, pero no le gustó mucho lo que vio.

Ocho coches de policía camuflados habían entrado en La Hondonada y formado un círculo protector en torno al claro del centro del pequeño pueblo. El mismo espacio abierto donde la comunidad cenaba en las noches cálidas. Ahora estaba oculto bajo una nube de polvo mientras de los coches salían hombres con chaleco antibalas y cazadoras azules, con las armas a punto y en posición preparada para disparar. Ante ellos, otros cuatro vehículos se detuvieron dentro del círculo que habían formado los coches. Dos de ellos eran vehículos blindados, uno coronado por las antenas y platos de radio que distinguían a los centros móviles de mando, y el otro era un furgón celular blindado, un transporte para presos. Los otros dos vehículos eran jeeps cargados de polis ataviados con todo el equipo de las unidades del SWAT, acorazados y enmascarados, armados con fusiles de asalto.

—Joder, deben estar esperando que aquí se repita la matanza de Waco —susurró Caxton. Se agachó cuando el helicóptero efectuó otra pasada por encima de La Hondonada, haciéndole pedazos los pensamientos con el ruido y las ondas de aire bajo presión.

Desde donde estaba, Caxton podía ver que la gente de La Hondonada se preparaba para un combate con armas de fuego. Se ocultaron detrás de las casas prefabricadas, de espaldas contra las paredes de metal. Algunos hombres tenían armas, fusiles de caza, sobre todo, pero ella contó cuatro pistolas de las que no había tenido noticia. Había hecho más de un recuento de armas en La Hondonada, pero daba la impresión de que algunos de los hombres no le habían dicho la verdad.

Las mujeres, vestidas con sus sencillas ropas y tocadas con sus gorritos de tela, iban desarmadas. Pero podían ser mucho más peligrosas. Dos de ellas estaban ocupadas en dibujar un elaborado signo hex en la tierra de detrás de una de las chozas. Caxton había pasado años con ellas, pero no sabía con exactitud qué esperaban conseguir. Heather, la madre soltera que había coqueteado con Simon, estaba sentada en la posición del loto, encima de una de las casas prefabricadas, con las manos unidas en actitud de plegaria. Estaba muy expuesta allí arriba, y era probable que fuese la primera en recibir un disparo si las cosas salían mal.

No. Caxton tuvo que revisar esta primera impresión. La primera en recibir un disparo sería Glynnis. Porque Glynnis, la de la cabeza afeitada que llevaba tatuajes por todo el cuerpo, estaba a punto de desatar los infiernos.

La mujer tenía los ojos cerrados mientras avanzaba hacia el círculo de policías. Mantenía las manos a los lados como un pistolero que se encaminara hacia un tiroteo. Sobre su espalda se propagó una ondulación de luz a través de los tatuajes, como si cobraran vida. En torno a Glynnis, el aire ondulaba como si ella estuviese generando una enorme cantidad de calor.

—¿Qué demonios creen que van a conseguir? —preguntó Clara, que al menos mantuvo la voz baja.

—El objetivo para el que los entrené. Salvo…

—¿Los has entrenado para luchar contra una redada policial de esta envergadura?

Caxton frunció el ceño.

—Salvo que yo los entrené para luchar contra vampiros. No contra polis. —Caxton negó con la cabeza—. No son la gente más equilibrada del mundo. Están defendiendo su modo de vida, Clara. Es posible que no vean una gran diferencia entre unos vampiros y unos polis.

—¡Tienes que detenerlos!

Puede que Laura hubiese respondido, pero justo entonces se oyó una especie de mugido, el ruido de acoplamiento de un megáfono al encenderse, y ella hizo una mueca de dolor. Reconoció la voz amplificada que habló a continuación:

—¡Somos agentes federales! —declamó Fetlock—. Se rendirán todos ustedes, o mis hombres abrirán fuego. ¡Tenemos autorización para emplear fuerza letal!

—¡Ese hijo de puta! —bramó Caxton—. Maldición. Os ha seguido hasta aquí. —No pudo resistirse. La furia hirvió en su pecho, y añadió—: Muchas gracias por esta encantadora visita, Clara.

—No —insistió Clara—. No pudo habernos seguido. Hemos sido realmente cuidadosos.

—¿De verdad? ¿Cómo de cuidadosos? Porque ese tipo es un marshal que ha pasado años buscándome. ¿Y no te parece que lo habrá intentado con toda su alma? Tiene acceso a los satélites, Clara. Tiene algunos de los mejores rastreadores del mundo en su nómina. Tiene a todo el gobierno de Estados Unidos de su parte. Pero tú, tú y Glauer, habéis sido muy, muy cuidadosos.

—¿Piensas que yo no sabía todo eso? Solía trabajar para ese gilipollas. Sé cómo trabaja, y te digo que tomamos todas las precauciones necesarias para…

—Cállate —dijo Caxton—. Mira… allí.

Abajo, en La Hondonada, Glynnis estaba a punto de atacar.

Los tatuajes de su piel desnuda se retorcían y hervían con luz propia. Se encontraba a no más de una docena de pasos del círculo de policías cuando se detuvo. Levantó ambos brazos hacia el cielo y volvió a bajar las manos con un movimiento grácil. Detuvo los brazos cuando estaban paralelos al suelo, con las manos levantadas de modo que las palmas apuntaran a los coches de policía.

Entre ella y los atacantes no sucedió nada visible. Pero Caxton percibió la energía que manaba de las manos de Glynnis. Le causó dentera. El aire pareció cuajarse en frente de Glynnis, y los policías empezaron a gritar.

Uno a uno dejaron caer las armas, o las arrojaron lejos, como si de repente se dieran cuenta de que tenían en las manos víboras venenosas. Algunos de los hombres se pusieron a luchar con su chaleco antibalas, intentando con desesperación desabrochar las hebillas, como si los tuvieran en llamas. Un policía que había estado apoyado contra el lateral de un coche, gritó como si el vehículo se hubiese puesto al rojo vivo y le hubiese quemado toda la zona del cuerpo que estaba en contacto con él.

—Éste es mi hogar —dijo Glynnis con voz clara y firme. No gritaba, pero Caxton tuvo la sensación de que se la podía oír desde kilómetros de distancia—. No entraréis aquí sin ser invitados. No nos sacaréis de aquí. En este lugar no haréis nada sin mi permiso.

Caxton vio que algunos de los policías asentían, como si estuvieran de acuerdo con todo lo que decía.

—Maldición —admitió Caxton—. Es buena. No creo que Urie Polder pudiera hacer esto mejor que ella.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Clara, alzando la voz—. ¿Vas a permitir que la maten?

Caxton lo pensó durante un momento. Se había endurecido a lo largo de los últimos dos años. Había estrujado la poca humanidad que le quedaba hasta lograr que sucumbiera. Había sabido que se producirían bajas cuando llegara el momento.

—Ella sabe lo que hace.

El megáfono de Fetlock volvió a mugir, cosa que pareció arrancar a los policías de su estado hipnótico.

—¡Éste es el último aviso! ¡Entréguense o dispararemos contra ustedes!

Glynnis no pareció oírlo en absoluto. No se inmutó, no se movió ni un centímetro del sitio. Los tatuajes de su espalda y brazos ardían con luz. Uno de los coches emitió un sonido metálico y se balanceó de un lado a otro sobre los neumáticos en el momento en que manó una erupción de vapor del radiador. Los policías que estaban cerca se alejaron a toda velocidad del vehículo, como si esperaran que explotase.

—Detenla —dijo Clara.

Caxton negó con la cabeza.

—No creo que pueda. ¿Quieres bajar ahí corriendo y cogerla de un brazo? Es probable que pierdas toda la piel de la mano.

—¡Tienes que hacer algo! —imploró Clara.

—Fuego a discreción —ordenó Fetlock.

Los polis con cazadora estaban demasiado ocupados sintiendo pánico como para reaccionar. Las unidades del SWAT, sin embargo, no parecían afectadas en lo más mínimo por el ataque sobrenatural. Los agentes formaron en hileras ordenadas, con una rodilla en tierra, en perfecta posición de disparo. Uno de ellos abrió fuego con su arma, y dos más lo siguieron.

Las balas silbaron alrededor de Glynnis. Caxton sabía de qué eran capaces los hombres del SWAT; sabía cuánto se entrenaban para operaciones como ésa. Era imposible que todos estuvieran fallando. Al menos, algunas de las balas tenían que herir a Glynnis. Pero ella no retrocedió ni un paso. No movió un solo músculo.

—Joder… —dijo Caxton con tono de admiración.

—¡Basta! —gritó Clara, que pasó corriendo junto a Caxton, y recorrió a la carrera los últimos cien metros de la cresta, hasta el borde mismo del claro. A Caxton le dio un salto el corazón dentro del pecho, a pesar de sí misma. La pequeña idiota iba a conseguir que la mataran de un tiro. Sintió el desesperado impulso de correr detrás de Clara, una necesidad palpable de proteger a la mujer que había sido su amante…

Pero no. No. No, no podía permitir que la capturaran en ese momento. No podía permitir que Fetlock la atrapara, no cuando Malvern estaba tan cerca. Acortó la distancia que la separaba de ellos, pero se aseguró de permanecer bien oculta, a cubierto de los árboles.

—¡Glynnis! —gritó Clara—. ¡Glynnis, ríndete! ¡Déjate caer al suelo con las manos por encima de la cabeza!

Era evidente que Glynnis no había esperado eso, porque giró la cabeza una fracción de centímetro hacia un lado antes de detenerse. Antes de que recordara que no podía permitir que la distrajeran.

Fue suficiente para romper su concentración. Y cuando esto sucedió, el encantamiento que la protegía falló.

Las balas le atravesaron el pecho y el cuello. La sangre cayó en regueros por la parte delantera de su cuerpo, ocultando los tatuajes. Permaneció de pie durante una fracción de segundo más, con las palmas aún tendidas hacia los policías. Pero eso no podía durar. Antes de que Clara tuviese siquiera tiempo de empezar a gritar, Glynnis cayó, desmadejada, sobre el polvo, muerta sin remedio.

32 colmillos
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