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—Vinieron aquí desde México, desde Honduras, desde Ecuador. La situación en Ecuador es muy mala ahora —dijo Nerea—. Lo único que querían era trabajar. Ganar un poco de dinero. Luego se desvanecieron y no dejaron nada que indicara adónde habían ido.
Las personas de las fotos eran casi todas muy jóvenes. Pocas superaban los veinticinco años de edad. En las fotografías tenían un aspecto esperanzado y vigoroso. Clara se atragantó un poco al darse cuenta de que todos estaban muertos.
Medio muertos, para ser exactos.
Tenía la certeza de que aquellas personas eran las que Malvern había matado para saciar su sed de sangre. Eran las víctimas anónimas, las que Fetlock había sido incapaz de descubrir en los dos últimos años. Malvern necesitaba la sangre sólo para poder moverse. Si no mataba una víctima cada noche, se debilitaría y descompondría hasta el punto de que no podría levantarse del ataúd, hasta no ser más que un cadáver reseco con dientes puntiagudos.
Clara estudió las fotografías y los nombres, uno a uno. Eran tantos que los carteles habían sido grapados unos sobre otros y tapaban los que había debajo.
—No… no esperaba que fueran tantos —dijo—. ¿Cómo es que yo no he sabido nada de estas personas? Tanta gente no puede desaparecer sin más, en el aire, sin generar informes policiales.
Simon estaba mirando fijamente una de las fotografías en particular. Mostraba a una joven de pelo claro. Se parecía un poco a Raleigh, la hermana de Simon que había seguido a su padre y a la muerte.
Clara posó una mano sobre uno de sus hombros y se lo frotó un poco.
Él apartó los ojos del cartel.
—Pasan aquí una temporada, como mucho, antes de desplazarse allá donde surge el trabajo. Viven en pisos compartidos sin contrato de alquiler ni teléfono. No tienen tarjetas de crédito, ni número de la Seguridad Social, ni permiso de conducir. Viven en el más absoluto anonimato. En general trabajan mucho y no ganan lo suficiente como para meterse en líos. El poco dinero que les queda lo envían a la familia. Lo hacen por cable, en el anonimato más perfecto.
Clara asintió.
—Malvern podría matar a tantos de ellos como quisiera y nosotros nunca nos enteraríamos. Pero… sí que tienen familia, después de todo. Cabría pensar que alguien pondría en nuestro conocimiento que esto está sucediendo.
—¿Está de broma? La gente que vive así —dijo Simon, haciendo un gesto hacia la pared— le tiene más miedo a la policía que a los vampiros. Muchísimo más. Si tienen a su familia viviendo aquí, contactar con la policía, aunque sea para informar de una desaparición, haría que toda la familia fuese deportada.
—Pero los familiares que están… al sur de la frontera… no pueden dejar que sus seres queridos desaparezcan sin más, sin hacer nada al respecto, ¿verdad? ¿Cómo podría vivir nadie con eso?
—No se limitan a darse por vencidos, no —dijo Nerea—. Por eso existe este mural. —Encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia una ventana abierta que había en la parte posterior de la tienda. Ni un jirón logró llegar lo bastante lejos como para salir—. Preparan esos carteles y los envían a todas las tiendas de santería y ultramarinos latinos del estado. Nos llaman cada dos por tres para preguntar si hemos tenido alguna noticia. Y cada vez que llaman, se me parte el corazón, se lo aseguro. Siempre parecen tan esperanzados, como si pensaran que cualquier día de éstos su hijo, su mujer o su sobrino fueran a aparecer, y entonces todo se habrá arreglado.
—¿Y… y alguno de ellos aparece alguna vez?
—No —dijo Nerea, y volvió a expulsar humo.
—Malvern no puede ser responsable de todas esas desapariciones —dijo Simon—. De todos modos desaparecen muchísimos inmigrantes, sin más. O bien nunca logran cruzar la frontera, que no es fácil a pesar de lo que piense ese racista de la radio, Rush Limbaugh, o enferman aquí pero tienen demasiado miedo para ir al hospital. Saben que los deportarán en cuanto les pidan documentos. Es una vida muy peligrosa, aun sin añadir vampiros a… —Se encogió de hombros con aire derrotado—. Pero… calculo que a la mayoría los tiene ella.
—Joder. Tantos… Tantos en sólo dos años…
—¿Dos años? ¿De qué está hablando? —preguntó Nerea.
Clara frunció el ceño.
—La vampira está activa desde hace sólo dos años. Si alguna de estas personas desapareció antes de eso, no puede haber sido Malvern quien…
—Cariño —dijo Nerea, con una cara que era una máscara desapasionada—, el cartel más antiguo de ésos es de hace tres meses. Fue entonces cuando esto empezó.
Clara no pudo evitarlo. La recorrió un horrendo escalofrío. Hizo un rápido cálculo mental basado en los carteles que veía. Para llenar la pared con tanta rapidez, Malvern tenía que haber estado cobrándose dos o tres víctimas por noche durante esos tres meses. Y habría otros, otros cuya cara no había llegado hasta esa pared. Tal vez muchísimos.
Ella había sabido que Malvern se cobraba sus presas entre los inmigrantes. Eso ya era bastante horrible. Pero esto… esto era otra cosa. Indicaba que Malvern no estaba sólo bebiendo sangre para mantenerse. Indicaba que si estaba bebiendo tantísima sangre, haciendo que tantos medio muertos volvieran a levantarse, tenía que ser porque se preparaba para algo. Algo apocalíptico.
—Si esta gente fuera caucasiana, si fueran ciudadanos de Estados Unidos, la noticia estaría en todas las cadenas de televisión —dijo Simon, temblando de cólera—. Si los de la policía se enteraran de esto…
—Harían todo lo que estuviera en su poder por encontrar a Malvern y poner fin a estas desapariciones —insistió Clara—. Créeme. Los polis no son tan racistas como los presentan los medios de comunicación. Un asesinato es un asesinato, y nos lo tomamos en serio.
—Al parecer, no con la seriedad suficiente —se mofó Nerea—, como para venir aquí y preguntarme qué está pasando.
—Estoy aquí ahora, maldición —insistió Clara.
—¿Y va a hacer algo? —preguntó Nerea—. ¿Va a encontrar a esa vampira que usted afirma que está matando a tanta gente? Sin ánimo de ofenderla, tesoro, pero usted no es más que un alfeñique. Mide, ¿cuánto, uno sesenta y ocho? ¿Uno sesenta y cinco?
—Uno sesenta y cinco —replicó Clara—. Pero no soy sólo yo quien va tras la vampira. Así que cállese. —De un bolsillo sacó una libreta y un bolígrafo, y empezó a anotar los nombres de los desaparecidos.
—¿Qué cree que está haciendo? —exigió saber Nerea, y empezó a avanzar hacia Clara para quitarle la libreta.
—Tengo que averiguar dónde mataron a esas personas —dijo Clara—. Dónde fueron vistas por última vez, dónde vivían… cualquier cosa. Luego podré marcar todos los sitios en un mapa, y eso me dará una idea aproximada de dónde se esconde Malvern.
—No. No. Ni se le ocurra —insistió Nerea—. Ya es bastante malo dejar que una persona de la policía vea este muro. Las familias jamás me perdonarán si le permito anotar sus nombres. ¿Lo entiende?
—Se lo prometo… ¡se lo juro!… ¡No tengo ningún interés en deportar a nadie! Ni siquiera soy de Inmigración. Quiero decir que nunca lo he sido. ¡Era especialista forense!
—¡Olvídelo! La Migra conseguirá esos nombres, de una manera o de otra. Es lo que hacen… te descubren cuando tratas de matricular a tus hijos en el colegio, o intentas conseguir que vacunen a tu bebé, y luego te encuentras con que toda tu familia está en un barco que va a tu país de origen. Y a los escuadrones de la muerte, y al cincuenta por ciento de desempleo, y a la pobreza y la enfermedad de las que habías huido. Guarda esa libreta, puta, o invocaré algo muy gordo y te echaré de esta tienda. Pondré sobre tu rastro un fantasma del que no te librarás nunca.
En los ojos de Nerea había una luz que hizo que Clara se sintiera inquieta. Había visto algo parecido en los ojos de Vesta Polder y en los ojos de Patience, la hija de Vesta, y tuvo la clara impresión de que Nerea podía cumplir su amenaza.
—Vale —dijo Clara con voz tranquila, y guardó la libreta y el bolígrafo—. Lo siento. Lo… siento. Sólo quiero ayudar.
—Ya tiene lo que ha venido a buscar —dijo Nerea, mientras apagaba el cigarrillo en un cenicero con forma de calavera—. Salga de mi tienda.
Clara quería saber más, quería hacer un millón de preguntas, pero se limitó a asentir con la cabeza y salir. Simon la seguía de cerca, como un cachorro.
—¿Cuál será nuestro siguiente movimiento?
Clara sacudió la cabeza. Sabía que el siguiente movimiento de él sería marcharse a casa e intentar recuperar la cordura. Ella, desde luego, no iba a llevarlo como acompañante en aquella investigación. Aquella investigación no autorizada que no tenía nada de policial. Lo que iba a hacer ella era un interrogante. Y bastante grande, por cierto.
Sin embargo, sabía algo más que antes. Algo que hacía que se cagara de miedo.
—Tres meses —dijo—. Todo en tres meses. Sí. Si hubiera estado sucediendo durante dos años, sería imposible que le pasara por alto a la policía. No me importa lo anónima que sea la vida que lleva esa gente. —Pensó en el medio muerto que la había atacado en Altoona, y en la furgoneta llena de ellos de Bridgeville—. No tiene sentido. Lo más inteligente que Malvern podría hacer ahora sería permanecer escondida. Minimizar la ingesta de sangre y ocultarse. Esperar a que todos nosotros nos olvidemos de que ha existido siquiera, y luego volver cuando haya pasado el peligro. Pero no está haciendo eso. Está corriendo riesgos. Grandes riesgos que la ponen en peligro.
—¿Sí? —preguntó Simon, como si hubiera estado hablando con él.
Clara se acercó al coche en el que Glauer aguardaba para que le contara lo que habían averiguado. Tendió una mano hacia la manilla de la puerta del acompañante, y luego dejó caer la mano porque necesitaba quedarse inmóvil durante un segundo, mientras el mundo se balanceaba a su alrededor.
—Eso quiere decir que está a punto de dar a conocer públicamente su existencia. Quiere decir que va a hacer algo tan horrendo, enorme y sanguinario, que todo el mundo se enterará. Y va a hacerlo ahora, cuando todavía no estamos preparados. —Se volvió a mirar a Simon directamente a los ojos.
—Ya no queda tiempo —dijo—. Tienes que llevarme a ver a Laura. Ahora mismo.