14

Cuando Clara abrió la puerta de un restaurante de Bridgeville, uno de los suburbios de Pittsburgh, sonó una campanilla. Había estado conduciendo durante cuatro horas para llegar hasta allí, pero no se sentía cansada. Si Glauer tenía lo que afirmaba, habría valido la pena.

Sus ojos estaban entrenados por haber trabajado para la policía durante mucho tiempo, y de inmediato reparó en todos los detalles. El restaurante se hallaba desierto, salvo por la camarera que estaba limpiando un poco de café derramado sobre la barra. Al fondo del comedor, tan lejos como se podía de la zona de aparcamiento, vio a Glauer sentado ante una mesa, encorvado sobre ella. Frente a él había un plato de tortitas a medio comer, además de tres tazas de café vacías. Hacía rato que esperaba.

Tenían que reunirse en secreto como los delincuentes, a pesar de que ambos eran agentes de policía condecorados. Fetlock despreciaba la privacidad personal, y puesto que aún era el jefe de ambos tenía derecho a inmiscuirse en sus vidas tanto como quisiera. De forma rutinaria les intervenía el teléfono, y se mantenía al corriente de adónde iban y de qué se traían entre manos.

Fetlock tenía buenas razones para mostrarse tan paranoico, suponía Clara. A fin de cuentas, sus subordinados estaban conspirando contra él.

Clara se sentó delante de Glauer sin decir una sola palabra. Ejecutaron el viejo ritual de dejar los teléfonos móviles sobre la mesa. Clara sacó la batería del suyo y la dejó al lado del salero y el pimentero. Glauer hizo otro tanto.

Vivían en un mundo repulsivo. Fetlock podía escuchar sus conversaciones a través de los teléfonos aunque los tuvieran apagados y metidos en los bolsillos. Debían tener cuidado.

—Me alegro de verte —dijo Clara, cuando los dos hubieron suspirado y se hubieron relajado un poco.

—¿Te has recuperado bien? ¿Han mejorado las contusiones? —preguntó Glauer.

—Estoy bien —respondió Clara, y le dedicó una cálida sonrisa—. ¿Qué tal van tus investigaciones?

Glauer se encogió de hombros.

—Te refieres a las cosas oficiales, ¿verdad? Estamos acercándonos a un tipo que vende suministros químicos a un laboratorio de metanfetaminas. Técnicamente no hace nada ilegal. Sólo dirige un almacén de suministros científicos al por mayor. Puede que tengamos que tenderle una trampa, enviar un agente encubierto para conseguir que se implique a sí mismo. Es un trabajo largo.

Clara asintió con la cabeza. Cuando Justinia Malvern resultó presuntamente muerta durante un motín que se produjo en la prisión, el antiguo equipo del que formaban parte, la Unidad de Sujetos Especiales, fue cerrada. Disuelta. Fetlock había encontrado otras cosas para ellos dos. Glauer se había convertido en una especie de detective, mientras que a Clara la habían enviado a la universidad para que cursara estudios de analista forense. Los dos continuaban recibiendo de Fetlock los cheques del sueldo, pero él no quería que le fastidiaran la cacería de Laura Caxton.

Aunque no podía impedir que hablaran el uno con el otro.

—Has dicho que tenías algo —dijo Clara, y se mordió el labio. Como siempre que se encontraban, ella se preguntó si debía preguntarle a Glauer por su familia, por su fallida vida amorosa. A menudo, le preocupaba no pasar suficiente tiempo charlando con él. Actuando como si fuera una amiga, en lugar de ir sin más a lo que de verdad quería de él.

A Glauer no parecía importarle. Clara pensaba que tal vez lo único que pasaba era que estaba tan desesperado como ella por encontrar a Caxton. Aunque por razones muy diferentes.

—Simon Arkeley —dijo Glauer, y depositó una carpeta sobre la mesa.

Los ojos de Clara se iluminaron.

—El único superviviente —dijo—. El único que consiguió salir con vida del caso Jameson Arkeley.

Glauer asintió y le dio unos golpecitos a la carpeta.

—Él…

Calló de golpe cuando la camarera se acercó a preguntar qué quería Clara.

—Sólo una coca cola light, gracias —dijo.

La camarera intentó reprimir un bostezo mientras volvía a la barra.

—Simon… —dijo Clara—. He oído decir que está un poco desequilibrado. Y no es que se lo reproche, después de lo que pasó con su familia.

Glauer movió la cabeza.

—Ha pasado los últimos dos años en terapia. Incluso estuvo un tiempo descansando en una clínica mental privada de Colorado. Supongo que quería alejarse todo lo posible de Pensilvania. Alejarse del lugar en que había sucedido todo. Durante los últimos seis meses ha estado viendo a un terapeuta tres veces por semana.

—Pobre chaval —dijo Clara, con el ceño fruncido.

—Me da pena. No puede haber sido fácil.

—Pero ¿crees que está en contacto con Laura? Yo pensaría que es la última persona a la que querría ver. —Clara se estremeció, aunque en el restaurante hacía bastante calor—. Laura… bueno, ella mató a su padre. Y a su hermana. Eran vampiros, pero… intentó salvar a su tío, aunque llegó demasiado tarde. Intentó salvar a su madre y…

—Yo estaba con ella aquella noche. Fue terrible. Terrible de verdad. —Glauer apartó a un lado la carpeta—. No, no, creo que él no querría verla para nada. Pero…

Sacó otra carpeta que tenía sobre el asiento y la dejó delante de Clara. Ella la abrió cuando la camarera le trajo la bebida. Dentro de la carpeta había un expediente sobre Urie Polder. Estaba extrañamente incompleto. Polder no tenía número de la Seguridad Social. Pagaba los impuestos cada año, dentro del plazo prescrito, pero lo hacía mediante giros postales en lugar de cheques personales. No parecía tener cuentas bancarias, ni tarjetas de crédito, ni siquiera un número de teléfono. Dentro de la carpeta había un informe que destacaba. Era un informe del Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego que incluía a Polder en una lista de potenciales dirigentes de sectas, pero no ofrecía prueba ninguna de esa afirmación. Era extraño cómo un expediente podía retorcer las cosas. Hacía que Polder pareciera una especie de terrorista. Sin embargo, ella se había encontrado con él en un par de ocasiones, y sabía que era un anciano dulce, si bien algo inquietante. Completamente inofensivo.

—Vaya, él sí que es alguien con quien me gustaría hablar.

—Desapareció poco después de que Caxton se fugara de la prisión. No dejó dirección ninguna para que le remitieran la correspondencia. Se llevó consigo a su hija. A los Servicios de la Infancia del condado les gustaría preguntarle por la escolarización de la chica, pero, por supuesto, tampoco ellos pueden encontrarlo. Durante mucho tiempo hemos supuesto que Caxton pasó a la clandestinidad con Polder, pero ninguno de los dos ha parpadeado siquiera en el radar desde que desaparecieron.

—Vale. La mayoría de eso ya lo sabía. Dime, ¿qué conexión hay? ¿Cómo pasas de Simon Arkeley a Urie Polder? —Lo que, por supuesto, significaba a Laura.

—Eso —dijo Glauer, al tiempo que se echaba atrás en el asiento— me llevó un poco de buen trabajo policial a la antigua usanza. Se lo pregunté a mi peluquera.

32 colmillos
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