47

Estaba demasiado oscuro. Clara no podía ver nada de lo que sucedía en el claro. Sólo oía gritos. Luego salieron algunas figuras de la oscuridad, y alzó el fusil pensando que Malvern tenía que haber llevado refuerzos, más medio muertos que acabaran con la poca resistencia que quedara. Estuvo a punto de disparar a bulto contra la multitud de formas oscuras, cosa que habría constituido un terrible error. No eran medio muertos los que iban hacia ella, sino brujetos.

—¡Está aquí! —gritó una mujer con sombrerito de tela. Llevaba contra el pecho un bebé que berreaba—. ¿Qué hacemos?

Glauer se puso de puntillas para ver el interior del claro, para ver qué estaba sucediendo.

—Vayan a los vehículos. Llévense cualquier coche que puedan. Si no pueden encontrar un coche, huyan corriendo por la carretera… oiga —dijo, al tiempo que sujetaba por un brazo a un hombre que llevaba un sombrero de paja—. ¿Dónde está Urie Polder? ¿Dónde está esa mujer… Cómo se llamaba…? La que sabía hacer magia de verdad.

—Heather —dijo Clara.

—Eso. ¿Dónde están esos dos?

El hombre se rascó como loco la barba, con los ojos desorbitados en la luz roja del fusil de Clara.

—No lo sé con seguridad… estaban… nos dijeron que huyéramos hacia aquí. Ellos…

—Maldición, Polder va a intentar luchar contra ella —dijo Glauer, al tiempo que se volvía a mirar a Clara. Apartó de un empujón al brujeto y lo envió hacia el círculo de coches de policía que estaban aparcados, a pesar de que eso significaba volver en dirección al claro, volver al peligro—. Clara, ahí atrás hay niños. Polder tiene que estar conteniéndola lo mejor posible para darles una oportunidad de escapar.

—Ya —dijo ella—. Supongo que vas a ir a ayudarlos.

Glauer asintió. Sus propios ojos estaban apenas un poco menos desorbitados que los ojos de los brujetos.

—Pero tú no. Sal de aquí. Ayuda a esta gente a llegar a un sitio seguro.

—No me marcharé.

—No tengo tiempo para discutir contigo —dijo Glauer—. Darnell, llévesela de aquí. No me importa lo mucho que ella se resista.

—Lo siento, compañero. Ni hablar —dijo Darnell. Se colgó el fusil de un hombro y echó a andar hacia el claro—. Tengo otras órdenes.

—¡Maldición! —dijo Glauer, y asió a Clara por un brazo—. Tienes una posibilidad de sobrevivir. Tienes una posibilidad de vivir.

—No me marcho —insistió ella.

Él se encrespó y se irguió en toda su estatura. Si la cosa llegaba a los golpes, ella perdería sin remedio. Pero nunca llegaría a eso.

—No voy a marcharme sin Laura —anunció ella—. ¿Lo entiendes?

—No, maldición —le dijo él—. No lo entiendo en absoluto. No después de cómo te ha tratado. No después de los dos últimos años. —Ella se disponía a hablar, pero él levantó una mano, pidiendo paz—. Pero sé que lo dices en serio. Ven, entonces, si has tomado la decisión.

Partió con rapidez tras Darnell, y ella lo siguió pegada a sus talones.

No estaban a mucha distancia del claro. Sin embargo, bastante antes de llegar vieron el caos que se había apoderado de La Hondonada. Por todas partes corrían brujetos, algunos en dirección a sus cabañas y casas prefabricadas, otros cargando en los coches a personas que no querían marcharse, que gritaban llamando a sus seres queridos. Algunos de los hombres se habían armado lo mejor posible y estaban sacando los cadáveres de dentro de las trincheras, evidentemente con la intención de probar la misma estrategia que había acabado con los policías muertos. Algunas mujeres dibujaban con prisa signos hex en la tierra, aunque su trabajo quedaba estropeado cada vez que alguien atravesaba corriendo las líneas de harina de maíz o betún que habían trazado.

En medio de todo aquello se encontraba de pie Patience Polder, con el rubio cabello ahora descubierto, su piel blanca casi relumbrante en la oscuridad. Gritaba órdenes a todos los que quisieran escucharla. Algunos lo hacían y se encaminaban hacia los coches, o corrían sin más hacia la carretera. La mayoría no le prestaban atención y hacían lo que pensaban que era mejor.

Tenía que ser difícil mantener la cabeza serena cuando la muerte misma descendía de la montaña en línea recta hacia ti.

Reinaba la oscuridad en la senda que subía hasta la casa de Urie Polder, situada en la cima. Los árboles impedían el paso de la luz lunar, y pintaban el suelo de un absoluto negro intenso. Pero Justinia Malvern, al acercarse, brilló como una lámpara en las tinieblas. Su piel, mucho más pálida que la de Patience, parecía iluminada por un resplandor espectral, como si la apuntara un foco. Llevaba un vestido blanco que rielaba como si lo lamieran suaves llamas, y la enorme peluca que llevaba en la cabeza brillaba como si estuviera hecha de hilo de plata. Un parche le cubría la cuenca vacía, un triángulo negro de seda blasonado con un corazón rojo. Su único ojo parecía un rayo láser dirigido hacia el claro.

No tocaba el suelo. Sus pies descalzos quedaban a unos buenos cuarenta y cinco centímetros por encima de la tierra. Descendía de la montaña flotando, con las manos a los lados, ligeramente extendidas.

En sus labios había una sonrisa de absoluta benevolencia, de compasión pura.

Y caminando detrás de ella, con aire cohibido, iba Simon Arkeley.

«Simon —pensó Clara—. ¿Qué cojones estás haciendo?» Ella había tenido razón: debía de haber estado en la casa de arriba durante todo aquel tiempo. Cuando había oído los disparos y los gritos, sin duda se había retraído y entrado en uno de los estados de fuga en los que no podía interactuar con el mundo que lo rodeaba. Muy probablemente había entrado corriendo en la casa y se había acurrucado en posición fetal sobre el primer sofá o la primera cama que había encontrado.

Malvern debía de haberlo encontrado allí, asustado del caos que ella había desencadenado. Habría podido matarle sin esfuerzo. Pero, por alguna razón, le había perdonado la vida.

Lo más probable era que el brujeto que Glauer había enviado a buscarle no hubiese tenido tanta suerte.

Clara estaba tan confundida que no sabía qué hacer.

Glauer levantó el arma y apuntó a Malvern, a pesar de que estaba demasiado lejos.

—Tiene un aspecto algo mejor del que tenía la última vez que la vi —dijo Clara—. Glauer, si ha bebido tanta sangre… si se ha comido a toda esa gente…

—Será invulnerable a las balas —terminó la frase él—. Pero me he quedado sin ideas. Yo digo que le disparemos de todos modos.

Clara se encogió de hombros.

—A mí me parece bien.

Malvern bajó flotando unos cuantos metros más por el sendero, y luego se detuvo. En el claro, bastantes brujetos dejaron lo que estaban haciendo para mirar. Patience continuaba exhortándoles a huir, pero parecían paralizados. Clara sabía que los vampiros tenían el poder de hipnotizar a sus víctimas. Incluso podían controlar a las personas hasta cierto punto; en una ocasión, un vampiro había obligado a Glauer a atacar a Claxton, y él había sido incapaz de resistirse. Sin embargo, se suponía que los brujetos tenían encantamientos contra esas cosas, y Clara se preguntó si estarían hipnotizados o, simplemente, tan dominados por la curiosidad ante lo que sucedería a continuación, que esa curiosidad había anulado sus facultades racionales.

Sobre la ladera de la cresta, Simon Arkeley avanzó unos pocos pasos vacilantes, hasta quedar delante de Malvern. Empezó a hablar, pero estaba tan lejos que Clara no entendía lo que estaba diciendo.

Por el semblante de Malvern pasó una sombra de irritación. Entonces se movió a la velocidad del rayo y aferró a Simon por la garganta. Glauer cambió de blanco, y por un segundo Clara pensó que podría disparar, y al diablo con el alcance, pero Malvern soltó a Simon con la misma rapidez con que lo había asido.

Cuando volvió a hablar, todos pudieron oírlo con claridad. Su voz no parecía amplificada por un megáfono, pero sus palabras eran perfectamente comprensibles. Si bien un poco dementes.

—Ella sólo quiere a Caxton —dijo—. Me ha prometido que algunos de nosotros podríamos vivir. Patience. —Volvió otra vez la vista hacia Malvern, pero ella ni siquiera lo miró—. Patience, dijo, de manera específica, que tú y yo podríamos marcharnos, y que no nos seguiría. Creo que lo dice de verdad. Patience, deberíamos salir de aquí. No va a ser un lugar seguro.

Patience no usó ningún hechizo para hacer oír su réplica. Se limitó a gritar.

—Ella ya nos ha costado demasiado. No obedeceré sus órdenes.

Simon se frotó la cara con las manos. ¿Estaría muerto, de hecho? ¿Lo habría convertido en un medio muerto, pero él aún no había tenido tiempo de arrancarse la cara con las uñas? No, comprendió Clara. Sólo estaba perdiendo contacto con la realidad. Y no es que hubiera tenido nunca un contacto muy firme con ella.

—¿Recuerdas lo que me dijiste? ¿Qué tú y yo íbamos a… a casarnos? ¿Qué yo iba a ser tu marido?

—Lo recuerdo —dijo Patience.

—Pero eso significa que viviremos. Quiero decir que tenemos que hacerlo, ¿verdad? Tú y yo tenemos que sobrevivir para hacer que eso se convierta en realidad. Tu profecía…

Patience lo interrumpió:

—No me sermonees, Simon, sobre el uso correcto de la adivinación. —Clara nunca había oído a la muchacha hablar enfadada antes de ese momento; por lo general era espeluznantemente serena—. Prefiero desafiar al destino y sufrir las consecuencias, antes que darle a ella la satisfacción de verme huir con el rabo entre las piernas. O bajas ahora mismo aquí y resistes con nosotros, o no eres un hombre.

La cara de Simon se puso blanca como una sábana. Blanca como un fantasma. No tan blanca como la piel de Malvern, pero casi.

—No puedo —dijo con una voz tan llorosa que hizo que Clara sintiese vergüenza ajena. Negó con la cabeza y alzó las manos como para protegerse de un destino terrible.

Ni que decir tiene que con eso no bastó.

Malvern lo asió con las dos manos. Por un momento, su vestido se agitó con violencia, como si estuviera a punto de estallar en llamas. Luego lanzó a Simon contra un árbol, y él chocó con tanta fuerza que no fue necesaria amplificación mágica ninguna para hacer que el impacto se oyera abajo.

Darnell se encontraba de pie justo detrás de Clara. Ella no lo había oído avanzar hasta esa posición, pero en ese momento habló por un walkie-talkie.

—Tengo línea de disparo libre —dijo—. Ahora mismo.

—Aprovéchela —le ordenó Fetlock por la radio.

El fusil de Darnell disparó con un ruido tremendo. Clara saltó hacia un lado para evitar que la hirieran en un fuego cruzado, aunque la bala ya estaba en el aire. A juzgar por el ruido, Darnell tenía que haber disparado una bala del calibre 50, mucho más grande de las que podían utilizar la mayoría de los fusiles modernos. La bala impactó justo a la izquierda del pecho de Malvern, exactamente sobre el corazón. Darnell era un tirador condenadamente bueno.

Cuando la bala llegó hasta Malvern, explotó en una nube de fuego y humo. No pareció en absoluto un disparo normal.

—¿Qué demonios tiene esa munición? —le preguntó Glauer.

—HEIAP —respondió Darnell. Al principio, Clara pensó que era una especie de exclamación gutural, como el «hum» que Urie Polder siempre decía. Pero era el acrónimo inglés del cartucho conocido como «alto explosivo incendiario perforante de blindaje», del tipo que se usaría contra un tanque ligero. Munición militar seria.

Malvern bajó la mirada hacia su pecho, y alzó una mano para tocar un pequeño agujero que había aparecido en la pechera de su vestido. Entonces, su sonrisa se ensanchó.

—Sin efecto —dijo Darnell, por el walkie-talkie.

Pero se equivocaba. El disparo tuvo un efecto muy concreto. Una vez que acabó de disfrutar de la bromita, Malvern bajó de la cresta a la velocidad de un tren de carga.

32 colmillos
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