3

Correr le provocaba dolor. Clara sentía la mandíbula como si le flotara, suelta, dentro de la cabeza, y cada vez que se estrellaba contra el resto de su cráneo, una ola de agudo dolor le bajaba por el cuello. A pesar de eso, se concentró en la velocidad mientras su atacante cruzaba la calle a la carrera y se metía en un campo desierto que había al otro lado. Cuando Clara lo siguió, hierbas secas y polvorientas le rozaron las perneras de los pantalones. La vegetación estaba teñida de gris por la luz de la luna creciente. El campo estaba a oscuras, y habría podido perder a su presa de no haber sido por las zumbantes lámparas de sodio, de color anaranjado, de la autopista cercana. La sudadera amarilla que él llevaba era una mancha de luz apenas más pálida en la oscuridad, y ella se concentró en correr tras ella, sus piernas moviéndose a toda velocidad por aquel terreno desigual.

Ante ella se extendía una cerca mohosa. Él saltó por encima apoyándose en el brazo sano, y apenas se detuvo para mirar y ver que ella continuaba tras él. Cuando Clara llegó a la valla, trepó y cayó con las piernas flexionadas en las sombras del otro lado. Él habría podido estar esperándola para tenderle una emboscada, y lo que ella más quería era evitar otra paliza.

No vio ni rastro de él. Tampoco oyó alejarse sus pasos. Tenía que estar cerca.

Al otro lado de la valla se extendía el terreno trasero de un almacén de recambios de automóvil. El chasis de un coche carcomido por el óxido parecía hundido entre las muchas malas hierbas que crecían en las grietas del hormigón rajado. Contra la pared posterior del almacén había un par de gigantescos contenedores que dejaban entre sí una zona de sombras en la que podía ocultarse cualquier cosa. Clara apuntó con el arma al vacío que mediaba entre los contenedores, e intentó controlar la respiración. No podía oír nada por encima de los potentes latidos de su propio corazón.

Lo único inteligente que se podía hacer en un caso como ése era volver atrás, hasta la gasolinera, y rendirse. Darle a la policía local la mejor descripción que pudiera, y dejar que ellos persiguieran a aquel bastardo. Pero Clara sabía que las probabilidades de que lo encontraran eran muy escasas. No le había visto la cara, y ni siquiera sabía si era blanco, negro o asiático. Puede que hubiera dejado huellas dactilares por toda la tienda, pero las huellas sólo resultaban útiles para identificar a personas fichadas, e incluso en esos casos se podía tardar semanas en encontrar una coincidencia.

Si estaba en lo cierto respecto a la identidad del atacante, tendría menos de una semana para atraparlo e interrogarlo. Y había muchísimas preguntas que quería que le contestara.

Llevaba una linterna pequeña al cinturón. La sacó como pudo de la funda con la mano izquierda —con la derecha continuaba empuñando la pistola—, la encendió, pero la mantuvo al lado, apuntando hacia abajo. No quería delatar su posición a menos que fuera necesario. Avanzó con las piernas flexionadas hasta el lateral para tener un mejor ángulo de visión, y luego levantó bruscamente la linterna, de modo que el haz de luz disipara las sombras que mediaban entre los dos contenedores. Dos ojos reflejaron la luz como diminutos láseres, y ella soltó una exclamación ahogada de sorpresa. No había esperado que aquello diera resultado…

…y no lo había dado. Los ojos pertenecían a un gato silvestre que la miraba fijamente como si se preguntara por qué le había interrumpido la cena.

—Lo siento —susurró ella. Y luego volvió a dar un salto cuando la puerta del coche carcomido por el óxido que tenía detrás se abrió de golpe, y la sudadera amarilla salió corriendo de él para meterse en el callejón que había al otro lado del almacén.

Clara maldijo y se irguió de un salto para echar a correr otra vez. Giró a toda velocidad al llegar a la esquina, con la pistola sujeta ante sí y lejos del cuerpo, el cañón apuntando al suelo como le habían enseñado. Se metió la linterna en un bolsillo cuando, al dirigirse a la parte delantera del almacén, vio a su atacante de pie ante el bordillo, mirando hacia un lado y luego hacia el otro, como si tuviera intención de cruzar la calle.

Salvo por el hecho de que la calle era una autopista de cuatro carriles, y cada pocos segundos un coche pasaba a cien kilómetros por hora.

—Alto ahí —gritó Clara, con su mejor voz de poli.

El tipo de la sudadera amarilla se volvió a mirarla, con la cara aún oculta por las sombras. Luego salió corriendo directamente hacia el tráfico.

Clara se lanzó adelante, pero toda su formación social evitó que entrara en la calzada. Llegó hasta el bordillo, y se encontró con que oscilaba adelante y atrás como si se encontrara en el tejado de un edificio y mirase hacia abajo desde veinte pisos de altura. Veía a su atacante corriendo, atravesando un carril, luego el siguiente, mientras los cláxones parecían desgañitarse y los faros delanteros trazaban franjas brillantes en su campo visual.

«Laura se habría metido corriendo entre el tráfico para perseguir al bastardo. Laura era intrépida —se dijo Clara—. Laura habría…»

Oyó el chirrido de unos frenos, y el grave rebuzno del claxon de un camión le reverberó en el pecho en el momento en que levantaba la mirada. Vio al tipo de la sudadera amarilla mirando fijamente las luces de un semirremolque que iba hacia él. Durante apenas una fracción de segundo, Clara creyó ver la expresión de horror en su rostro mientras se movía a derecha e izquierda, intentando decidir hacia dónde saltar.

No tenía tiempo, con independencia de lo que decidiera. El camión lo embistió a ciento veinte kilómetros por hora. O más bien el camión lo atravesó, porque simplemente se desintegró, convirtiéndose en una nube de carne y fragmentos de hueso, como un globo lleno de agua al que pincharan con un alfiler.

El camión frenó hasta detenerse, pero ya era demasiado tarde.

La mente de Clara apenas si registró el horror de lo ocurrido. No podía pensar en eso. Y menos ahora, cuando por fin lo sabía, y con certeza. En aquella fracción de segundo en que el atacante había sido iluminado por los faros del camión, ella había visto con exactitud lo que antes sólo sospechaba. No tenía cara. La piel de la parte delantera de la cabeza había sido arrancada en su totalidad por las propias uñas de su agresor.

Había sido un sin rostro. Un medio muerto.

Un sirviente no vivo de un vampiro.

32 colmillos
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