58

Al principio, le resultó difícil distinguir los detalles. Se encontraba en un sitio muy oscuro, un lugar poblado por sombras. Podría haber sido un centro comercial abandonado, o tal vez los corredores de un instituto de enseñanza secundaria. Sólo un hilo de luz se filtraba a través de ventanas de cristales esmerilados y caía sobre el suelo de linóleo.

Entonces, el haz de una linterna hendió las tinieblas, tan brillante como un rayo láser en aquel sitio tan oscuro. Un segundo haz pasó a lo largo de una pared, a tal velocidad que no añadió ningún detalle a la escena.

Alguien habló en susurros, un sonido tan bajo que hasta un ratón habría tenido problemas para distinguir las palabras. Pero Caxton las oyó sin dificultad.

—Mantenga la pistola apuntando al suelo. Si anda agitándola de esa manera, es probable que acabe disparándome a mí por accidente.

Caxton conocía esa voz. Tan bien como conocía la voz que respondió.

—Estaría haciéndole un favor al mundo, Arkeley. ¿Seguro que están aquí?

Jameson Arkeley recorrió el techo con la luz. Parecía cansado, incluso exhausto. Estaba encorvado como un anciano. Pero estaba vivo… era humano y aún estaba vivo. Sus arrugados ojos estudiaron las placas del techo.

—Seguro —dijo.

—Porque los últimos tres sitios que miramos no tenían nada más que polvo y telarañas —replicó Clara—. Estoy segura de que usted se sentía como en casa, pero a mí se me estropeó una cazadora que estaba en perfectas condiciones.

Clara. Llevaba una cazadora de cuero. Empuñaba una pistola, una Beretta. La Beretta de Caxton. Y estaba trabajando con Arkeley. Cazando vampiros.

—El medio muerto al que torturé esta mañana se mostró muy servicial —dijo Arkeley.

—¿Eso fue antes o después de desayunar? ¿O durante el desayuno?

Aquello no tenía ningún sentido. Nunca había sucedido nada parecido.

«Podría haber sucedido —le dijo Malvern a Caxton—. Habría podido ser. Si tú hubieras sido menos testaruda.»

«¿De qué estás hablando? ¿Por qué iba a estar Clara aquí, y no yo, si…?

»Ay, demonios, no.»

Malvern rió dentro de la cabeza de Caxton. «Mira. Mira lo que habría podido ser.»

Clara dirigió la linterna hacia una puerta que había en la pared que tenía delante. Una puerta que tenía un ventanuco con cristal. Cuando la luz tocó el ventanuco, Caxton sintió que su cuerpo regresaba, que volvía a formarse en torno a su consciencia. Salvo por el hecho de que no era su cuerpo. No era como ella lo recordaba.

Ese cuerpo era más fuerte. Mucho más fuerte. Sus manos eran zarpas blancas. Era lampiño, con orejas puntiagudas y ojos rojos.

Y estaba desesperado por beber sangre.

«No. No. No me hagas ver esto», imploró Caxton.

«No tienes elección.»

Clara dio un paso hacia la puerta. Otro. Levantó el arma y apuntó con ella al ventanuco.

El cuerpo de Caxton se movió entonces, a una velocidad que ella jamás habría creído posible. Había júbilo, una ola de placer casi sexual en la forma en que su cuerpo se movía, en su velocidad, su potencia. Atravesó la puerta como si estuviera hecha de papel. Salió disparada al corredor como si fuera una bala. Sin embargo, no atacó a Clara, como temía. Pasó de largo ante Clara, y fue directamente hacia Jameson Arkeley.

Sus zarpas aferraron a aquel viejo enclenque. El débil tullido… sintió el corazón de él latiendo junto al suyo al abrazarlo contra su cuerpo. Latiendo a gran velocidad, la sangre bombeando a las extremidades. Era embriagador. Era insoportable. Echó atrás la cabeza y sonrió, dejando a la vista los dientes afiladísimos.

—¿A qué estás esperando? ¡Dispárale, pequeña idiota! —bramó Arkeley.

Clara se volvió con la Beretta que sujetaba con las dos manos. Su linterna cayó al suelo, a cámara lenta, flotando hacia el suelo como si fuera una pluma.

—¡Dispárale! —gritó Arkeley.

Las manos de Clara temblaron al apuntar.

—No puedo —dijo—. Es Laura. Es… es Laura. Estoy segura de que lo es.

—Laura lleva meses muerta —protestó Arkeley—. ¡Lo sabes! La viste morir en Arabella Furnace. ¡Viste lo que Deanna le hizo! ¡No cometas el mismo error!

Pero Clara no disparó.

Caxton clavó los dientes en el cuello de Arkeley. La sangre manó con rapidez, caliente, entrando como un torrente en su boca, derramándose sobre su piel blanca. Arkeley murió un momento después, pero antes tuvo tiempo de decir una última frase.

—Siempre supe que eras demasiado débil para este trabajo.

Caxton no permitió que le afectara. Dejó caer el cadáver cuando quedó satisfecha. Sabía que si quería, podía hacerlo volver como medio muerto. Hacerle decir lo que ella quisiera que dijese, mientras se arrancaba la piel de su propia cara.

Pero no era para eso que estaba allí esa noche. No había ido a matar. Había ido a dar nueva vida.

—Clara —dijo, y para sus propios oídos su voz era un gruñido, un grave ronquido de amenaza—. Clara, se ha terminado. No te quedan más opciones.

A Clara le tembló todo el cuerpo. No dijo nada.

Detrás de ella, por la puerta rota, otros dos vampiros salieron con precipitación al corredor. Malvern y Deanna. Se quedaron detrás de Clara, preparadas para asirla y sujetarla contra el suelo en caso necesario, si Caxton no lograba convencerla.

—Podemos volver a estar juntas —gruñó Caxton. Avanzó un paso hacia Clara. Uno. Clara volvió a alzar la pistola, pero Caxton se la quitó sin más de la mano y la arrojó lejos—. Podremos ser amantes si dices que sí. Nunca antes tuvimos la oportunidad. Nunca llegué a hacerte el amor. Pero ahora puedo.

—Laura —dijo Clara. Había algo raro en su voz.

—Seremos una familia. Tú y yo. Deanna y Malvern. Ellas están dispuestas a compartirme. Ellas también serán tus amantes. Amantes, hermanas y madres, eso es una familia, ¿verdad? Sólo tienes que decir sí. Sé que estás asustada. Yo también lo estaba.

—¡Laura, joder, vamos, Laura! ¡Venga, despierta ya! —dijo Clara.

Caxton no sabía de qué estaba hablando. Detrás de Clara, sin embargo, Malvern se puso rígida como si entendiera. ¿Qué estaba pasando? Este sueño no tenía tanto sentido como los otros. Y tampoco era tan sólido. Los bordes parecían borrosos. La luz no era normal.

No importaba. Caxton no tenía control sobre su propia voz. Estaba leyendo un guión escrito por Malvern. No tenía más elección que continuar.

—Es bueno, Clara. La sensación es muy buena. Y es para siempre. Podremos estar juntas para siempre.

Clara la abofeteó.

No debería haberle dolido. No debería haber hecho que la cabeza de Caxton girara hacia el lado contrario. Los vampiros eran más fuertes que eso. Mucho más fuertes.

Clara volvió a abofetearla.

—¡Despierta, jodida idiota! ¡Despierta! ¡Ella está aquí!

La luz volvió a cambiar, esta vez de modo radical. El rostro de Clara continuaba suspendido ante ella, pero las vampiras que habían estado detrás de Clara habían desaparecido, al igual que el pasillo, y sólo había oscuridad, oscuridad y algo azul, algo…

—¡Despierta!

Caxton boqueó al inspirar y se quedó mirando el techo de la cueva, con los ojos fijos en los cristales de cuarzo azul y verde que había allí arriba. Mirando la cueva… la cueva que estaba debajo de la cresta, el lugar…

El sueño había acabado.

—Mierda —dijo Caxton.

Malvern gateaba por el techo. No la Malvern de sus sueños. La Malvern de la realidad, la Malvern que había matado a tantos en La Hondonada, la Malvern que en ese momento estaba atrapada con ellas dentro de la cueva. Esa Malvern había abandonado toda pretensión ilusoria. No iba vestida con nada más que unos pocos restos de uniforme antidisturbios quemados. Su único ojo encarnado ardía con sangre.

Y caminaba por el techo como una araña.

—¡Mierda! —repitió Caxton. Estaba tumbada en el suelo, con Clara inclinada sobre ella, preparada para darle otra bofetada. Malvern estaba a punto de caer sobre las dos.

Caxton bajó una mano y palpó la bolsa de nailon que había llevado consigo. Encontró la escopeta y la levantó con tanta rapidez que no tuvo tiempo de apuntar, pero no importaba, tenía que disparar… entonces entendió, entendió lo que Malvern había estado intentando hacer.

La escopeta disparó con un retroceso peor de lo que ella recordaba. El cartucho atravesó los cristales del techo a apenas unos centímetros del lugar en que estaba Malvern, y sobre los hombros y el pelo de Clara cayeron esquirlas de cuarzo.

«Mierda…» Uno de los cuatro preciosos cartuchos, y había errado.

Malvern rió.

Maldición, Malvern no había tenido ninguna intención de hablar con ella. El sueño no había estado destinado a convencer a Caxton de que se convirtiera en vampira. Sólo había sido una distracción. Malvern sólo lo había utilizado para ganar tiempo mientras encontraba el camino, a través del hechizo de Urie Polder, hasta la geoda.

«Mierda —pensó Caxton—, mierda mierda mierda», mientras arrancaba un cartucho de la culata del arma y lo cargaba. ¡Mierda! No había previsto eso en sus planes, había olvidado lo que podía hacer un vampiro, había olvidado que Malvern sería capaz de penetrar en su mente de esa manera.

—De verdad, Laura —dijo Malvern desde el techo, por donde correteaba, aproximándose más. Se encontraba ya a menos de seis metros de distancia—. De verdad, tu pequeño trabuco no puede hacerme daño ahora. He bebido tanta sangre que soy invulnerable a todas las armas que tienes.

Caxton se obligó a apuntar con cuidado. Con una escopeta nunca se podía contar con una verdadera precisión. Pero a veces no era necesaria.

Volvió a disparar, en el mismo momento en que Malvern se ponía a reír una vez más.

Esa risa no duró mucho.

La munición del interior del cartucho salió disparada hacia lo alto, contra la pierna izquierda de Malvern, y le acertó en la parte superior del muslo. La munición especial atravesó músculo y hueso, rompió el fémur de Malvern y destrozó su carne.

La vampira lanzó un alarido y cayó del techo, estrellándose como un fardo contra el suelo.

—Inmune, ¿eh? —dijo Caxton.

32 colmillos
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