1881

Cuando el Vaquero la encontró, estaba vestida de negro y con mantilla, como una dama española. Yacía sobre almohadones de terciopelo, dentro de una cueva donde nunca dejaba de gotear el agua, donde las estalactitas crecían hacia abajo hasta unirse con las estalagmitas y formar majestuosas columnas. Sus necesidades eran atendidas por medio muertos, pero se retiraron discretamente cuando él fue a su encuentro.

En la ciudad la llamaban el Fantasma de la Meseta. Los mexicanos la llamaban la Llorona o la Malinche, de acuerdo con viejas leyendas, o la Chingita, cuando más la temían y necesitaban maldecir su nombre.

La llamaban toda clase de cosas, pero nunca dejaban de acudir.

El Vaquero era un tipo duro, curtido y canoso, con un ojo que siempre estaba inyectado de sangre. Le faltaban dientes. Y dos dedos de la mano izquierda. La mano derecha la apoyaba en la empuñadura de un cuchillo que llevaba al cinturón.

Acércate —le susurró ella. La cueva amplificaba su voz apenas audible. Había escogido el lugar con todo cuidado para minimizar su debilitamiento—. Ven a mí, amante. —Y rió.

A veces se acercaban a ella de esa manera los curtidos vaqueros demasiado agotados para las putas humanas, o demasiado desesperados por echar un polvo como para preocuparse por el precio. Ella usaba los hechizos para darles lo que buscaban, pero siempre se lo daba ligeramente retorcido, ligeramente depravado. Un hombre que buscara a su amada perdida hacía mucho tiempo, una muchacha a la que había dejado esperando en Chicago antes de partir hacia el oeste, la encontraría en la cueva… pero, ay, las cosas que ella diría, los secretos que susurraría sobre cómo había perdido la inocencia, sobre las cosas que había hecho en ausencia de él… Un hombre que buscara la perfección de una belleza parisina, encontraría a una muchacha con cancán esperándolo, pero sólo demasiado tarde vería las cicatrices y lesiones de sus muslos.

Le gustaba practicar pequeños juegos con ellos, para mantenerse en forma.

Pero el Vaquero no fue buscando amor. Ni misericordia, eso lo vio en sus ojos. Sus ojos angustiados.

¿Tienes alguna forma auténtica que yo pueda ver? —preguntó al acercarse. Aunque nunca tanto como para que ella pudiera atacarle y tomar lo que quería de él—. Me gustan los tratos claros.

Ella cerró los ojos y relajó el hechizo. Sintió que él daba un respingo al ver con qué estaba hablando realmente, pero decidió no ofenderse.

Justinia sabía qué aspecto tenía en esa época cuando no había nadie que pudiera verla, cuando no contaba con el espejo distorsionador de las fantasías sexuales de ningún hombre para moldear su apariencia.

Nombra tu deseo —le dijo al Vaquero.

¿Deseo? No tengo ninguno. En este desierto, un hombre con deseos es un hombre muerto —respondió él—. La manera de mantenerse vivo es ser dueño de uno mismo.

Interesante —ronroneó ella—. Pero has venido aquí por alguna razón.

Él negó con la cabeza.

Que me aspen si yo mismo sé cuál era. Tal vez para matarte, llevar a cabo una buena acción que compense toda una vida de pecado. Tal vez fue para follarte, después de todo, como dijeron esos vaqueros que podía hacer. Tal vez una cosa primero, y luego la otra.

Espero que la última sea la primera, y la primera venga mucho más tarde —dijo ella.

No intentes confundirme. He oído decir que también puedes hacer eso. —El Vaquero se acercó un poco más. Era cuidadoso. Estaba alerta. Pensó que sería placentero hechizarlo, fascinarlo con su ojo marchito, pero él se negaba a sostenerle la mirada.

Los indios dicen que siempre has estado aquí —prosiguió—. Pero yo digo que eso no es cierto. Me ha contado cosas un viejo veterano que te vio en el Este, durante la guerra entre los estados. No sé qué pensar de lo que dijo. Parece como si fueras de Europa. Todos están de acuerdo en una parte de la historia: que te cobras tus víctimas entre los que vienen por aquí. Todos los jinetes que atraviesan estos cañones oyen tu canto de sirena, y más de los que están dispuestos a admitirlo responden a él. Tú les quitar una parte del alma, y a cambio ellos obtienen lo que quieren, aunque por las caras cenicientas que he visto en la ciudad, tal vez ya no lo quieren tanto después. Eres una especie de demonio, y definitivamente eres un vampiro como los de los cuentos antiguos.

Calló como si sólo pudiera pronunciar una determinada cantidad de palabras en un día, y ya hubiera cubierto la cuota. Su cuchillo había asomado tres centímetros de dentro de la vaina, mientras él jugaba con la empuñadura.

En ese momento, lo que aquel nombre le inspiraba a Justinia no era tanto miedo como cautela. Sentía respeto por su fuerza. Nunca había encontrado nada igual en un hombre vivo, aunque sí en algunas mujeres, sobre todo brujas… Se encontró deseando que él se relajara, se calmara, para poder hacerle una proposición asombrosa. Pero estaba cargado de algún tipo de estimulante —adrenalina pura, o bien demasiado café o una droga de los indios—, y se comportaba como si fuera una trampa para osos lista para saltar, como un par de mandíbulas preparadas para morder en cualquier instante.

Me has mentido —dijo ella—. Veo que tienes un deseo, a pesar de todo. Cuando él se acobardó, ella volvió la cabeza de un lado a otro. Tenía fuerzas para hacer eso. —Ah, no, no me follarás, ni quieres poder. Pero estás perdido. Y como sucede con todos los hombres perdidos, tu deseo es que te encuentren.

Yo he… hecho cosas —admitió él—. Cosas no sancionadas por la Biblia.

Cuéntamelas. Me gustan las historias —susurró Justinia—. No te preocupes. Te perdonaré todos tus pecados.

Es una triste absolución la que ofreces.

Es mejor que nada. A un hombre como tú… ningún sacerdote puede salvarle ya, ¿no es cierto? Has cometido un pecado mortal. Lo veo en tu sangre.

Él se estremeció, suspiró y tembló. Luego asintió.

Y entonces, ella supo que lo tenía en su poder.

Estuvo sentado con ella durante toda la noche, gruñendo su terrible historia. La historia de una niña de un pueblo polvoriento, cuyos ojos eran aún brillantes como el amanecer, de balas perdidas, y de un hombre que no había vuelto a tocar un arma de fuego nunca más. Un hombre que desde entonces había estado deambulando en busca de asesinos, perjuros, monstruos… cualquiera que fuese más malvado que él.

No hacía falta un intelecto del calibre del de Justinia para saber qué sucedería cuando él le apoyó la cabeza sobre un hombro y le mojó el vestido con amargas lágrimas. Ella alzó una esquelética mano como si quisiera consolarlo.

El cuchillo de él ya estaba clavado en la carne de ella, retorciéndose a través de órganos vitales. La punta del cuchillo le hizo pedazos el hígado.

Eso la hizo reír.

Hace siglos que no uso eso —susurró. Y luego le clavó los dientes profundamente en el cuello.

Era la mayor cantidad de sangre que ella se atrevía a beber en mucho tiempo, y se emborrachó con ella, ebria de su fuerza y su poder. Durante muchos años después durmió con sus huesos, recordando al hombre, reviviendo aquel maravilloso sabor.

32 colmillos
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