1739
—Todo va bien —le dijo a Vincombe—. Shhh. Túmbate y ya está.
—Yo… todavía puedo… caminar —insistió él, mientras ella lo empujaba al interior del ataúd—. Puedo… salir. Mi trabajo…
—Tu trabajo está hecho, mi señor —dijo ella, y le dedicó una cálida sonrisa.
Había estado practicando aquello durante semanas.
—No —jadeó él, pero no pudo resistir la fuerza de las manos de ella. Lo mantuvo tumbado sobre la seda que forraba el ataúd, y él acabó por relajarse. Acabó por sucumbir al gran cansancio que tiraba de él. Cada noche necesitaba más sangre sólo para mantenerse de pie. Cada noche era más enorme la tarea de llevarle suficientes víctimas. Suficientes como para satisfacer su hambre. Y cada vez ella tenía que inventarse un pretexto que explicara por qué Dios quería que la víctima muriera. Por qué era algo bueno, algo noble que él bebiera de sus venas…
Estaba condenadamente cansada de aquello.
—Dios te recompensará —dijo ella—. Porque has hecho su obra.
—Sí… —dijo él, al fin. Y sus ojos se cerraron.
Estaba flaco como un palo. La piel le colgaba del cuerpo como un traje que se hubiera hecho demasiado grande para su menguante estructura. En otra época le había parecido que era enorme. Fuerte como un león. Más feroz que un tigre.
Pero ya no.
—Sí. Descansa. Pronto llegará el alba, y dormirás.
—Justinia… recuerda…
—Lo recuerdo todo, mi señor —repuso ella. No pudo evitar que la burla se manifestara en su voz, pero él no pareció percibirla—. Recuerdo todo lo que me has enseñado. Todos los hechizos. Todos los secretos. Recuerdo cómo permanecer dentro del fuego sin quemarme. Recuerdo cómo arrastrar a los muertos de vuelta del Infierno y hacer que me sirvan, si he catado su sangre. Recuerdo cómo dominar a los hombres con los ojos y robarles la mente.
—Y… el propósito…
Ella se posó un dedo contra el mentón.
—¿Propósito? Tal vez me he olvidado de eso.
Los ojos de él volvieron a abrirse de golpe. Pero ya era demasiado tarde.
Ella había escondido un mazo en la guarida de Vincombe mientras él descansaba. Un gran martillo de cinco kilos destinado a derribar casas. Cuando él se incorporó en el ataúd y extendió los brazos, ella se los rompió. Luego hizo lo mismo con las rótulas.
Su cuerpo de vampiro podía sanar de cualquier lesión… si se le daba la sangre suficiente para alimentar la transformación. Pero ya no tenía manera de conseguir sangre. Los huesos tardarían mucho tiempo en soldarse solos.
Hasta entonces, no podría hacer nada más que observarla, mientras ella recorría la hilera de ataúdes que él había protegido durante tanto tiempo. Primero Bolingen. Su creador. Ella separó los huesos del pecho de Bolingen —estaba tan decrépito que pudo hacerlo con las manos desnudas—, y le arrancó el corazón como arrancaría una fruta de un árbol.
Bolingen gritó, un ruido que ella oyó más dentro de su cabeza que fuera. Vincombe lanzó una exclamación ahogada de compasión.
Ella apretó el corazón con una mano hasta que estalló.
Margaret fue la siguiente. Luego vino Hoccleve, que había sido la figura paterna de Margaret. Su corazón explotó en una nube de polvo cuando ella lo golpeó con el mazo. Uno a uno, acabó con todos.
—No hay tanta sangre en este mundo —dijo, tras regresar al ataúd de Vincombe—, así que no hay ni una gota que pueda compartirse. Es toda para mí —le dijo al hombre que ella había pensado que era la Muerte misma. El hombre que pensaba que Dios le había otorgado el don de un cuerpo nuevo, un nuevo propósito—. Me temo que tú también tienes que desaparecer.
—Tú… también… envejecerás —resolló Vincombe. Se removía dentro del ataúd. Era patético, como una tortuga patas arriba que intentara con desesperación darse la vuelta en una playa.
Ella lo torturó durante años antes de permitir que muriera de verdad.