1783

Intenta sentarte. Sólo un poquito más —dijo Easling—. Eso es. Lo haces muy bien.

¡Maldito seas! —dijo Justinia con una voz que sonaba como los gorjeos de un chorlito. Le resultaba doloroso moverse. Abrir la boca le causaba dolor.

Sólo un poco más. No hay mucha. No quiero desperdiciarla. —Se inclinó sobre ella y dejó que la sangre cayera en hilillos de su boca, sobre los dientes aún afilados de ella. Con cada gota ella sintió despertar la vida en su interior, sintió nuevas fuerzas. Pero no las suficientes.

Estoy preparada para el resto —dijo, cuando él se retiró.

Es todo lo que hay —replicó él, y la miró con ojos compasivos. Los ojos encarnados de un vampiro nunca deberían mirar así. Ella lo maldijo en silencio un millar de veces. Lo necesitaba, eso lo había aceptado, no podía continuar sin los cuidados de él. Pero ¿Easling no podía ser un poco más cruel? Justinia pensaba en lo que ella le había hecho a Vincombe. Horrible, tal vez… pero era lo que se necesitaba para ser un asesino. Un cazador.

Su ojo se esforzaba por seguirlo mientras él iba de un lado a otro por sus aposentos. Sus manos se movían tanto de un lado a otro que la distraían.

Debes entender que van detrás de mí. Se ha organizado un gran alboroto por el vampiro que fue visto en el mercado de grano… no es fácil. Nunca antes había sido tan difícil encontrar víctimas. Y tienen muchas armas de fuego. Muchísimas. Hay mosquetes dondequiera que mires, y soldados… las tropas han vuelto, han regresado de América, y…

Han ganado esta última guerra. Muy bien —lo interrumpió Justinia con voz ronca. La fuerza de la sangre ya estaba abandonándola, consumida por su necesidad. Volvió a tenderse sobre el tapizado de seda del ataúd. En esa época ya le resultaba mucho más fácil no moverse. Había sido muy activa durante años, pero en esos momentos… podía dormir. Podía dormir tanto como le apeteciera—. Los hombres de la Corona nunca serán derrotados.

Ah —dijo Easling.

Habría requerido demasiada energía preguntarle por qué parecía tan incómodo, así que se limitó a esperar a que se explicara.

Ellos… es decir… ellos, más bien… Bueno, han sido derrotados.

Nada de aquello tenía importancia, por supuesto. La Historia era un juego de mortales. Pero tenía que admitir que estaba intrigada.

Las colonias…

Han obtenido su libertad. Bueno… hace tiempo que la cosa se veía venir, así que no es ninguna sorpresa, en realidad, pero se ha firmado la paz y… y… ¡No, Justinia, no permitas que esto te altere de esa manera! No luches, querida mía.

América es libre —dijo ella. No estaba tan alterada como había esperado—. Imagina cuánto más fácil sería para nosotros la vida allí —le dijo a él—. En ese vasto territorio. Podríamos alimentarnos de rojizos indios y beber hasta hartarnos sangre de bostonianos. —Cacareó un poco. El sonido que hizo no podía describirse como risa—. Sí —dijo—. Lo veo tan claro…

No hagamos ningún plan grandioso de momento… —le pidió él.

Los ojos de ella se abrieron de repente.

Maldito seas, Easling. Yo necesito más sangre. Tengo que conseguirla. Tienes que traerme víctimas vivas. No debería ser tan difícil. ¡Yo te di la fuerza, el poder! ¡Úsalos, por amor del Diablo, mientras aún puedes!

Sí, por supuesto, es sólo…

¡Excusas! ¡Lloriqueos, eso es lo único que obtengo de ti! No es de extrañar que tu mujer estuviera tan insatisfecha. ¡Tráeme sangre!

Ya te lo he dicho, de verdad que no es seguro ahora mismo, y en cualquier caso faltan pocas horas para el amanecer, así que…

¡Ahora! ¡Sangre! ¡Tráeme sangre!

Lo hostigó hasta que él volvió a salir. Estaba complacida con el control que tenía sobre aquella patética criatura. Sabía que no tardaría en regresar con la sangre que ella necesitaba… la sangre… la sangre… el sólo hecho de pensar en ella bastaba para hipnotizarla, para aturdir sus sentidos. La sangre… la sangre… se convirtió en una resonante salmodia dentro de su mente.

La sangre. La sangre..

Transcurrirían muchos, muchos, años antes de que ella se enterara de cómo lo habían atrapado, inmovilizado por un bosque de bayonetas, atravesado por un centenar de balas de mosquete. Arrastrado hasta el mercado y allí, atado a una estaca que habían clavado junto a la picota, lo habían quemado. Los alaridos se oyeron por toda la ciudad, entre las aclamaciones de la gente que se veía libre del monstruo. Eso bastó para calmar, al menos un poco, el dolor de la vergüenza nacional.

Ella sólo podía oír sus propios pensamientos. La necesidad que resonaba dentro de su cráneo, constante y eternamente. «Sangre. Sangre. Más sangre.»

Cuando la puerta de sus aposentos volvió a abrirse, no fue Easling quien entró, sino unos hombres vivos.

32 colmillos
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