53
—Estamos atrapadas aquí dentro —dijo Clara, contemplando los muros de roca que la rodeaban por todas partes—. Estamos atrapadas aquí dentro… con ella.
—Que es exactamente lo que yo quería —le respondió Caxton. Barrió con la linterna el muro que tenía delante, y que parecía las prominentes cejas de un gigante de piedra caliza. Una grieta lo recorría en todo su largo. En algunos sitios era tan estrecha que habría resultado difícil introducir la punta de un cuchillo. Hacia la izquierda, sin embargo, se ensanchaba hasta convertirse en un pasadizo bajo. Caxton pilló a Clara de un brazo y la metió dentro. Tuvieron que inclinarse casi hasta el suelo, pero la luz mostró que el pasadizo conducía a un espacio más amplio. Gruñendo y haciendo muecas, Caxton pasó por debajo de un saliente de roca y salió a una cámara desnuda con paredes curvas. Parecía una burbuja que había quedado atrapada dentro de la piedra durante su formación. Al otro lado se abría un pasadizo ligeramente menos incómodo.
La cueva no formaba parte de la mina a cielo abierto. Había existido mucho tiempo antes de que nadie acudiera a las crestas en busca de carbón. Los primeros geólogos la habían explorado extensamente —aún se podían ver las catas en las paredes si se sabía dónde mirar—, pero era obvio que no había encontrado nada de valor y la habían dejado en paz. Desde entonces, nadie le había encontrado un uso. Había cuevas como aquélla por toda Pensilvania; las Penn Caverns y las Lincoln Caverns eran las más famosas, laberintos inundados que se habían convertido en trampas para turistas, ya que cada año se presentaban legiones de urbanitas que contrataban viajes en bote por las extrañas formaciones rocosas subterráneas que parecían de otro mundo. La mayoría eran mucho más pequeñas, con sólo unas pocas cámaras conectadas por pasadizos demasiado estrechos para pasar por ellos con comodidad.
La cueva de Caxton no era un sistema enorme, pero se adentraba profundamente por debajo de la cresta y tenía sus curiosidades geológicas. También era el tipo de lugar con el que sabía qué hacer un chamán como Urie Polder.
Mientras arrastraba a Clara más al interior de las cavernas, iluminando murallas de estalactitas y estalagmitas como tubos de órgano, Caxton vio de inmediato el efecto del hechizo de Polder. Clara avanzaba a trompicones como una ciega, aun cuando ella le señalaba con exactitud dónde debía poner los pies. No dejaba de extender los brazos para apartar estalactitas que no existían, ni de tropezar con estalagmitas igual de ilusorias.
—Joder, esto va a ser un problema —dijo Caxton.
—¿Qué sucede? Me siento como si estuviera drogada —dijo Clara.
—No son drogas. Es un hechizo. Tú atravesaste el hechizo que impedía que la gente encontrara La Hondonada, ¿verdad? Cuando entraste… Simon conocía el camino, o nunca habrías llegado tan lejos ni jodido todos mis planes.
—Gracias por eso —dijo Clara con un puchero.
—¡Ay, déjalo estar!
Clara bajó la cabeza.
—Vale, bueno. En fin… Sí, vi el hechizo que oculta La Hondonada. He visto cómo aparece en el GPS.
—Éste es, básicamente, el mismo hechizo. Está diseñado para desorientar a cualquiera que baje aquí, cualquiera que no seamos Urie Polder o yo. Sólo que aquí abajo funciona todavía mejor. Las cuevas ya son desorientadoras, tienen una acústica rara, apenas si puede verse nada dentro de ellas, y casi parecen lógicas. Pasillos y habitaciones, ¿no? Igual que un edificio construido por seres humanos. Salvo por el hecho de que los pasillos vuelven unos sobre otros y no van a ninguna parte, o las habitaciones tienen techos que en un lado están a seis metros de altura, pero a sólo quince centímetros en el otro. En una cueva es muy fácil perderse. Por eso el gobierno las tapia en cuanto las encuentra. Añade un poco de magia a la mezcla, y tienes un verdadero laberinto. Una trampa mortal perfecta.
—Tú sabías que ibas a traer a Malvern aquí abajo —dijo Clara.
—Sí. Desde el principio. He pasado dos años colocando el cordón de fantasmas y el círculo de cráneos de pájaro, entrenando a los brujetos, ocultando La Hondonada a los ojos de los curiosos. Todo para hacer que Malvern pensara que no estaba preparada para ella y que quería mantenerla fuera de aquí. Cosa que, por supuesto, hizo que ella quisiera entrar. La quería aquí dentro, justo aquí, donde yo podía controlar las cosas. Solas ella y yo, en una lucha a muerte.
—Y ahora… yo también.
—Exacto. Lo cual lo estropea todo.
Los labios de Clara se fruncieron como si hubiera mordido un limón.
—Yo sólo intentaba ayudar. No tienes por qué ser tan cabrona por eso.
Caxton giró sobre sí y miró fijamente a su antigua amante.
—Si Glauer no hubiera sacrificado su vida, tú y yo estaríamos muertas. Jodiste las cosas, e hizo falta su muerte, su muerte, Clara, para salvarnos. Él era un soldado. Sabía obedecer órdenes. ¿Qué traes tú? ¿Una ametralladora?
Clara bajó la mirada hacia el fusil que le colgaba a la altura de la cintura.
Caxton estaba que echaba humo.
—¿Has visto de qué es capaz? ¿Lo has visto? Nunca ha sido más fuerte. ¿Qué diantre pensabas que podías hacer aquí dentro?
Clara se mordió el labio, pero no apartó la mirada. Era probable que estuviese reprimiendo una reacción emocional, pero no permitía que aflorara a su rostro.
—No lo sé.
Caxton se volvió con un gruñido de irritación y continuó adentrándose en la cueva. La cámara de ejecución estaba a mayor profundidad, después de un largo recorrido que tendrían que hacer a gatas. Caxton conocía el paso lo bastante bien como para poder recorrerlo sin tener la sensación de que iba a quedarse atrapada en cualquier momento. Hacer que lo atravesase Clara, confundida por el hechizo de Urie Polder, iba a requerir más tiempo. Quizá más tiempo del que tenían.
—¿Y qué me dices de ti? —gritó Clara—. ¿Qué vas a hacer tú? ¿Cómo vas a luchar contra ella?
—Todavía tengo un as en la manga —replicó Caxton, reacia a desperdiciar aliento en dar explicaciones—. Vamos. Ponte a gatas. Intenta no rasparte la espalda contra el techo. Hay un par de sitios en los que te harás cortes si no te andas con ojo.
Clara obedeció, aunque estaba claro que no veía lo mismo que Caxton.
—¿Esto es bastante bajo? —preguntó.
—Hacia el final tendrás que arrastrarte —dijo Caxton, mientras se metía dentro de la fisura—. Simplemente continúa adelante. No tenemos mucho tiempo.
Clara comenzó a avanzar, sin apartar los ojos de sus propias manos mientras gateaba, sin mirar nada más que el punto al que la llevaría el movimiento siguiente. Probablemente era lo máximo que podía lograr. ¿Pensaría que estaba dentro de una caverna inmensa, gateando sin ninguna razón? O tal vez veía sin problemas las paredes que la rodeaban, pero no sabía en qué dirección avanzaba. Caxton no había estado nunca bajo el poder del hechizo y no sabía cómo era, pero imaginaba que tenía que ser aterrador. Sin embargo, Clara no cedió al natural impulso del pánico.
Caxton casi había empezado a respetarla. Pero entonces Clara volvió a hablar.
—Planificaste desde el principio venir aquí, enfrentarte con Malvern en esta cueva —dijo Clara—. Joder… Eres un jodido monstruo.
—¿Por qué? No es que esta cueva me guste más que a ti, yo sólo…
—Has dejado morir a toda esa gente.
Caxton estuvo a punto de golpearse la cabeza contra el techo de la fisura cuando la volvió para fulminar a Clara con la mirada.
—¿Cómo has dicho?
—Los brujetos… los policías… incluso Fetlock. Yo odiaba a Fetlock. Ese tipo era una verdadera basura. Pero no merecía morir de esa manera.
Caxton se acorazó antes de responder.
—Yo no le pedí que viniera. Yo no le pedí que se enfrentara con Malvern cuando no había ninguna posibilidad de que venciera. No le pedí que me encerrara en ese furgón y casi me hiciera matar. Tuve que sacrificar a algunas personas, sí. Pero aquí no se trata de jugar con guante de seda. Se trata de matar a una condenada vampira. Se trata de Justinia Malvern.
—Y una mierda —dijo Clara.
—¿Qué? ¿Cómo te atreves a decirme de qué se…?
—Se trata de ti. Tienes que ser tú quien acabe con ella. Tú, Laura Caxton, la famosa cazavampiros. Hicieron un telefilm sobre ti. Escriben artículos sobre ti; el mes pasado, sin ir más lejos, se publicó en Newsweek uno que hablaba de que continuabas prófuga. De que todavía estabas en alguna parte, planeando, esperando.
—¡Yo no hago esto para ser famosa!
—No, no pienso que lo hagas por eso. Pienso que lo haces porque necesitas demostrar algo. Tuviste la necesidad de demostrarle a Jameson Arkeley que eras lo bastante dura como para que él pudiera contar contigo. Luego él se transformó, y tú tuviste la oportunidad de demostrar que eras incluso más dura que él. Destrozaste mi vida porque tenías que ser dura. Tan dura que nadie podía amarte. Tan dura que ya no eres humana.
—Agacha esa cabeza, o podrías perderla —gruñó Caxton.
—Eso no es una negación.
Caxton se volvió completamente dentro del túnel hasta quedar de frente a Clara. No le resultó fácil, y se rascó las palmas en el proceso, dejando microscópicos rastros de sangre sobre la piedra. Rastros que Malvern vería como si brillaran en la oscuridad.
—Hago esto porque nadie más lo hará bien —insistió—. Cada vez que intento entrenar a algún otro, cada vez que intento pedir ayuda —a la policía del estado, al cuerpo de los marshals, a los brujetos… demonios, a ti—, no hacen más que joderlo todo. Lo hacen mal y montones de personas acaban muertas, y luego yo tengo que atravesar veinte kilómetros de mierda para limpiar el desastre que dejan. ¿Cuántas veces he pagado yo por los errores de Fetlock? ¿Cuántas veces he tenido que rescatar tu flaco culo?
—Un montón —tuvo que admitir Clara. Con la luz de Caxton en la cara parecía tener muchas menos ganas de polemizar.
—Hago esto —dijo Caxton como quien concluye una argumentación—, porque nadie más lo ha hecho. Y si nadie más lo hace, no acabará. Hago esto porque Malvern es un jodido ser maligno, y el mundo no puede ocuparse de cosas malignas. Siempre las subestima. Siempre piensa que con que sólo finja que las cosas malas no existen, desaparecerán sin más. El mundo funciona mediante la negación y las ilusiones, y por eso el mundo está empapado en sangre. Lo hago para que la gente pueda seguir siendo estúpida y no tenga que pagar por ello. Para que la gente pueda ser débil sin que eso constituya su sentencia de muerte. Lo hago —dijo—, porque nadie más puede hacerlo.