34

Clara no pudo evitarlo. Chilló como una niña.

Acababa de matar a Glynnis. Tenía ganas de caer de rodillas y sollozar, descargar la culpabilidad y el horror que sentía.

Por desgracia, justo en ese momento el tiempo se negó a estarse quieto. Una unidad del SWAT avanzó a la carrera, con las armas al hombro, los agentes dispuestos a disparar contra cualquiera que se moviese. Los polis de cazadora azul se dispusieron a cubrirlos desde detrás de los coches.

A Clara le resultó evidente que en cualquier momento estallaría una batalla campal en la que mucha gente moriría. Detrás de las casas prefabricadas, los hombres de La Hondonada prepararon sus armas. Las mujeres ya casi habían terminado el elaborado signo hex, aunque aún no se veía indicio alguno que sugiriera cuál podría ser su propósito. Sobre la casa prefabricada, la otra mujer, la hippie, permanecía en perfecto reposo, con las manos sobre las rodillas y los dedos dispuestos en un complicado gesto.

Clara tenía que hacer algo. Tenía que detener aquello. Todavía no podía moverse.

Se tragó los gritos y miró a Laura. Era como si no la hubiera visto nunca antes. En la cara de Laura no había ni rastro de emoción. Sólo cálculo frío e indiferente. Estaba analizando las probabilidades, intentando averiguar quién saldría victorioso de la tormenta de plomo que estaba a punto de desatarse.

—Detenlos —dijo Clara. No suplicaba. Rogar no iba a servir para nada allí. Pronunció las palabras como si fueran una instrucción.

—Ahora mismo no puedo permitir que Fetlock me atrape —dijo Laura. El tono parecía casi de disculpa, pero era sólo una simple concesión. Una explicación rápida ofrecida a alguien demasiado estúpido para entender lo que realmente estaba pasando.

Con movimientos firmes y expertos, Laura metió una bala en la recámara de su Glock. Estaba dispuesta a abrirse paso a tiros.

Eso hizo enfadar a Clara. Y fue lo que acabó con su parálisis.

—¡Ahí hay niños! ¿Dónde están ahora? ¿En aquellas casas de allí? ¿Acuclillados debajo de las mesas de las cocinas, esperando para saber si sus padres sobrevivirán a los próximos minutos?

—Están a salvo. Ese signo hex que están dibujando las mujeres los protegerá. Impedirá que las balas perdidas lleguen demasiado lejos —le explicó Laura.

—No protegerá la vida de sus padres.

Laura no tenía respuesta para eso. ¿Qué podría haberle dicho?

Clara no tenía armas. No podía pegarle un tiro a Laura. Por un instante se preguntó si habría sido capaz de hacerlo, de haber tenido la oportunidad. Tendió una mano para sujetar a Laura por un brazo, pero la otra se la quitó de encima.

—No deberías estar viendo esto —dijo Laura—. No deberías estar aquí. Si tuviera que desaparecer en una llamarada de gloria, querría hacerlo a solas.

—¿Gloria? ¿Llamas «gloria» a esto? Glynnis está muerta, Laura. ¡Muerta! ¡Eras tú la que quería proteger a la gente! Por eso empezaste a luchar contra los vampiros. ¿Lo recuerdas? Y ahora ha muerto una mujer por nada. No ha sido un medio muerto quien la ha matado. Ni ha sido Justinia Malvern. Han sido los agentes del SWAT, enviados para llevarte ante la justicia.

—¿Crees que eso va a detenerme? —replicó Laura, y negó con la cabeza—. Esto ya no es una cuestión de proteger a la gente, ya no.

—¿N… no lo es?

—No. Es una cuestión de matar vampiros. Si necesitas otra razón, ya has fracasado. Los vampiros son malignos. Hay que matarlos. Y ya está. Y se hace lo que sea necesario para matar vampiros.

Clara miró a Laura con horror.

—No puedo permitir que hagas esto —dijo. Entonces abrió la boca para chillar, para gritarle a Fetlock y decirle dónde estaba Caxton. Eso significaría atraer a las unidades del SWAT, y probablemente ella misma acabaría muerta en el fuego cruzado. Pero salvaría al resto de la gente de La Hondonada, y tal vez eso merecía la pena.

Antes de que pudiera emitir un solo sonido, Laura había levantado la pistola y apuntaba al rostro de Clara.

—Delata mi posición y te disparo —le dijo.

Y Clara se sintió destrozada, completamente hecha pedazos al pensar que Caxton lo decía en serio.

—Lo… siento —dijo Caxton.

Clara no la creyó en absoluto. Levantó las manos con lentitud. Sabía que no era conveniente hacer ni el más leve ruido.

Sobre la casa prefabricada, la hippie alzó las manos hasta unos pocos centímetros por encima de las rodillas. Una brisa repentina le agitó el pelo. Los hombres de las unidades del SWAT, que se encontraban a unas cuantas docenas de pasos de las casas prefabricadas, de repente parecieron estar avanzando a través de un huracán. Las muchas correas de sus uniformes restallaban y se sacudían. Tenían que inclinarse hacia delante a cada paso, y uno de ellos tuvo que volver el rostro hacia un lado, mientras Clara observaba, como si no fuera lo bastante fuerte como para dar un paso más.

—Nuevo objetivo está —gritó Fetlock, por el megáfono. ¿Dónde estaba? Pero Clara lo sabía: tenía que estar dentro del centro móvil de mando. Fetlock no era un agente de campo. Nunca se lo vería en las primeras líneas con una pistola en la mano. Era un administrador—… a las siete en punto. Arriba. Fuego a discreción.

—No, otra vez no —gimió Clara.

—Guarda silencio o…

Caxton calló de golpe. Clara volvió la cabeza con lentitud para ver por qué.

Y la inundó la esperanza, una esperanza desesperada, en la que creía sólo a medias. Glauer había bajado por el sendero desde la casa de la cresta. Tenía que haber estado moviéndose con una lentitud glacial para no hacer ruido. Sostenía una escopeta de dos cañones, y esos dos cañones estaban ahora apoyados contra la parte posterior de la cabeza de Caxton.

—¿Tú también, Glauer?

Glauer no perdió el tiempo con disculpas.

—Sé que eres más rápida que yo, y sé que eres mortífera. Pero ahora mismo tengo el dedo sobre este gatillo, y dispararé en el mismo segundo en que piense que intentas algo —le dijo—. Laura Caxton, quedas arrestada.

32 colmillos
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