21
Volvió a subir la ladera de la cresta en un tiempo récord. Caxton había andado tantas veces por todas aquellas elevaciones que conocía cada paso del camino. Sabía, por lo general, en qué punto iba a resbalar bajo sus pies la gravilla del camino, sabía dónde el fango del camino sería demasiado hondo para cruzarlo. Se deslizó entre troncos de árboles que parecían estar tan cerca el uno del otro que un pájaro no podría haber pasado volando entre ellos, subió por una cuesta cubierta de piedras sueltas porque sabía qué rocas no cederían cuando descargara su peso sobre ellas.
En diez minutos había subido hasta la casa, con la respiración agitada y unos cuantos arañazos, pero sin quejarse. Corrió al porche a examinar sus armas. Todas cargadas, todas listas para disparar, tal y como las había dejado. Se metió una pistola dentro de la cintura del pantalón, atrás, y abrió con brusquedad la puerta mosquitera.
—¡Polder! —llamó—. ¡Polder! ¿Estás aquí?
Podía oír muy amortiguado el sonido agudo de la radio, que ascendía desde el sótano de la casa. Corrió a la puerta y vio que por los bordes del marco escapaba luz. En la cresta había muy pocos sitios a los que se suponía que Caxton no podía ir, pero ése era uno de ellos. Fuera lo que fuese que Urie Polder hiciera dentro del sótano, no quería que nadie lo viera. Había sido muy claro al respecto.
Llamó a la puerta pero, al parecer, Urie Polder estaba demasiado absorto para oírla, o tal vez había puesto la radio demasiado alta. No había que olvidar que empezaba a volverse un poco sordo.
Caxton golpeó la puerta con más fuerza y siguió llamándolo, pero no hubo respuesta.
Y tampoco quedaba más tiempo. Si había intrusos en el bosque, y si habían logrado burlar todas las protecciones de Caxton, podrían ir a por ella en cualquier momento. Ir a por cada hombre, mujer y niño de La Hondonada. Los vampiros podían…
No. No eran sólo «vampiros». No se enfrentaba con unos chupasangres cualquiera. Sólo quedaba una.
La peor de todos.
Malvern. La vampira que le había arrebatado a su pareja, Deanna. El monstruo que se había llevado a Jameson Arkeley. La perra que había metido una cuña entre ella y Clara, y se había asegurado de que Caxton jamás tuviera una vida.
—Urie Polder —gritó Caxton, dándole tirones al pomo de la puerta—. Espero que estés visible porque voy a bajar ahí ahora mismo. —Casi había esperado que la puerta resistiera mágicamente cualquier intento de abrirla, pero no, se abrió sin problemas. Eso le hizo pensar que pasaba algo muy malo.
—¡Polder! —gritó, una última vez. No hubo respuesta.
Bajó por la escalera, pasó ante antiguas y oxidadas herramientas que colgaban de las paredes, ante frascos llenos de clavos y cajas llenas de trapos manchados de aceite. Nada demasiado inquietante. El sótano de su padre de ella había tenido el mismo aspecto.
No obstante, el sótano de su padre no tenía el signo hex más grande del mundo pintado en el suelo.
Los turistas que visitaban Pensilvania Central a menudo compraban signos hex en pequeñas tiendas artesanales del territorio amish. Se llevaban a casa aquellos medallones pintados con brillantes colores, y los colgaban encima del garaje o en la sala de estar. Algún buen turista puede que se tomara la molestia de averiguar qué significaba la extraña combinación de pájaros, árboles y estrellas que tenía el signo hex que habían adquirido. Es probable que obtuviera la información de qué símbolo atraía la buena suerte, cuál la buena salud, y demás.
Lo más probable era que no descubriera que la gente que pintaba los signos hex originales eran inmigrantes de Alemania, y que en Alemania la palabra hex simplemente significaba «bruja».
El signo hex del suelo del sótano de Urie Polder tenía seis metros de diámetro. Era auténtico. Nada de pintura de colores brillantes, nada de hileras de alegres pajaritos. Desde luego que había pájaros, pero parecían dispuestos a arrancarle los ojos a alguien. Aquel signo hex presentaba árboles inclinados bajo un fuerte viento, y un hombre que empujaba un arado del que tiraba una pareja de bueyes. En torno a las figuras había palabras en latín y hebreo, estrellas de cinco, siete y once puntas, signos zodiacales, de planetas y de metales alquímicos. En torno al borde del signo hex había pasajes de la Biblia escritos en griego antiguo. El signo hex estaba también decorado por abundancia de otros símbolos, la mayoría de los cuales Caxton ni siquiera reconocía.
En aquel círculo había trescientos años de historia. La historia de la gente que había llegado a Pensilvania en busca de una oportunidad, y había acabado encontrado minas de carbón y con los pulmones negros. Gente que había acudido allí a causa de la tolerancia religiosa del estado, y observado cómo el resto del mundo continuaba adelante sin ellos, hasta convertirlos en bichos raros. Aquélla era la historia de un país donde se suponía que la magia había sido olvidada, donde la ciencia era el gran negocio, y los grandes negocios eran lo único que importaba. Y también de un país donde la gente aún leía su horóscopo y acudían a pitonisas instaladas en locales comerciales para que les leyeran la buenaventura, y enterraban estatuillas de santos en el jardín cuando querían vender su casa.
Sentado en el centro exacto se encontraba Urie Polder. No estaba, gracias a Dios, vestido de cielo. Pero se había quitado la camisa y ella vio el punto en que el brazo de madera se unía al hombro. La herida que lo había dejado sin brazo debería haber tenido un aspecto horrendo. Incluso en ese momento, la piel estaba roja e irritada, hecha jirones que colgaban como faldones de aspecto doloroso. El brazo de madera no estaba sujeto mediante correas a su cuerpo, sino que había echado gruesas raíces que se hundían en la carne, supuestamente anclando el brazo artificial a los auténticos huesos.
Estaba mirando en otra dirección cuando ella entró en el sótano. La radio tenía el volumen lo bastante alto como para impedir que se oyeran sus pasos; un contertulio de derechas hablaba sobre que a los niños debería exigírseles que rezaran el Padre Nuestro cada vez que juraran la bandera en el colegio, porque básicamente eran lo mismo. Caxton se acercó a la radio y la apagó.
La cabeza de Urie Polder giró con brusquedad y la miró con ojos desconcertados. Estaba jadeando, y ella se dio cuenta de que lo había sobresaltado.
—No he sentido que entrabas, hum… —dijo.
No dijo que no la hubiera «oído» entrar. Caxton entendía la diferencia.
—¿Tus protecciones no me han detectado?
Él frunció el ceño, que era toda la respuesta que ella necesitaba. Luego él cogió la camiseta blanca y se la puso sobre el hombro herido.
—Ella está aquí. O… muy cerca.
—¿Estás segura?
—Las chicas de Patience han encontrado huellas en el bosque. Ahora están haciéndoles algún tipo de hechizo. Pero eso ya significa que alguien ha cruzado nuestra mejor línea de defensa, el cordón de teleplasma, sin activarlo. Y si yo puedo entrar en tu… tu sanctasanctórum sin que te des cuenta de que alguien baja por la escalera, entonces…
—Caminan con pies ligeros, hum —dijo Polder, al tiempo que cabeceaba. No parecía particularmente preocupado.
—No puede tratarse de nadie más, ¿verdad?
Polder se encogió de hombros.
—Siempre hay alguna manera de esquivar la magia. Incluso mi magia. Podría tratarse de cualquiera, si conoce los hechizos correctos para contrarrestarla. Pero tengo que decir que la sensación que me produce no se corresponde con ella.
—¿No?
—Mira, cuando camina, un vampiro deja rastros. Una especie de inmundicia en la tierra. Hace que a las cosas les cueste crecer donde ha pisado el vampiro. No percibo eso ahora.
—Vale, pues sería un medio muerto. Uno de los siervos medio muertos de ella.
—Puede que sí.
—No tiene importancia. Debemos presuponer que se trata de ella, que nos ha encontrado. ¿Vale?
Polder no se mostró en desacuerdo.
Ella quería realizar más preparativos, concentrarse más en la tarea inmediata. Sin embargo, había algo raro en el sótano de Urie Polder. Una sensación de paz que ella no sentía realmente, pero que le era… impuesta. No, no se trataba de eso. No era algo tan invasivo. Pero el signo hex tenía algo que la hacía sentir en calma cuando lo miraba.
—Este signo —dijo— está haciéndole algo a mi cabeza.
Urie Polder rió.
—No es nada tan siniestro. Éste es mi lugar seguro. No hay muchas cosas que puedan atravesar estas líneas. Ah, no pararán las balas, ni a un monstruo desbocado. Pero, hum, las preocupaciones cotidianas se quedan fuera, revoloteando en torno al borde porque quieren entrar pero no pueden.
—Eso tiene que ser agradable —dijo Caxton, aunque estaba pensando en lo peligroso que podría resultar algo así. La gente que no tenía magia usaba drogas para sentirse de ese modo. Sacudió la cabeza.
—Magia… Cuando era niña solía oír historias. Mi padre, que era sheriff del condado, me contó historias sobre cosas que él había visto en los oscuros caminos rurales. Pero nosotros nunca las creímos de verdad, ya sabes. —Pensó en quién era la persona con la que estaba hablando—. No, es imposible que lo sepas. Fuera de esta hondonada la gente cree en la ciencia. Aquí es diferente.
—Hum, siempre he sido un gran partidario de la ciencia.
—¿De verdad?
—La ciencia tiene algo de sentido, ¿no? Siempre funciona. Es respetable. La magia no funciona así. Cualquiera que practique la magia conoce esa frustración que se siente cuando un encantamiento que ha funcionado un millar de veces, deja de hacerlo de repente. Y uno no sabe por qué.
Caxton hizo una mueca.
—Yo cuento con tu magia para lo que se avecina.
—Pues eres tonta. —Pero sonreía.
—Pero ¿cómo funciona la magia, en realidad?
—Me encantaría saberlo. Nadie tiene ni la más remota idea, si quieres que te diga la verdad. —Polder se frotó la cara con los dedos de madera—. Es como un libro de cocina que pasa de madre a hijo durante generaciones. Tú sabes que las recetas sirven para algo. Y las pruebas tú mismo, y a lo mejor consigues lo que querías. Pero nadie sabe de dónde salieron esas recetas. Nadie sabe por qué funcionan. Simplemente tienes que confiar en que lo hacen. Y si a ti no te funcionan, no hay a quién recurrir.
—Tú pareces lograr que funcione de manera bastante fiable.
Polder meneó la cabeza.
—No es que no me haya costado. —Alzó el hombro de madera y lo dejó caer otra vez—. Los hay que pueden hacerlo mejor que otros, eso es todo. Mi Patience tiene un verdadero don. En La Hondonada, están Heather y Glynnis, ellas tienen magia de verdad. Pero si nos reúnes a todos, ni siquiera tenemos el poder que poseían en el dedo meñique Astarte Arkeley o mi Vesta, que en la paz de Dios esté.
Caxton asintió. No había llegado a conocer a Astarte Arkeley cuando estaba viva, sólo había hablado con ella por teléfono, pero por lo que había oído contar, Astarte había sido una maga poderosa. A Vesta Polder sí que la había conocido. Vesta había sido una buena amiga de Caxton, aunque la bruja la había hecho cagarse de miedo. Para Jameson Arkeley había sido algo más que una simple amiga, al menos cuando vivía. Vesta había sido una gran aliada contra los vampiros, y luego Jameson la había asesinado. Había ido a por todas las personas que alguna vez había amado cuando era humano. Había matado a su propia mujer, y a su amante.
Por primera vez, ella se dio cuenta de la conexión que existía entre ambas.
Jameson no había escogido a su esposa ni a su amante porque fueran hermosas, ni porque supieran cocinar, ni por ninguna otra razón normal. Las había elegido porque eran brujas. Al parecer, el hermano de él también había tenido talento, aunque no llegaba al nivel de Urie Polder. Y sus hijos habían sido iniciados en los círculos mágicos. Él se había asegurado de que así fuera.
Había intentado montar la misma trampa que ella estaba tendiendo. Jameson Arkeley, el muy hijo de puta. Había ido siempre muy por delante de ella. No sentía afecto por los brujetos, sino que los coleccionaba. Hacía que se quisieran los unos a los otros, hacía que se unieran como un ejército que pudiera luchar contra los vampiros.
Cuando se convirtió él mismo en vampiro, lo primero que hizo fue matar a toda la gente que había reunido. Por entonces, ella había pensado que sólo intentaba cortar los vínculos con su propia humanidad, que había ido a por su propia familia porque no podía soportar pensar en lo que se había convertido. Pero siempre había sido más inteligente que eso.
Había estado intentando eliminar una peligrosa amenaza. Las familias de brujetos —los Polder y los Arkeley— se contaban entre las pocas personas del mundo que podían acabar con él. Así que debían desaparecer.
—Te tienen miedo —dijo Caxton—. Los vampiros tienen miedo de la magia.
—Te he dicho que no sé quién escribió el libro de cocina —dijo Polder—, pero sí que sé por qué se escribió. Hum, para darnos una oportunidad contra ellos.
—Claro. Antes de que existieran las armas de fuego, necesitábamos algo que nos permitiera defendernos de los vampiros. Así que por eso se inventó la magia.
—La cosa es más complicada.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—¿Quién crees que fue el primero que escribió el libro de cocina?
Ella captó de inmediato lo que quería decir.
—Las oraciones que usas tú son iguales que sus hechizos —dijo, con un susurro—. Ay, Dios mío…
—Hasta la última pizca de magia que poseo, cada hechizo, cada encantamiento. Tardamos años en aprender, y el precio que pagamos es elevado. Y todo para hacer lo que ellos pueden hacer sin el más mínimo esfuerzo.
—Ay, la hostia —dijo Caxton—. Como Prometeo cuando les robó el fuego a los dioses. Vuestros antepasados les robaron la magia a los vampiros. —Entonces se le ocurrió algo—. Justinia Malvern es una maestra de los hechizos. Los otros vampiros a los que he conocido, incluso el viejo Alva Griest, decían que ella era cien veces mejor con los hechizos que cualquiera de ellos. No tienes la más remota posibilidad contra Malvern, ¿verdad?
Era algo cruel de decir, e incluso Urie Polder, el Urie Polder calmado, callado, cuyo talante era el de un monje zen, se sintió herido por las palabras de ella. Su rostro se ensombreció por un momento, como si fuera a responder con otra crueldad.
Pero el signo hex del suelo del sótano obró su magia y el enojo abandonó su semblante.
—Haré todo lo que pueda, ya verás cómo lo hago —respondió con una sonrisa triste.
—Lo… siento —dijo Caxton, aunque le costó tener ese sentimiento—. Mira, de todos modos tenemos otras defensas.
—Sí.
—La cueva —dijo Caxton, mientras se frotaba el caballete de la nariz—. Está preparada, ¿verdad? Todo lo preparada que puede estar. Es allí donde acabará la cosa. Tengo una… sensación.
—¿Estás desarrollando un don, precisamente ahora?
Ella negó con la cabeza.
—Es sólo una corazonada. —Y tenía otra—. Escucha —dijo—. Hace años, cuando te conocí… cuando Arkeley me llevó a conocerte, tú me enseñaste lo que tenías dentro del granero. Aquella noche, Vesta me echó las cartas y me regaló un pequeño amuleto para protegerme contra los vampiros. ¿Lo recuerdas?
—Hum…
—No lo hizo gratis. Cuando pidió que se le pagara, Arkeley te dio algo a ti, una bolsita…
—Todavía la tengo —dijo Polder. Se puso de pie y se acercó al banco de trabajo que tenía contra la pared opuesta. Sobre el banco había una piel de fantasma, un brillante trozo iridiscente de lo que podría haber sido cuero pero, decididamente, no lo era. Resultaba difícil mirarlo. Polder no le hizo el menor caso y metió una mano dentro de un cajón que había debajo. Sacó la bolsita, y luego vació el contenido en las manos ahuecadas de ella. Uno tras otro, cayeron de dentro de la bolsita, afilados y blancos.
Treinta y dos en total. Treinta y dos colmillos. Jameson Arkeley los había arrancado personalmente de la mandíbula del vampiro Congreve con un par de alicates. Congreve había sido el primer vampiro que Caxton había conocido. El primero que había ayudado a matar.
—Entonces, cuando te llevó esto, Vesta dijo que ya les encontrarías una utilidad. Pero nunca lo hiciste. Los guardaste para cuando los necesitáramos de verdad. Has estado esperando esto, ¿verdad? Igual que yo.
—Así es. Y sé exactamente qué hacer con ellos. No te preocupes más, muchacha. Estará listo a tiempo.