16

Clara salió a toda prisa a la zona de aparcamiento para dirigirse en línea recta hacia su Mazda. Si Glauer la seguía, decidió, se negaría a hablar con él. Daba igual si se disculpaba por lo que había dicho, e incluso si prometía ayudarla a encontrar a Laura. Simplemente no se le hablaba a la gente de aquella manera, nunca, y…

Estuvo a punto de no fijarse en la furgoneta.

Nunca había sido una verdadera poli. Había comenzado como fotógrafa policial, y hasta hacía poco no había comenzado como especialista forense. Así pues, no tenía el tipo de instintos que desarrollan la mayoría de los polis, las dotes de observación que se convierten en una segunda naturaleza con el paso del tiempo. Había sido una fotógrafa muy buena en su momento, pero que muy buena, y la furgoneta era lo bastante fea como para ofender su sensibilidad. Era un modelo grande y negro, que tenía una escena de lobos aullando a la luna pintada con aerógrafo en un lateral, y no muy bien pintada. Frunció los labios en un gesto de asco. Era el tipo de vehículo que a ella y sus amigos del instituto les habría parecido la furgo de un pervertido zumbado.

Se encontraba aparcada cerca de la salida del aparcamiento, y podría haber pertenecido a un cocinero o un pastelero que trabajara en la parte posterior del restaurante. Pero eso no explicaba por qué estaba abierta la puerta lateral corredera de la furgoneta, ni por qué tenía el motor en marcha.

Intentó hacer dos cosas al mismo tiempo. Se volvió a toda velocidad con la intención de gritar para pedir ayuda. Puede que en ese preciso momento no quisiera dirigirle la palabra a Glauer, pero él continuaba siendo un policía, y del tipo que podía intimidar perfectamente a cualquier aspirante a violador. La segunda cosa que intentó hacer fue desenfundar la pistola.

Unas manos huesudas le impidieron hacer ambas cosas. Una se apretó sobre su boca y ella sintió que los dedos que se le deslizaban entre los dientes tenían un sabor seco, muerto. Otra mano le sujetó la muñeca antes de que pudiese siquiera desabrochar la correa de la pistolera.

—No te muevas. No digas nada —le dijo el atacante, que se encontraba detrás de ella. Tenía una aguda voz que reía tontamente y que ella conocía demasiado bien—. No vamos a matarte… todavía.

Había dicho: «vamos». Eso sugería que había otros. Se había metido en una trampa horrenda. Y sabía con exactitud quién se la había tendido, y lo mal que podían ponerse las cosas, y con qué rapidez.

—Eso es. Vamos a dar una vueltecilla en coche. Quédate callada y no te haré mucho daño. Je, je.

Clara pensó en otras dos cosas que podía hacer. Esta vez tuvo más éxito.

Hizo girar la muñeca dentro de la esquelética mano que mantenía la suya apartada de la pistolera. Los dedos del atacante se deslizaron hacia abajo, sobre la parte más ancha de la mano de ella, y perdieron la férrea presa. Al instante, su mano quedó libre.

Lo otro que hizo fue morder con mucha fuerza los dedos que tenía metidos dentro de la boca.

Durante sus estudios como analista forense le habían exigido que tomara al menos un curso de defensa personal. Se había apuntado a los cuatro que ofrecían, y obtenido sobresaliente en todos ellos.

El atacante gritó. Los dientes humanos podían atravesar de un mordisco los pequeños huesos de los dedos de cualquiera si mordían con la suficiente fuerza. Los dedos de los medio muertos eran mucho menos sólidos. Las articulaciones que tenía dentro de la boca se separaron por los nudillos, y se le llenó la boca de carne seca, carente de sangre. Tenía unas ganas desesperadas de escupirlo todo… pero aún no.

El cierre de la pistolera se soltó con un chasquido, y su mano se cerró al instante sobre la Glock. Giró sobre los talones y disparó a bocajarro al pecho del atacante.

Cayó como una muñeca de trapo. Era un varón delgado, de alrededor de veinticinco años, que vestía una sudadera con capucha. Igual que el otro al que había perseguido desde la tienda de la gasolinera, al que había hecho pedazos el semirremolque. Éste estaba en baja forma. Pero no había manera de que Fetlock pudiera negar que se trataba de un medio muerto.

Lo único que tendría que hacer sería echar una mirada a la cara de aquel hijo de puta.

O a la ausencia de cara.

«Como espaguetis hervidos» era lo primero que siempre se le ocurría a Clara cuando veía una de esas cosas. Lo segundo era que no quería volver a comer espaguetis nunca más. Los medio muertos eran criaturas antinaturales, atormentadas por su propia existencia no muerta. Expresaban su angustia rascándose la cara con sus uñas rotas hasta que se desprendía toda la piel. Lo que estaba mirando era tejido muscular desnudo, exangüe, encogido y tenso sobre el cráneo del hombre. Sus ojos oscilaban como ostras podridas en una masa de temblorosa carne fibrosa. Su boca carente de labios se extendía hacia los lados en una mueca que mostraba todos los dientes.

Gritaba pidiendo misericordia, apretándose el pecho herido con la mano mutilada. Su voz era tan aguda y chillona que a Clara le hacía daño a los oídos. Le dio una patada en la cara y él calló. Otra cosa más que le habían enseñado en la academia. Lleva siempre zapatos cómodos y prácticos.

Había dicho que había otros. Retrocedió un paso hacia el restaurante, observando el aparcamiento en busca de cualquier signo que indicara que había otro atacante. Detrás de sí oyó sonar una campanilla, y estuvo a punto de disparar la pistola a causa del pánico.

Pero no era un medio muerto lo que tenía detrás. Era Glauer. No dijo una sola palabra. Se limitó a avanzar para cubrirla con su arma.

—Hay más —dijo ella—. No sé cuántos.

Miró a través de la oscuridad hacia la furgoneta, intentando ver si había alguno de ellos en el interior. Pensaba que podría haber alguien en el asiento del conductor, pero resultaba difícil saberlo.

—Vale. Avanza despacio. Nuestro objetivo es esa furgoneta.

—Entendido —respondió Glauer en voz baja.

Se movían un paso por vez, espalda con espalda, cubriéndose el uno al otro en perfectos arcos de disparo que abarcaban la totalidad del aparcamiento, exactamente como les habían enseñado.

A Clara no se le ocurrió mirar hacia arriba.

—¿Ves algo? —preguntó Glauer.

—No, yo…

La respuesta de Clara se cortó en seco cuando algo atravesó el aire hacia ella, volando a demasiada velocidad para que pudiera apartarse. El tiempo pareció ralentizarse, de modo que Clara tuvo una oportunidad perfecta para ver llegar un gran cuchillo afilado de cocina que iba hacia ella, girando sobre los extremos. Intentó volverse hacia un lado y consiguió que se le clavara en la cadera. Le atravesó limpiamente la falda, le perforó la piel y luego cayó y repiqueteó en el suelo.

Clara gritó y cayó sobre una rodilla.

Glauer ya había reaccionado. Giró, con la pistola sujeta con ambas manos, y disparó contra una silueta oscura que había en el tejado del restaurante. La silueta estalló en una nube de fragmentos de hueso y alaridos. Al instante, otras tres sombras se separaron de un lateral del restaurante, donde había unos contenedores, y corrieron hacia la furgoneta.

Glauer disparó dos veces más, y las balas casi le arrancaron a uno un brazo. Clara intentó apuntar con su pistola pero, antes de que pudiera hacerlo, los medio muertos saltaron dentro de la furgoneta, que se alejó en la noche haciendo rechinar los neumáticos.

—¿Estás herida? —preguntó Glauer—. Llamaré a una ambulancia y…

—Por nada del mundo vamos a quedarnos sentados aquí esperando refuerzos —dijo Clara. Se puso de pie. Podía apoyarse en la pierna herida, y con eso le bastaba. Sacó del bolsillo las llaves de su coche y corrió hacia el Mazda—. Vamos —dijo—. Vamos en mi coche. Sé cómo conduces.

32 colmillos
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