1983

El hombre estaba empapado, y tan helado que su sangre circulaba como hielo por sus venas. Estaba herido, con los huesos golpeados y astillados, la cara convertida en una máscara de agonía. Sin embargo, aquel hombre tenía algo… algo que asustaba a Justinia hasta la médula, una resolución desesperada que sabía que haría de él un enemigo temible.

Para empezar, sujetaba el corazón de Lares en la mano izquierda como si fuera una manzana negra, como si fuera a darle un mordisco en cualquier momento. Lares cayó hacia atrás, golpeando contra el suelo del barco como un martillo, y sus talones tamborilearon sobre la madera.

Los otros, los viejos, se arrastraron fuera de los ataúdes, pensando en nada más que en matar al humano y beber su sangre. ¡Y qué premio sería aquella criatura que había matado al defensor de todos ellos!

Justinia no sentía congoja ninguna por Lares. Al igual que todos sus caballeros protectores, no había sabido protegerse él mismo. No merecía para nada su congoja. Se limitó a observar con ojos calculadores mientras los otros se arrastraban hacia el humano, y supo que aquello no era lo adecuado, que no había manera de que aquello acabara bien.

El hombre los apartó a patadas mientras las mandíbulas de ellos chasqueaban en el aire que rodeaba sus pies. En el estado de debilidad en que se encontraban no podían hacer nada para detenerlo. Un solo hombre que prevalecía contra media docena de vampiros… era una vergüenza. ¡Qué bajo habían caído! El hombre derramó combustible por la bodega del barco, un hedor terrible que ofendió el recuperado sentido del olfato de Justinia. Y luego les prendió fuego a todos y los dejó. Su obra había concluido.

Los otros gritaban dentro de la cabeza de ella.

«¡Sangre!»

«Sin sangre no podemos…»

«…tenemos que beber la suya…»

«¡Me quemo! ¡Me quemo!»

«¡Bebed su sangre, traédmela!»

Se manoteaban unos a otros… manos en llamas se tendían hacia los demás… en busca de esperanza, de una ayuda que no llegaría… Las llamas estallaron en el espacio cerrado mientras ellos intentaban desesperadamente arrastrarse de vuelta a los ataúdes, a alguna ilusión de seguridad.

Justinia trabajó en su hechizo, el que le había enseñado Vincombe. Sólo ella parecía tener la presencia de ánimo necesaria para protegerse, para actuar de modo racional.

Para, tal vez, sobrevivir.

El ataúd más cercano no era el suyo. Pertenecía a un arrugado vampiro parecido a un murciélago, una criatura de la Ilustración, tan vanidosa que había obligado a Lares a ponerle una peluca sobre la marchita cabeza, aunque no hubiera nadie para verla. Justinia se arrastró por el suelo con un esquelético brazo para llegar hasta ese ataúd. Durante los veinte años pasados bajo los cuidados de Lares había recuperado un rastro de fuerza. Iba a tener que bastar.

Sintió que unos dedos huesudos le aferraban un tobillo desde detrás. Dedicó la energía suficiente a mirar detrás de sí y ver a otro de los protegidos de Lares (uno que se atrevía a afirmar que había visto caer Roma), que tiraba de ella hacia las llamas.

«Consigue sangre para mí —le dijo con el pensamiento—. Necesito sangre.»

«Consíguetela tú mismo, pedazo de pagano», respondió ella, de igual modo, y lo apartó de una patada. Se metió en el ataúd cuando las llamas ya lamían sus laterales, mientras crepitaba la marchita carne del vampiro que había dejado atrás.

Luego cerró bien la tapa sobre sí, cerró los ojos con fuerza y abrigó la esperanza de que bastara con eso.

Las llamas rugieron y luego, de modo muy repentino, fueron reemplazadas por un terrible siseo, como si una serpiente gigante se hubiera tragado entero su ataúd. Sintió que el suelo se hundía bajo ella, sintió que el agua presionaba por todos lados al desmoronarse y hundirse el barco. Un agua gélida empezó a entrar a chorros por los bordes de la tapa del ataúd, pero ella no podía hacer nada para impedirlo, sólo era capaz de sujetar la tapa con las últimas fuerzas que le quedaban, mantener cerrado el ataúd mientras se hundía en las profundidades sin luz.

Era todo lo que podía hacer. Tendría que bastar.

Sintió como los otros morían, uno a uno. Sintió que sus mentes se desvanecían como pesadillas terribles al despertar, sintió sus últimos gritos. Y continuó hundiéndose. El sol estaba saliendo en el mundo de arriba. Ya casi había amanecido. No iba a poder sujetar la tapa durante mucho más tiempo cuando saliera el sol. El agua entraría como un torrente, y quizá esparciría sus huesos. Aquélla podría ser la última trampa que hiciera, las últimas cartas repartidas por el tapete verde. Podría ser el fin.

Podría ser. Podría ser su muerte.

Durante casi trescientos años había esperado aquello. A veces lo había anhelado. A veces había luchado con uñas y dientes contra esa posibilidad. Se aferraba a la tapa porque no podía hacer nada más. Y entonces…

El sol salió, aunque ella no pudiera verlo, y su mente desapareció, como hacía cada mañana, arrastrada por la luz.

Nunca sabría qué había sucedido aquel día. Cómo la habían encontrado, ni cómo habían sacado sus huesos del fondo del río. A la noche siguiente despertó rodeada por el ruido de una maquinaria que bombeaba y parecía chillar. Sobre sábanas frescas almidonadas. Al despertar vio hombres a su alrededor. Y vio la sangre que corría por las venas de todos ellos. Corría rápido… Le tenían miedo.

Ella habría querido sonreír, pero carecía de fuerzas para hacerlo.

Una cara se inclinó sobre ella. Una cara que conocía aunque la había visto sólo una vez antes. La cara del hombre medio ahogado que había matado a Lares.

Me llamo Jameson Arkeley —le dijo—. El tribunal ha dictaminado que no tengo permiso para matarte. Que no puede relacionársete con ningún delito, así que no se te puede ejecutar. Pero el tribunal no ha especificado que tenga que ser amable contigo. No ha dicho que no pueda torturarte para conseguir información. No ha dicho que no pueda convertir tu vida en un infierno.

«Pregunta lo que quieras saber, y hablaré —le contestó Justinia—. Aunque la información tendrá un precio.» Estaba más que dispuesta a cambiar todos sus secretos por otra gota de sangre.

Él no pareció oírla.

Me trae sin cuidado quién eres y quién has sido —prosiguió él—. Han muerto muchos hombres buenos, y tú no. Te odio por eso. A partir de este momento, perra, eres mía.

La bravuconada de él no logró asustarla. Porque había visto algo en sus ojos… una oscuridad que conocía bien. Una oscuridad que habían compartido todos sus hombres.

«¿Lo soy? —se preguntó—. ¿Soy tuya, mi querido Jameson? ¿Seré tu amante, entonces?»

Tal vez… tal vez no. Pero al mirar a los hombres que la rodeaban, a los médicos y policías que habían ido a observarla, lo supo. Lo supo con certeza: uno de ellos la serviría. Daba la impresión de que tendría la suerte de jugar una última mano, de repartir cartas otra vez.

32 colmillos
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