52

Si hubiera estado de pie y quieta, Malvern habría podido atrapar el coche y arrojarlo lejos. Habría podido partirlo en dos. Pero no estaba quieta, ni estaba preparada para el impacto. Y hasta los vampiros tienen que obedecer, a veces, las leyes de la física.

Malvern fue lanzada hacia un lado por el impacto, que la alejó de la entrada de la cueva, fuera del campo visual de Caxton. El coche giró con brusquedad hacia un lado como si hubiera golpeado un poste de acero. Derrapó y se estrelló contra la cresta con tal fuerza que del techo de la cueva cayó una cascada de tierra y piedras pequeñas. Se le rompieron los cristales, y el timbre de la sirena cambió al abollarse los megáfonos de la barra del techo, pasando del grito de venganza de un águila, al lastimero lamento ronco de una morsa agonizante. Uno de los neumáticos del coche explotó con una detonación.

La puerta del lado del conductor se abrió, y Glauer rodó fuera sacudiendo la cabeza como si hubiera sufrido una conmoción. Le sangraba la nariz y tenía una pierna rígida, como si no pudiera doblar la rodilla.

Avanzó a trompicones, y entró en la cueva. Se dejó caer con todo su peso contra la pared y no se movió. Apenas respiraba.

—¡Glauer! —gritó Clara, que se dispuso a correr hacia él.

Caxton la sujetó por una muñeca y le torció el brazo para empujarla hacia las profundidades de la cueva. Fue lo único que se le ocurrió hacer.

—¿Recuerdas cuando éramos compañeros? —le preguntó Glauer.

—Claro —le contestó Caxton.

—Pues no. No lo éramos. —Él tragó de modo convulsivo. Sus ojos no dejaban de cerrarse. ¿Se habría golpeado la cabeza contra el salpicadero al chocar? Estaba mal—. No. Nunca fuimos compañeros. Yo te idolatraba, Caxton. Pensaba que eras la mujer más dura que había conocido jamás.

—Tú mismo recibiste lo tuyo y nunca te quejaste —dijo Caxton. Deseó tener mejores palabras para él. Sabía con exactitud lo que iba a suceder a continuación.

Glauer volvió la cabeza hacia un lado para mirar algo que había fuera de la cueva, algo que Caxton no podía ver. El hombre asintió una sola vez.

—Sólo podré hacer este truco una vez —dijo—. Asegúrate de que merezca la pena.

Caxton tomó eso como señal. Sujetó a Clara y se la llevó de vuelta hacia el interior, tan adentro como pudo, lejos de la entrada de la cueva.

Se volvió a mirar atrás, sólo una vez, y vio que Glauer aún se esforzaba, intentando ponerse de pie.

Y entonces Malvern, rugiendo, pasó a través de él, haciéndolo pedazos al irrumpir en la cueva como un torbellino de pura furia. La sangre cayó al suelo como lluvia. Ella ni siquiera se molestó en beber una sola gota.

Si la colisión con el coche la había lesionado, Caxton no veía los daños. Volvía a presentar su aspecto ilusorio, con la peluca perfecta y sin un solo cabello fuera de lugar, el vestido relumbrante de luz infernal. Su ojo encarnado brillaba como una estrella malevolente.

Abrió la boca para enseñar los colmillos, hilera tras hilera de ellos. Caxton sabía que también eso era una ilusión de los vampiros. Tenían sólo treinta y dos dientes, igual que los seres humanos. Sólo parecía que tenían muchos más debido a que eran muy afilados.

Malvern dio un paso en el interior de la cueva.

—Basta de dilaciones, Laura. Ya no puedes hacerme daño.

—Y una mierda —dijo Caxton, y apretó el detonador.

—¡Gl…! —fue lo único que Clara tuvo tiempo de gritar, antes de que el techo se desplomara.

La explosión fue descomunal, como un ser vivo enfurecido que aullara en la oscuridad. El estruendo hizo que la carne de Caxton ondulara como el agua. Le pasó por encima, la atravesó, y sintió que rocas del tamaño de sus puños, del tamaño de su cabeza, pasaban silbando cerca de ella, sintió que el polvo arrojado contra su piel le dejaba miles de diminutos arañazos. Pero se mantuvo firme porque sabía que iba a sobrevivir. Sabía que no iba a resultar herida. Patience Polder se lo había prometido.

Urie Polder había encontrado la dinamita en un cobertizo abandonado, cerca de la vieja mina a cielo abierto. Un cajón lleno dejado allí, bajo el techo que se hundía, mojándose cada vez que llovía, y mordisqueado por ratas. Caxton no había creído que conservara la potencia explosiva.

Sin embargo, acababa de funcionar a las mil maravillas. El techo se derrumbó exactamente como había prometido Patience, y enterró a Malvern bajo una docena de toneladas de roca. La entrada de la cueva quedó completamente cerrada, tapiada para el resto del mundo… tal y como Patience había predicho que sucedería. Caxton se sintió como si la hubieran expulsado de la existencia de una bofetada para devolverla al vacío primordial. Todo se volvió negro y ella se quedó sorda. Y tenía polvo en la boca, polvo en la nariz y los ojos. Intentó limpiárselo con las manos, y luego buscó dentro de la bolsa de nailon. Sacó una potente linterna. Cuando la encendió, el haz no mostró nada más que hinchadas nubes de humo y polvo. Comenzó a atragantarse y toser, pero dentro de la bolsa también tenía una máscara antigás, otro sobrante de los tiempos en que funcionaba la mina. Se la puso y desplazó el rayo de luz por los alrededores, buscando alguna señal de Clara entre los escombros.

Lo primero que encontró, sin embargo, fue una mano de Malvern.

Sobresalía de una muralla de rocas derrumbadas, y tenía los dedos extendidos hacia ella. Muy pálida, muy blanca. Ya no la disfrazaba ilusión ninguna. Parecía una mano humana esculpida en alabastro. Se veían unas cuantas manchas de vejez donde el pulgar se unía con la palma. Oscuras venas corrían como serpientes por debajo de la piel, hinchadas de sangre.

—L… L… Lau… —tosió Clara detrás de Caxton.

La mano de un vampiro. La mano de la enemiga que había organizado todas las cosas jodidas y malas que habían sucedido en su vida durante los últimos cinco años. Le costó apartar los ojos de ella. En especial cuando los dedos empezaron a moverse.

—Maldita sea —dijo. Luego apartó la vista, no sin esfuerzo, y buscó por el suelo hasta encontrar a Clara. Se quitó la máscara y la presionó contra su boca y su nariz, hasta que ésta comenzó a inhalar grandes bocanadas de aire.

—Tenemos que salir de este follón… el polvo tardará horas en posarse —dijo Caxton, intentando no inspirar demasiado—. Y mucho antes de eso, ella recuperará la libertad.

—¿No está muerta? —preguntó Clara, cuya voz apagaba la máscara antigás.

Caxton le quitó la máscara y volvió a ponérsela ella antes de empezar a toser.

—Ni remotamente. Vamos, ponte de pie.

—Me parece… que… coffcoff… me han golpeado algunas… piedras…

—No puedo llevarte. O caminas, o te quedas aquí —le dijo Caxton.

Clara la miró con ojos interrogativos. La otra se negó a responder.

—Supongo que caminaré —dijo Clara.

—Eso suponía. Vamos.

32 colmillos
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