1861
Obediah Chess la tendió en la cama, sobre sábanas blancas que parecían de color marfil comparadas con su pálida piel. O al menos la piel que él veía cuando la miraba.
La sangre que él le daba, una o dos gotitas que ella recibía cada noche, bastaba para permitirle practicar los hechizos. Pero ya no bastaban para permitirle levantar la cabeza, y ni siquiera un dedo. Sólo podía permanecer allí tumbada y recibirlo, como una muñeca de porcelana. A diferencia de su padre, él era un amante delicado. Al igual que su abuelo, estaba dotado de una enorme imaginación. A veces se dejaba llevar por ella.
«¿Has hecho lo que te pedí? —preguntó ella, hablándole directamente a la mente. Hablar de viva voz le costaba demasiado en esa época. Cuanto más envejecía, más sangre necesitaba incluso para lo más simple, y nunca había suficiente—. ¿Has hablado con las señoras de la ciudad? Tenemos que encontrarte una esposa.»
—Alguien que me proporcione un heredero, quieres decir —matizó él. Su frente estaba ensombrecida por la preocupación, y miraba por una ventana hacia la negra noche exterior—. Conozco tu juego. Lo conozco y no me importa. Al final me matarás y acogerás a mi hijo en tu lecho. Lo entiendo. Es la maldición de la familia, por el momento. Pero, por Dios, que es mi bendición.
«Tienes… miedo… de algo», dijo ella.
Él se le acercó y le cepilló el pelo, un pelo que existía sólo en su mente, con cepillos de plata. Lo tranquilizaba cuidarla de aquel modo. Realmente, era su favorito del linaje Chess.
—Se avecinan tiempos tormentosos… que se llevarán todo lo que construyeron mis antepasados —le dijo—. No tienes por qué inquietarte con los detalles, mi tesoro. Pero hay guerra. Una guerra que temo que Virginia no ganará. Lincoln nos castigará. No tengo ninguna duda. Podríamos perderlo todo. Cuando estuve en la ciudad, decían que los bastardos de la Unión están acercándose. Han andado de cacería arriba y abajo por el territorio, haciendo salir a nuestros muchachos de dondequiera que se escondían. Es sólo cuestión de tiempo que empiecen a apoderarse de las plantaciones, de todos nuestros tesoros, de nuestras tierras.
«¿Soldados? ¿Que vienen hacia aquí? Tienes que protegerme.»
—Y así lo haré. No tengas miedo. —Le tomó una mano y se la llevó a los labios para besarla. Tenía los dedos cubiertos de diminutas cicatrices dejadas por los dientes de ella cuando bebía de su fuerza cada noche. Ella sintió lo ásperos que estaban—. Te defenderé hasta mi último aliento. O tal vez…
«Has estado pensando en esto. Tienes un plan en mente.»
—No es tanto un plan como una conjetura descabellada. Una idea loca que parece una estupidez cuando la explico en voz alta. No, no serviría, yo…
«Si no puedes explicarla en voz alta, susúrramela al oído.»
—Sí… sí, tal vez así no parecerá tan descabellada. Sí… escucha, mi amor…
Ella aún tuvo fuerzas para sonreír cuando oyó lo que él empezó a contarle.