2008
Era una imprudencia acercarse tanto, pero Justinia había perdido una gran parte de su cautela natural. El juego exigía correr ciertos riesgos.
Y a veces simplemente deseaba ver las cosas con sus propios ojos.
Se encontraba encima de una tienda que vendía prendas de lana e hilados en una pequeña ciudad llamada Bridgeville. Tenía un catalejo con el que podía observar cómo, abajo, una furgoneta llena de medio muertos salía a toda velocidad de la autovía y caía por un talud. Dentro del vehículo, los últimos supervivientes estarían haciéndose pedazos los unos a los otros, por orden de ella. No convenía dejar muchos de ellos intactos, porque se corría el riesgo de que los atraparan e interrogaran.
Uno, sin embargo, se mantendría al margen. Uno, el conductor de la furgoneta, que esperaría hasta el momento adecuado.
No tardaría en llegar. Más atrás, en la carretera, el coche rojo se meció sobre las ruedas, con la parte delantera abollada. Uno de los focos delanteros se encendió por un breve instante, y luego se apagó. Las puertas del coche se abrieron, y por ellas salieron dos de los viejos enemigos de Justinia. Hsu y Glauer, los ayudantillos de Laura.
Sabía qué harían a continuación, pero observó con la paciencia que sólo puede reunir un cadáver de trescientos años de edad. Se acercaron a la furgoneta con las armas en la mano. Descubrieron los cuerpos destrozados del interior. Encontraron al conductor, pero no pudieron interrogarle.
Hsu y Glauer no habían corrido, en ningún momento, un peligro real. No, eso habría sido una complicación para los planes de Justinia. Todo aquello debía hacerse de una determinada manera, con total exactitud si quería que funcionara.
Necesitaba reunir a todos sus enemigos en un mismo lugar. A todos ellos: Urie Polder y su puñado de brujas; el marshal Fetlock y su grandiosa maquinaria de la ley; Caxton, ah, sí, Laura Caxton.
Hsu y Glauer eran inteligentes para ser humanos. Sabía que no bastaría con una invitación directa. En lugar de eso tenía que sugerir, darles pistas. Hacer que pensaran que tenían una pista suya, que estaban a punto de encontrarla.
Y durante todo ese tiempo estarían haciéndole el juego a ella.
Cuando se hubo acabado, cuando el último medio muerto se arrancó la mandíbula de su propia cara desgarrada y medio putrefacta, Justinia se retiró por fin a un lugar seguro, a una tienda que daba a una calle situada en las proximidades. Las ventanas habían sido tapiadas con tablones, las puertas cerradas con llave. Se deslizó al interior a través de una ventana rota. Dentro esperaban más medio muertos, junto con las víctimas de aquella noche para Justinia. Un par de adolescentes que habían sido lo bastante estúpidos como para pensar que podían allanar su guarida y hallar en ella un poco de intimidad para sus escarceos amorosos.
Estaban atados y amordazados. Forcejeaban con las ataduras y gimoteaban de miedo. Sabían que la muerte iba a por ellos. A pesar de la diversión que habría podido obtener, no les hizo esperar.