2002
A veces, lo único que hacía falta era una sola mirada.
Malvern ya había conocido suicidas antes. Nunca había conocido a uno tan desgraciado como Efraín Zacapa Reyes. No tenía nada, ni familia ni amigos. Sin esperanzas para la vida ni oportunidades de morir. La artritis de los pies hacía que cada paso que daba fuese una nueva exploración del sufrimiento, pero su falta de estudios significaba que cada día se veía obligado a trabajar de pie. La estricta educación católica le había enseñado que el suicidio era un pecado mortal. Acabar él mismo con su vida sólo empeoraría las cosas; cambiaría la insoportable pero finita existencia en la Tierra, por una eternidad de sufrimiento en el Infierno.
Cuando ella lo conoció, él meditaba sobre cuál de las dos cosas podría ser la peor.
Tenía un empleo, por así decirlo, como electricista de medio pelo. Trabajaba en una variedad de servicios: desmantelando viejas instalaciones obsoletas de propiedades públicas. Sacando cables de dentro de las paredes de edificios que iban a ser derribados.
Cambiaba bombillas quemadas en sanatorios medio ruinosos.
Una suerte enorme conspiró para ponerlo en el camino de ella. El doctor Hazlitt, sustituto del doctor Armonk, había dejado abierta la tapa de su ataúd. También había ordenado instalar luces azules donde ella dormía, porque la luz azul era menos dañina para su piel. Querido doctor Hazlitt. Reyes sufrió un accidente de poca importancia, otro golpe de suerte para ella. La escalera de mano que usaba no era lo bastante alta como para llegar hasta las luces de la habitación. Tuvo que hacer equilibrios sobre el escalón superior, a pesar de todas las normas contrarias a esa práctica. En un momento dado tropezó y estuvo a punto de caer. Logró sujetarse a tiempo, pero en el proceso su mirada cayó sobre el ojo de ella, que lo estaba observando desde abajo.
Apartó la vista con rapidez. No estaban solos; un par de guardias armados la vigilaban desde la puerta. Si aquella mirada mutua se hubiese prolongado, si él le hubiese susurrado algo a ella, los guardias se lo habrían llevado del lugar de inmediato.
Sin embargo, en aquel único momento de conexión, Reyes entendió que había encontrado lo que había estado buscando. Que su dolor y sufrimiento llegaban a su fin.
En toda la experiencia de Justinia, nadie había aceptado tan voluntariamente la maldición. Nadie la había abrazado así, sin ni siquiera un momento de vacilación.
Al cabo de una semana, Reyes se encontraba en un trabajo diferente, desmantelando una subestación eléctrica situada a medio estado de distancia. Se encontraba ante las tripas de un viejo grupo de condensadores. Su trabajo era descargarlos de cualquier electricidad residual, para que pudieran destrozarlos con mazos y venderlos como chatarra.
Esa vez no había nadie observándolo.
Sabía qué tenía que hacer. Sabía qué significaba. Resucitaría. No moriría, y no iría al Infierno, y el dolor desaparecería. Era casi demasiado bueno para ser verdad.
A esas alturas, ya había recibido las instrucciones. Debía crear otros cuatro vampiros en cuanto tuviese la fuerza necesaria para hacerlo. Debía seleccionarlos con cuidado, pero no debía perder tiempo. Cuando se hubiera formado ese pequeño ejército de caballeros protectores, debían atiborrarse de sangre —llenarse al máximo de la deliciosa sustancia—, y luego llevársela a ella para que pudiera restablecerse. Era un plan muy simple. Podía hacerse todo antes de que Jameson Arkeley se diera cuenta de qué se traía Malvern entre manos.
Todo dependía de Efraín Zacapa Reyes. Iba a ser alguien importante. Iba a ser querido. Lo único que tenía que hacer era quitarse los zapatos de suela de goma, despojarse de los guantes aislantes y alargar las manos para tocar un cable pelado. Después de eso, todo llegaría de manera natural.
Justinia había sido muy clara al respecto.
En Arabela Furnace, el lugar donde estaba encarcelada, Jameson le estaba haciendo una de sus visitas semanales. Observaba mientras Hazlitt le hacía pruebas de tonicidad muscular, o más bien de falta de ella. Observaba mientras la alimentaban. La observaba con tanta atención que vio cómo le cruzaba los labios la débil contracción de una sonrisa.
—¿Qué te traes entre manos? —preguntó.
Pero no sospechaba de verdad. Aún no tenía ni la más remota idea de lo que le estaba reservado. Habían pasado casi veinte años desde que él la había sacado del fondo del río. Era el tiempo que había tardado en dar fruto el último plan de Justinia. No iba a estropearlo dejando que él viera sus cartas antes de que estuviesen hechas las apuestas.
Así pues, como cualquier buen jugador, borró de su cara la sonrisa antes de que pudiera delatarla más.