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Urie Polder usó sus dedos de ramitas para abrir con delicadeza cada uno de los pequeños paquetes que había traído Simon, dejando a la vista pequeños manojos de plantas que parecían casi idénticos. Sin embargo, la cara del jorguin se iluminaba con un nuevo brillo ante cada descubrimiento. Caxton no sabía para qué servían. Sólo conocía los nombres que le había dado a Simon cuando le escribió. Raíz de jalapa, acónito común, mataespectros, heno volador. Muchas de ellas estaban prohibidas, aunque ninguna era un simple narcótico o alucinógeno. Urie Polder había sugerido que podría hacer grandes cosas con esas plantas.
—Es probable que te preguntes qué está pasando —le dijo Caxton a Simon, cuando lo conducía hacia el porche trasero. Echó una rápida mirada hacia la parte posterior de la cresta, pero tenía la certeza de que el ataque no llegaría por ese lado, así que se volvió para establecer contacto ocular.
Simon se encogió de hombros.
—Cuando recibí su carta, tardé un par de días en darme cuenta de quién me la enviaba. No la firmó, y no había remitente… bueno, supongo que lo entiendo.
Caxton asintió. Era una fugitiva de la ley. Alguien que se había fugado de una prisión de máxima seguridad. Los agentes de la policía del estado iban tras ella, y el historial del cuerpo decía que acababan atrapando incluso a los criminales más listos. Ella había permanecido en libertad tanto tiempo sólo porque había sido uno de ellos —una agente especial— y conocía sus métodos.
—Cuando escapé de la prisión, sabía que había sólo un lugar al que podía ir. Era un riesgo, pero no había ninguna otra opción segura. Así que fui a ver a Urie, en su casa del condado de Lancaster. Es la que él llama su «casa de la ciudad», aunque la población más cercana es una aldea amish que está a dieciséis kilómetros de distancia. Me acogió sin hacer preguntas. Éramos viejos amigos, y eso contaba. Y también soy la mujer que mató a Jameson Arkeley. Tu padre.
Simon movió la cabeza, pero no la miró a los ojos.
Caxton ya no tenía tiempo para la compasión.
—Jameson había matado a Vesta Polder, la mujer de Urie, y la había convertido en una medio muerta. Él me agradecía lo que había hecho, dijo, pero no podía tenerme en esa casa de la ciudad. Así que nos mudamos aquí, a su casa de campo.
Pensilvania era un estado viejo y densamente poblado, pero aún tenía zonas deshabitadas. Las viejas minas a cielo abierto tenían la reputación de ser tóxicas e inaccesibles, así que los promotores inmobiliarios se mantenían lejos de ellas. La cresta se encontraba todo lo lejos que podía estar alguien de la civilización en aquella zona.
—¿Y por usted lió el petate y se mudó sin más? —preguntó Simon.
Caxton suspiró.
—La casa de la ciudad era para Vesta, sobre todo. Tenía un provechoso trabajo echando las cartas y exorcizando maldiciones de los campos de los granjeros. Urie trabaja, sobre todo, mediante encargos por correo, así que no importa dónde viva. Desde aquí también puede llegar a la oficina de correos, no le importa conducir durante una hora y media. En cualquier caso, quería venir aquí. Es un buen sitio para él, nadie se queda mirándole el brazo de madera. Todos los que viven abajo, en La Hondonada, son parientes suyos. También son familia tuya, aunque lejana.
—Brujetos —dijo Simon.
—¿Cómo dices?
Simon se miraba los pies.
—Así los llamaba mi madre. Brujetos. Una variación de «paletos», ya sabe… en fin. No sentía mucho respeto por ellos. Decía que eran todos unos garrulos, y que la mayoría era incapaz de diferenciar un verdadero signo hex de algo que se puede comprar en una tienda amish para turistas.
—No son tan malos —dijo Caxton—. También reverenciaban a Vesta Polder. Así que se solidarizan con mi causa. Aquí estoy a salvo. Nadie entra en La Hondonada ni sube a la cresta sin que lo vean, y me lo hacen saber para que pueda esconderme en caso necesario.
Simon posó una mano sobre un hombro de ella.
—Lamento en el alma que tenga que vivir así. Sé que no debe de ser fácil. Escuche, señorita Caxton. Usted me salvó la vida. Cuando papá… cuando él… él…
—La palabra es «mató» —dijo ella—. O «asesinó», escoge tú.
Simon se puso pálido pero no planteó objeciones.
—Cuando mi padre mató a toda nuestra familia, usted me salvó la vida. Así que he hecho lo que me pidió. Cuando recibí su carta, no tenía ni idea de cómo hacer lo que usted quería. Nunca antes había estado en una tienda de santería. Son sitios raros. Ancianitas con unos ojos que lo atraviesan a uno. Velas de Jesús y de la Virgen María por todo el local, y siempre huelen a vinagre y azufre.
—Así es como se sabe que está uno en una verdadera tienda de santería —dijo Caxton—. Es el olor del betún.
Simon se encogió de hombros.
—Vale. Da igual. Fui a unas cuantas de esas tiendas para buscar las raíces que necesitaban, y las tenían, ya lo creo que sí. Pero no quisieron vendérmelas hasta que demostré que era el hijo de Astarte Arkeley. E incluso entonces no dejaban de hacer signos contra el mal de ojo y escupir sobre mi sombra. Quiero decir… ya sé que la magia es real. Mi madre solía hacer cosas bastante mágicas, e incluso me enseñó una o dos. Pero todo estaba relacionado con las cartas del tarot y la comunicación con los espíritus mediante golpes sobre una mesa, y… y… —Sacudió la cabeza—. He estado intentándolo con tanto empeño, intentando… dejar atrás todo esto. Esta vida, la magia, todo eso… yo… es que…
—Lo has hecho bien —le dijo Caxton—. Y te lo agradezco.
—Como ya he dicho, me salvó la vida. Se lo debía.
—Muy bien.
Simon se volvió para mirarla.
—¿Muy bien? Podría decir «gracias», o…
—Ya he dicho que te lo agradecía. Cuando digo «muy bien», es porque quiero algo más de ti. Tengo otra lista… no te preocupes, que esta vez es todo material que puedes comprar en una ferretería. Pequeñas piezas electrónicas, algunos materiales de construcción a los que no tenemos acceso por aquí. Ese tipo de cosas. Necesitaré que vuelvas a las tiendas de santería, pero sólo porque necesito información. Ahora que has comprado en sus tiendas, esas espeluznantes viejecitas confiarán en ti, y tal vez incluso te digan lo que necesito saber. Después de eso, necesitaré que espíes a mis viejos amigos de los marshals, y averigües en qué pistas están trabajando.
—Un momento, yo…
Calló porque la puerta mosquitera crujió al abrirse, y Patience Polder salió al porche trasero. Se enjugó el sudor de la frente con el sombrero de tela, antes de volver a ponérselo sobre el cabello dorado.
—Va a ser una noche calurosa —dijo.
Caxton le dedicó una sonrisilla tensa que abandonó sus labios antes de tener realmente tiempo de formarse.
—Buenas tardes, Patience. ¿Qué tal tus chicas?
—Adelantan mucho. Simon, antes no nos presentaron adecuadamente —dijo. Le tendió una mano, con los dedos dirigidos hacia abajo.
Simon fue a tomarla, pero dio la impresión de no saber si debía estrecharla o besarla. Acabó inclinándose un poco mientras le apretaba los dedos. Tanto Caxton como Patience se quedaron mirándolo fijamente, como si se hubiera decidido por hacerle cosquillas a Patience bajo el mentón en lugar de estrecharle la mano.
Patience fue la primera en ablandarse, dejando caer la mano y dedicándole al muchacho una sonrisa. Tenía cinco años menos que Simon, pero habría crecido mucho últimamente, y Caxton se dio cuenta de que tenía casi la misma estatura que él.
—Te quedarás a cenar —dijo Patience—. Esta noche hay luna llena, y toda la comunidad cenará abajo, en La Hondonada.
No era una pregunta. Simon farfulló algo sobre que quería emprender el camino de vuelta antes de que oscureciera, pero Patience ya había dado media vuelta y entrado en la casa.
—La verdad es que no tienes elección —le dijo Caxton, y le dio una palmada en la espalda— cuando habla con ese tono de voz.
—¿Es quien manda aquí, o algo parecido? —preguntó Simon, que parecía dolido—. Quiero decir que… ¿esto es como una… una secta, y ella es la niña sagrada, o qué?
—Lo has entendido mal —le dijo Caxton—. Ella no te ha ordenado que estés presente en la cena. Ha predicho tu presencia.