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Laura Caxton estaba aprendiendo las ventajas del aburrimiento.
Desde el porche, donde estaba sentada, podía ver hasta el final de la cresta. Veía la parda cinta de tierra del camino que no conducía a ningún sitio en particular, salvo a La Hondonada, abajo. Veía las laderas verdes donde la hierba crecía hasta tres metros de altura, y la nueva plantación de arbolillos que brotaban del suelo, luchando por una oportunidad de llegar al sol. En el pasado, toda aquella cresta había sido deforestada y luego explotada en una mina a cielo abierto que la había dejado cubierta de terrazas y desprotegida ante los elementos, pero eso había sido hacía décadas. La naturaleza sólo necesitaba que la dejaran en paz durante un buen verano para recuperar el control, y en los años transcurridos desde entonces había reclamado para sí la totalidad de la cresta. Recubiertas por aquellas plantas estaban las máquinas de la explotación minera carcomidas por el óxido, trozos de excavadoras y palas cargadoras. Cuando la luz de la tarde se reflejaba en los trozos de un parabrisas roto, éstos brillaban como gemas extendidas sobre el tapete de una mesa de billar. Por la extensión verde corrían animales desesperados, perseguidos por depredadores, agitando los tallos de hierba y haciendo ruiditos que se perdían entre el susurro de las plantas. El calor del día hacía que se elevaran columnas de aire caliente como invisibles pilares de viento, lo bastante fuertes como para que los aguiluchos que patrullaban por la cresta pudieran aprovecharlas durante todo el día, flotando como puntos oscuros muy en lo alto, esperando la oportunidad de bajar en picado y matar una presa.
A Laura, las aves estaban enseñándoselo todo sobre el aburrimiento.
Si querías ser un depredador, tenías que aprender a esperar y a vigilar. Tenías que ser paciente. Tenías que sentarte, quedarte quieta y dejar que la presa acudiera a ti. Era infernalmente aburrido. No se parecía a las ocasiones en las que había ido de caza con su padre, en los tiempos en los que era tan joven que incluso una hora pasada en los fríos bosques le había parecido una eternidad. Aquello era cuestión de seguir pistas y avistar un ciervo desde cien metros de distancia, y luego el repentino ruido del disparo. No. Esto no guardaba ningún parecido con aquello. Las aves estaban enseñándole a ahorrar sus energías. Estaban enseñándole a mantener los ojos abiertos durante todo el tiempo, no sólo cuando esperaba ver algo.
Y estaban enseñándole que incluso el aburrimiento tenía su valor. Porque cuanto más te aburrías, más te fastidiaba tener que esperar tanto, y más agradecida te sentirías cuando por fin te llegara la oportunidad de actuar. Cuando llegara el momento de matar a la presa, estarías tan preparada para hacerlo, tan desesperada por hacerlo, que no te contendrías. Los aguiluchos no necesitaban consciencia, ni filosofía, ni alta tecnología. Sólo deseaban con tanto ahínco matar una presa que acababan lográndolo.
La puerta mosquitera que había detrás de Caxton dio un golpe, pero ella no se sobresaltó. Cualquiera que saliera de la casa era de fiar. Por el sonido de las botas, supo que se trataba de Urie Polder, el propietario de aquella choza, y la persona que estaba ocultándola de la policía.
Urie Polder tenía sólo un brazo. El otro había sido reemplazado por una rama de árbol rematada por ramitas finas a modo de dedos. Debido a que era un chamán, un jorguin, podía hacer que el brazo de madera se moviera casi tan bien como el de carne y hueso. Llevaba una camiseta blanca y una gorra de béisbol, y sujetaba un bote lleno de un líquido amarillo. Algo negro se agitaba en su fondo.
—Es un poco temprano para empezar a beber —dijo Caxton, sin molestarse en sonreír. Él sabría que estaba bromeando.
Urie le respondió con una sonrisa de compromiso y adelantó el bote para que pudiera verlo. La forma oscura de fondo del bote resultó ser un trío de clavos herrumbrosos, retorcidos para formar un nudo.
—Orina de zorro y un amuleto —explicó—. Para alejar las alimañas del jardín. Conejos, topos y bichos por el estilo.
Abrió el bote y salpicó el contenido sobre las tomateras y matas de pepino que se extendían por el huerto que se encontraba a un lado de la casa. Cuando hubo acabado, sacó los clavos del fondo del bote y los enterró en el centro del huerto.
Urie Polder no era la persona más rara que había conocido Caxton, pero estaba cerca de serlo.
Al terminar, volvió a entrar en la casa sin pronunciar una sola palabra más. Sabía que era mejor no molestar a Caxton durante su vigilancia. Las conversaciones ociosas podían ser agradables, pero distraían. Impedían que uno prestara la adecuada atención.
Los aguiluchos le habían enseñado también eso. Eran criaturas solitarias, como solía suceder con los depredadores. No necesitaban compañía mientras esperaban a que apareciese la presa. Se mostraban reservados, no se ponían a charlar los unos con los otros, y apenas si reparaban en la existencia de sus demás congéneres. La temporada de apareamiento había terminado. Ésa era la época de cazar.
A Caxton le gustaba pensar que se había vuelto como esos aguiluchos. Se había librado de todas las partes humanas de su ser que la diferenciaban de aquellos cazadores. Había perfeccionado su método. No había tenido elección, en realidad. No era un ratón de campo lo que estaba esperando. Era un oso pardo. La única oportunidad la tendría si prestaba atención.
Por supuesto, Caxton hacía lo que podía por igualar las bazas. A su lado, sobre la mecedora del porche, ocultas bajo una manta, había una escopeta del calibre doce, dos pistolas Glock cargadas con trece balas cada una, y un fusil con mira telescópica que podía acertar a trescientos metros de distancia. Los aguiluchos tenían sólo sus garras y sus picos curvos.