1772

Mientras huía de una muchedumbre de aspirantes a cazavampiros, ella reía y saltaba de un tejado a otro, esquivando con facilidad sus balas y sus espadas. Aquello de ser, por una vez, la presa en lugar de la cazadora, era una diversión agradable. En especial porque sabía que ellos nunca podrían vencer. Saltó desde lo alto de una posada para atravesar la calle volando con gracilidad, preparándose ya para aterrizar como un felino sobre el tejado del establo del otro lado.

Debajo de ella, los caballos se volvieron locos, pateando dentro de los compartimentos, coceando las puertas para intentar escapar, para recuperar la libertad. Tal vez la distrajeron con sus irritantes ruidos, quizá simplemente calculó mal la distancia.

Como fuera, el caso es que cayó.

Continuó riendo durante toda la caída, mientras el suelo parecía ascender hacia ella a toda velocidad. ¿Y qué, si chocaba con la tierra? Su cuerpo se curaría. Incluso cuando se le rompió un fémur a causa del impacto, ella reía.

Sintió que los fragmentos de hueso de su pierna volvían a unirse, a restablecerse. Se puso en pie de un salto…

… y volvió a caer. La pierna no estaba del todo curada. Sintió que se le rompían huesos nuevos. Entonces dejó de reír.

Aquella noche logró escapar. Pero había estado muy a punto de no lograrlo. Su perfecto cuerpo de vampiro la había traicionado. No quería pensar en lo que eso significaba.

A la noche siguiente, cuando se levantó del ataúd, tendió automáticamente una mano hacia su vestido. Pero antes de ponérselo se volvió y miró el espejo del rincón. No había estudiado su reflejo en años. No había vanidad en ella. Sin embargo, esa noche no pudo evitar mirar. Como alguien que se rasca una picadura de insecto, no pudo resistirse.

Justinia miró el espejo y en él vio muerte. No fue una experiencia tan agradable como una vez había creído que sería.

¿Dónde estaba la muchacha que no había tenido miedo?

Ahora era vieja. Sus pechos eran sacos vacíos que colgaban. Las arrugas de su cara eran como grietas de una máscara de porcelana. Sus brazos, en otros tiempos gráciles y fuertes, parecían palillos de los que colgaban flojos pliegues de carne blanca.

Sangre. Lo único que necesitaba era más sangre. Seguro que unas pocas víctimas más bastarían para restablecerla. Tenía que salir a cazar, y beber en abundancia de la vida que se apiñaba en multitudes a su alrededor en aquella ciudad. Tantos corazones palpitantes allí fuera, tanta sangre…

Nunca iba a ser suficiente.

Cerró los ojos y sollozó hasta que unos regueros de sangre del color de la herrumbre bajaron por sus mejillas y cayeron sobre sus rodillas. En otra época había sido impávida, había abrazado la gran apuesta del destino, la inevitabilidad de la muerte, el descanso y el consuelo que traería consigo. Eso era lo que había atraído a Vincombe hacia ella. Lo había convencido de que ella era digna de su don.

Había sido un estúpido. Pero ella también.

Ella no había temido a la muerte, porque su vida no había sido dulce. Ahora, con todo el poder de su nuevo cuerpo, con toda su fuerza, tenía algo que perder. No volver a salir nunca más por la noche, no volver a pasearse bajo la luna, rodeada por el olor de la sangre, por las venas que palpitaban y relumbraban en la oscuridad… no volver a saltar y correr por el bosque nunca más, cuando era una bestia más temible que cualquier tigre… No volver a sentir el sabor de la sangre nunca más…

Era aterrador.

Abrió los ojos y volvió a mirarse. Tal vez, pensó, los estragos del tiempo le darían tanto asco que recuperaría la falta de miedo. Quizá aceptaría que ya había jugado todas sus cartas y que era hora de acabar. Entonces se arrancaría ella misma el corazón y gritaría, pero sólo durante un momento, y luego la arrasadora marea de oscuridad, de olvido…

Pero en el espejo no vio oscuridad, sino el blanco cremoso perfecto de su cara. Y allí, en el centro, su único ojo encarnado.

Un as rojo en un campo blanco.

El as de corazones.

Una de las cartas más fuertes de la baraja. Siempre que tu mano tuviera el as de corazones, ninguna apuesta estaba realmente perdida, se dijo. Siempre se podía recurrir a un truco nuevo.

Un as…

Podía continuar. Podría continuar para siempre. No como había sido, no tan fuerte. Pero había esperanza, con sólo un as bastaba para tener esperanza. Había un futuro, una continuación. Que tuviera que temerle a la muerte no significaba que no pudiera hacerle trampas.

Sin embargo supo, por primera vez en su vida, que no iba a tener las fuerzas suficientes para ganar la partida en solitario. Supo que necesitaría ayuda. A fin de cuentas, si un as significaba esperanza, cuánto mejor no era tener un par de ellos…

32 colmillos
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