1715
La pistola pesaba en la mano de Justinia. Era una hermosa creación en madera aceitada y acero azulado. Había llegado a sentir cariño por la suave empuñadura curva, la complicada llave de yesca, y el cañón octogonal, con un adorno floral. Era el arma de un noble, y había costado hasta el último cuarto de penique que había ahorrado a lo largo de todos aquellos años de jugar a cartas y vender su virginidad. Era lo último que compraría jamás.
En la semana transcurrida desde que Vincombe se había negado a matarla había tenido muchos pensamientos así. «Éste es el último caramelo que saborearé —se decía—. Ésta es la última vez que me depilaré las cejas. O me cepillaré los dientes. O empolvaré mi peluca.»
No era tanto la melancolía de la pérdida como una especie de último apunte en los libros. Estaba guardando las cosas de su vida, doblándolas pulcramente para meterlas en un baúl que luego arrojaría al río. Cosas que alguna vez le habían importado, pero ya no. Cosas a las que se alegraba de poder renunciar.
La maldición de Vincombe estaba dentro de ella. La sentía enroscándose como un áspide alrededor de su tronco encefálico. Quería que se suicidara. Era la única manera de que la maldición funcionara. Eso hacía que viera las cosas de modo diferente. Cada vez que pasaba ante una ventana abierta, pensaba en la inmensa libertad que tenían que sentir los pájaros al lanzarse hacia el cielo. Cada vez que tomaba una comida, se preguntaba qué sabor debía tener el veneno para ratas. Estas cosas hacían que se le escaparan risillas.
Entonces había visto la pistola en el escaparate de una casa de empeños, a menos de tres manzanas de distancia de su casa. Había destellado en el sol de la mañana, y fue como si hubieran encendido el fuego de un faro sólo para ella.
Vincombe no había vuelto a verla desde aquella fatídica noche. A pesar de lo mucho que le habían insistido los habituales, no había celebrado ninguna partida de naipes ni recibido a ningún hombre desde entonces. Había dejado de comer y dormir casi del todo.
Más cosas que guardar. Más cosas a las que renunciar.
El dueño de la casa de empeños se había mostrado reacio a venderle la pistola a una mujer. Suponía que la quería para matar a un amante infiel o a un hombre casado que se negaba a abandonar a su esposa. Tuvo que abrirse de piernas para convencerlo.
«Ésta es la última vez que permitiré que un hombre me toque», pensó.
Nunca se casaría. Jamás tendría hijos propios.
Tuvo que dejar la pistola porque le dio un ataque de risa tal que le hizo taparse la boca con las manos y secarse las lágrimas de los ojos. Esas cosas nunca habían estado en las cartas de Justinia Malvern.
El dueño de la casa de empeños le había mostrado cómo se cargaba la pistola con un trocito de guata y la cantidad justa de pólvora. Ella insertó la bala de plomo —más pequeña de lo que había esperado, pero también más pesada— y la empujó hasta el fondo con una pequeña baqueta que tenía su propio alojamiento debajo del cañón. Era un diseño muy ingenioso. La pistola era el objeto más hermoso que jamás había visto.
Se la llevó a la boca y lamió el extremo del cañón para ver a qué sabía. El aceite del metal era insípido, y por un breve instante se le despejó la mente y pensó: «¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué esto, por qué ahora?»
No. No iba a meterse el cañón dentro de la boca como si fuera el miembro de un hombre. Eso era poco digno.
Quería verla venir. Así que levantó más la pistola, hasta que pudo cerrar un ojo y mirar directamente la bala que aguardaba en el fondo del cañón. Allí dentro estaba todo negro, negro como un as. «Mi as —pensó—. Mi as de picas, escondido para poder sacarlo cuando fuese necesario.»
Qué trampa tan maravillosa para hacérsela al mundo. A la muerte. A la vida.
No parpadeó al apretar el gatillo.